Capítulo cuatro
– ¡Leigh, espera! ¡Leigh! -llamó Everett a su espalda.
Leigh contuvo el impulso de acelerar el paso. Compuso una sonrisa de circunstancias y se dio la vuelta para esperarlo. En contra de lo que era habitual, Leigh había renunciado a sus vaqueros y se había puesto unos pantalones de color caqui y una blusa beige y roja de manga corta. Sabía, aunque no se atrevía a confesárselo, que la causa del cambio era la posibilidad de tropezarse con Wade.
Everett había apretado el paso para llegar a su lado. Le resbalaban las gafas sobre la nariz. Con el maletín en la mano y una camisa blanca parecía un ejecutivo, sólo que la corbata era demasiado corta. Leigh le gastaba a menudo bromas sobre su manera de vestir. Él se defendía diciendo que a los ciudadanos les gustaba que su contable pareciera un hombre de negocios. Sin embargo, aunque eran las ocho de la mañana, Everett ya tenía un aspecto desaliñado y tenso.
– ¡Uf! Pensé que nunca te alcanzaría. Deberías dejar que pasara a recogerte para ir a trabajar.
– Buenos días, Everett. Ya lo hemos discutido. No salgo a trabajar a la misma hora todos los días y, además, mi casa no te pilla de camino.
– No me importa desviarme unas cuantas manzanas para recogerte, Leigh.
– Lo sé y es muy amable de tu parte. Pero no tiene sentido que vengamos a trabajar juntos. Será mejor que nos conformemos con encontrarnos de vez en cuando.
Everett le gustaba. Era tan fiel y amable como un cachorro, pero sabía que la seguiría a todas partes si no le hablaba en tono cortante.
– Hace una mañana hermosa -comentó Everett.
Hasta ese momento, Leigh no se había dado cuenta, ocupada como estaba en borrar los recuerdos de la noche anterior. Un sueño inquieto le había dejado unas ojeras pronunciadas. Había empleado un tiempo desacostumbrado intentando camuflarlas con el maquillaje.
– Una de las pegas de vivir en el sur es que te habitúas a esta clase de cosas. Tenemos tantas mañanas hermosas que acaban por parecemos normales.
– También hizo una bonita noche ayer, ¿no opinas lo mismo, Leigh? -aventuró él.
– Sí, muy bonito -dijo ella, negándose a sacar el nombre de Wade en la conversación.
– Me sorprendió mucho verte en compañía de Wade Conner. Creí que el asunto del secuestro te había apartado de él hacía tiempo.
Leigh se encaró con Everett. Los ojos violeta brillaban peligrosamente.
– Wade no secuestró a nadie. ¿Te enteras? Todo eso no son más que mentiras. Es un hombre decente que no se merece que le traten de esa manera.
Everett dio un paso atrás. Tenía la expresión de un niño al que acabaran de castigar.
– ¡Bueno, bueno! Sólo repetía lo que todo el mundo ha estado comentando durante años. No quería que te enfadaras.
– Pues lo has conseguido, Everett -dijo ella, esforzándose por mantener el control de sí misma-. De todas formas, yo tampoco tengo derecho a tratarte así. Pero recuerda que ni siquiera lo acusaron oficialmente y la ciudad todavía le trata como si fuera un criminal.
En el rostro de Everett se tensó un músculo mientras torcía la boca.
– Parece que te preocupas mucho por él.
– Everett, Wade forma parte de mi pasado -dijo ella ateniéndose a la cantinela que no había dejado de repetirse desde que se había levantado-. Ya no le conozco. Anoche fui a su casa porque Ena quería que yo conservase algunas cosas suyas. Eso no significa nada. Pero admito que me molesta que lo traten tan injustamente.
– ¿Me perdonas?
Leigh le sonrió. Se cogió de su brazo y echó a andar hacia el centro de Kinley.
– Vamos, señor contable. Llegaremos tarde si no nos damos prisa.
Los días pasaron con lentitud, sin diferenciarse de los años anteriores. La única diferencia consistía en que Leigh esperaba que cada cliente que entraba en el almacén fuera Wade. Cuando llegó el domingo y la tradicional cena en casa de Grace Hampton, se sintió aliviada de estar lejos de la tienda y de los recuerdos de Wade. Había pensado en él y en el beso ardiente y fugaz demasiado y creía que necesitaba unas vacaciones mentales.
