Wade casi había olvidado la exquisitez de besarla y lo mucho que le excitaba oír los pequeños gemidos de placer que se escapaban de lo más hondo de su garganta. Leigh le pasó las manos por el cuello, por los cabellos y él también gimió.
Los pezones de sus pechos se irguieron buscando el calor de Wade. Sus lenguas se trabaron en un duelo erótico. Leigh podía sentir la dureza de su miembro contra el suelo. Él le acariciaba la espalda como si tratara de convencerse de que era la verdadera Leigh a quien estaba abrazando. La Leigh que había amado en su juventud. Los recuerdos volvieron en avalancha y tan rápido como había empezado el beso acabó.
Wade la empujó para liberarse de su abrazo, odiándose a sí mismo por haber sucumbido ante ella. Leigh lo miraba con los ojos muy abiertos sin intentar ocultar todo lo que le hacía sentir.
Pero Wade ya había velado sus emociones y la desconfianza que vio en sus ojos acerados hizo que regresara a la realidad. Por un momento había creído que un beso podía curar la herida que les esperaba. Leigh bajó los ojos, negándose a revelar más sobre sí misma.
– ¿Por qué me has besado? -preguntó ella, cuando no pudo soportar por más tiempo el silencio.
– ¿Por qué me has besado tú?
Leigh se puso en pie, recogió el tapete y retrocedió algunos pasos. Wade la contempló desde el suelo. Se levantó con una sonrisa ancha en los labios. Leigh pensó que empezaba a odiar aquella sonrisa. Le parecía una mueca que él utilizaba como máscara cada vez que el viejo Wade amenazaba con salir a la luz.
– Las viejas costumbres nunca mueren del todo.
– Pues entonces tendremos que ocuparnos de que esas viejas costumbres nos se interpongan en el camino de nuestras relaciones, ¿no? -replicó él, haciendo un gesto hacia la puerta.
Leigh no esperó a que se lo dijera dos veces y salió de la habitación de Ena que le resultaba agobiante. Estaba enfadada consigo misma por haber aceptado la invitación. Se despidió sin mirar hacia atrás y sin detenerse en su camino hacia la puerta.
– Te acompañaré a tu casa -dijo Wade.
– No será necesario. Iré sola.
Wade estaba tranquilo, como si ya hubiera olvidado el beso de la habitación. Hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Quiero acostumbrarme a vivir en el sur otra vez. Aquí, los caballeros siempre acompañan a las damas a su casa. De modo que no hay discusión posible.
La temperatura de la noche era fresca pero no incómoda, ideal para dar un paseo. Leigh alzó los ojos para ver la multitud de estrellas que tachonaban el cielo. Una de las ventajas de vivir en una ciudad pequeña era que las luces no impedían la contemplación del firmamento.
Echaron a andar separados pero con el paso sincronizado. Un coche pasó junto a ellos quebrando el silencio nocturno. Los dos saludaron al ver a Everett Kelly sentado al volante. El conductor les devolvió el saludo y aparcó enfrente de la casa de Wade.
– Pobre Everett -murmuró Wade.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– ¿No te has fijado en cómo me ha mirado? Todavía está enamorado de ti después de tantos años.
Leigh dejó escapar una risa suave. Le parecía mucho más segura hablar sobre Everett Kelly que sobre ellos mismos.
– Imaginaciones tuyas, Wade. Everett siempre… Bueno, siempre se ha sentido atraído por mí, pero sabe perfectamente qué terreno pisa. Sólo es un viejo amigo que cree saber lo que me conviene.
– ¿Quieres decir que no le parece bien que pasee contigo?
– No me importa lo que pueda pensar -afirmó Leigh un tanto sorprendida al darse cuenta que lo decía muy en serio.
La madurez le había proporcionado la suficiente confianza en sí misma como para no prestar atención a lo que la gente pensara de sus actos.
– ¡Eso sí que es una novedad! -exclamó él que nunca podría olvidar que la esencia de vivir en Kinley era estar pendiente de lo que los demás pensaran.
– Te equivocas. Hace mucho tiempo que vivo en mi propia casa. ¿Recuerdas la casa de la señora Lofton? La compré tras su muerte, hace cinco años.
– Pero esa vieja casona es enorme.
– Por eso me gusta. Tengo todo el espacio que quiero y siempre dispongo de sitio cuando vienen a verme mis amigos. Habría sitio de sobra aunque viniera a verme un regimiento.
Leigh sonrió de su propio chiste, pero no estaba segura de si Wade había sonreído. Pasaban bajo una fila de magnolias grandes que ocultaban la luz de la luna. El amarillo pálido de la casa se destacaba entre las sombras de la noche. A Leigh se le había olvidado dejar encendida la luz del porche. El interior también estaba sumido en la oscuridad.
Wade la sujetó del brazo cuando tropezó. El contacto encendió en ella la llama de un deseo que la amedrentaba porque había estado levantando defensas contra él desde que se habían besado, unas defensas que él había traspasado con sólo tocarla.
Leigh se zafó de su brazo y buscó en el bolsillo las llaves de la casa. Cuando ellos eran jóvenes nadie en todo Kinley cerraba las puertas con llave. La delincuencia y el miedo habían llegado incluso hasta una ciudad pequeña.
– Gracias por la cena y por el tapete de tu madre. Es verdad que significa mucho para mí.
– No me des las gracias. Ella quería que tú lo conservaras.
Wade metió las manos en los bolsillos. Quería marcharse, pero no acabas de decidirse. ¿Cómo era posible odiarla y desear besarla al mismo tiempo?
La luz de la luna le iluminaba la cara. Leigh vio un brillo en sus ojos que bien podía ser de deseo. Tragó saliva y se volvió a abrir la puerta. Entró en la casa y se giró para despedirse. La luz resaltaba la prominencia de sus pómulos y la fuerza de su mandíbula.
– Ya nos veremos, Leigh.
– ¿Cuándo vuelves a Nueva York?
Leigh necesitaba saber cuándo volvería a desaparecer de su vida para poder enfrentarse a ese momento. Sin embargo, ni el mismo Wade había tomado esa decisión aún.
– No creo que me vaya por ahora. Me parece que me quedaré por aquí una temporada. Buenas noches, Leigh.
– Buenas noches -pudo decir ella, antes de ceder al impulso de cerrar la puerta.
Se quedó con la espalda apoyada contra ella sintiéndose presa de una debilidad terrible. El corazón le latía apresuradamente. Wade pretendía quedarse en Kinley y ella no estaba segura de poder soportarlo después de lo que había sucedido aquella noche.
Wade regresó a la casa de su niñez sin disfrutar de la paz de la noche sureña. Aún no eran las diez de la noche y no había ni un alma por las calles. En Manhattan las calles bullían de actividad lo mismo a las diez que a las doce. Ni siquiera había pasado otro coche desde que Everett les había saludado. Un gato negro cruzó la calle unos cuantos metros por delante de él. Wade suspiró resignado. No esperaba tener buena suerte durante su estancia en Kinley.
Había creído que ya había dejado la ciudad y Leigh definitivamente atrás, pero no era cierto. Su regreso había despertado las dudas e inseguridades que había llevado consigo durante años. No podía negar que se había sentido desengañado cuando Leigh no se había presentado puntual para la cena. ¿Cómo podía esperar todavía algo de ella, de Kinley? La ciudad y Leigh nunca habían sido buenas para él.
Quizá se hubiera equivocado, quizá debería haberse quedado para luchar y limpiar su nombre hacía doce años. No se merecía haber sido tratado como un criminal cuando su único delito había consistido en enamorarse de Leigh. Tampoco se merecía que lo trataran como un estúpido ahora.
Pateó una piedra. Había decidido quedarse, pero no sabía cómo sobrellevar lo que sentía hacia Leigh, hacia Kinley. Sólo había sido un beso y su cuerpo había reaccionado con el mismo fuego de antaño. El ulular melancólico de un búho contagió su corazón de tristeza.