– ¿Cuándo nos vas a contar qué tal te fue en la cena con Wade Conner? -preguntó Ashley.
Grace se sobresaltó y Leigh lanzó a su hermana una mirada asesina. Ashley no podía haber elegido un momento más inoportuno. Toda la familia se reunía los domingos para cenar en casa de Grace y comentar los acontecimientos de la semana. El marido de Ashley y sus dos hijos, Drew y su novia, ella y Grace mantenían conversaciones animadas y simultáneas en la mesa. Los momentos de silencio eran raros, pero Ashley había arrojado su bomba en el más adecuado. Todos miraron a Leigh que no podía quitar los ojos de su madre.
– ¿Has cenado con Wade Conner? -preguntó Grace con la cara lívida.
Grace Hampton siempre había tenido la habilidad de hacerla sentir culpable con una sola mirada. A menudo servía para que Leigh se pusiera a la defensiva, como ocurrió en aquella ocasión.
– Sí, madre -contestó Leigh, nerviosa-. Ena me dejó un tapete de encaje que a mí me gustaba mucho. Wade me invitó a cenar para dármelo.
– Eso no significa que tuvieras que aceptar.
La voz de su madre rezumaba toda la soberbia y el esnobismo que había caracterizado a Drew Hampton Tercero cuando hablaba de Wade. Grace siempre había vivido a la sombra de su marido, pero se había transformado en una mujer fuerte tras su muerte.
– Me invitó y no hubiera sido de buen tono rehusar. Además tienes razón, no significa nada. Ni siquiera le he visto después de la cena.
– Tu madre tiene razón, Leigh. No deberías haber cenado con un hombre como Wade Conner -apuntó el marido de Ashley.
Burt Tucker, el jefe de policía de Kinley, tenía dos metros de altura y pesaba bastante más de lo necesario gracias a la cocina de Ashley. No carecía de atractivo a pesar de que el pelo había comenzado a caérsele. Pero a Leigh no le habían gustado nunca los hombres tan corpulentos.
– Vamos, Leigh. Cuéntanos.
La voz de Ashley era melosa, pero a Leigh le hubiera gustado estrangularla allí mismo. Se preguntó cómo haría Burt para soportarla.
– ¿Pretendes que nos creamos que cenar con el atractivo y famoso Wade Conner no es nada? ¿De verdad no tienes nada que contarnos?
– Sí, como dónde enterró el cuerpo -preguntó Michael.
Leigh cerró los ojos. Su sobrino Michael tenía diez años y su hermana July doce. Le costaba trabajo creer que sus padres no le reprendieran por tratar de esa manera a un hombre del que no se había probado ningún crimen. Sin embargo, July intervino.
– Sabes que no debes repetir rumores. Papá siempre dice que no hay que creer todo lo que se oye.
– ¿Y qué has oído tú, July? -preguntó Leigh sin poder contenerse.
– Solo que Conner raptó a una niña y luego la enterró -se apresuró a contestar Michael.
Leigh miró a Ashley y luego a Burt esperando que alguno de los dos corrigiera a su hijo. Ninguno habló. Cuando se dio cuenta de que nadie pensaba hacerlo, se aventuró a negar ella misma el rumor.
– Cariño, tu hermana tiene razón. No puedes creer todo lo que oyes. Es cierto que raptaron a una niña, pero no sabemos si la mataron porque nunca pudimos encontrarla. Y en cuanto al señor Conner… el jefe de policía, el que había antes que vuestro padre, nunca presentó cargos contra él. Cuando seáis mayores comprenderéis que todo el mundo es inocente hasta que no se demuestre lo contrario, aunque haya sido arrestado. Así funcionan las leyes en nuestro país, ¿No es cierto, Burt? -preguntó Leigh, mirándolo con dureza.
– Por supuesto. Pero también aprenderéis que los buenos no siempre atrapan al culpable.
Los dos niños se quedaron perplejos, como si se enfrentaran a un complicado rompecabezas. Grace miró a su hija sin disimular su desaprobación.