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– No os preocupéis, pequeños -le dijo a sus nietos-. Ese hombre sólo ha venido a los funerales de su madre y se irá pronto de la ciudad.

– Me parece que no va a marcharse pronto -dijo Leigh que sabía que tarde o temprano la noticia recorrería todo Kinley-. Ha decidido quedarse indefinidamente.

– ¿Qué? -dijeron al unísono Ashley y su madre.

– Que va a quedarse. Me lo dijo esa noche.

– Eso es una solemne tontería. Nadie en Kinley quiere que se quede -sentenció su madre sin dejar de mirarla-. Espero que esto no tenga nada que ver contigo, Leigh.

– ¿Y por qué tendría que ver conmigo?

– ¿Y por qué no dejamos el tema de Wade Conner? -intervino Drew-. Será mejor que quitemos la mesa entre todos. ¿No os habéis fijado el trabajo que dan ocho personas?

Leigh sintió ganas de besarle por haber acudido a su rescate. La novia de Drew, Amy, una rubia que había asistido a la conversación con incomodidad evidente, se apresuró a levantarse y ponerse a ayudarle. Leigh se les unió.

– El último en retirar su plato friega todo -anunció Drew, provocando que los niños se apresuraran con sus cubiertos.

– Sabes de sobra que no podrás evitar el tema siempre -le sermoneó su hermana cuando acabaron de fregar los platos.

La familia se había dispersado. Leigh se hallaba contemplando los rosales de su madre mientras meditaba sobre lo injusto del tratamiento que su familia deparaba a Wade.

– Y tú sabes de sobra que sacar el tema ha sido un golpe bajo -replicó ella, apartando la mirada.

Todavía hervía de furia. No quería que su hermana se diera cuenta de sus sentimientos.

– Pero, cariño, sólo ha sido una pregunta inocente. ¿Cómo va a ser un golpe bajo?

– No te molestes en fingir, Ashley. Querías molestarme delante de todos.

– ¡Vamos! Sólo quería averiguar si había noticias sobre Conner.

– ¿Por qué no quieres creer que no hubo nada? Cenamos. Me dio el tapete de Ena y me acompañó a casa. Punto. Ni siquiera me ha llamado desde entonces.

– ¿No intentó propasarse contigo?-preguntó Ashley en un susurro.

– Quizá fuera yo la que intentó propasarse con él.

Ashley se quedó visiblemente sorprendida. Leigh le dio la espalda y echó a andar hacia la casa. En aquella casa había pasado su infancia. Ellos eran su familia. Sin embargo, en aquel momento sólo quería escapar a su presencia asfixiante.

Mientras Leigh corría, una pátina de sudor se formó sobre su frente y sus cabellos, recogidos en una coleta, se soltaron. Pero a Leigh no le importaba su aspecto. Corría como si una bestia peligrosa la persiguiera y, en esa ocasión, no se trataba del pasado. El presente se había convertido en una amenaza. Aquella misma mañana había oído que otra pequeña había sido secuestrada. Jadeaba cuando llegó ante la puerta de Wade. Llamó con fuerza.

– Abre la puerta, Wade -gritó volviendo a llamar.

Unas manzanas calle abajo se había formado un grupo de gente que la observaba con la hostilidad reflejada en los rostros. Ya habían encontrado un culpable. Leigh tenía que avisar a Wade antes de que fuera demasiado tarde. Alzó el puño para llamar otra vez pero en ese instante se abrió la puerta.

– ¡Pero qué…!

Wade apareció en el quicio de la entrada. Se quedó sorprendido. Pero Leigh estaba demasiado alterada para fijarse en los pantalones de gimnasia que llevaba o en el vello rizado que le cubría el pecho musculoso. Si no hubiera estado tan nerviosa se habría dado cuenta de que Wade tenía el pelo revuelto y los ojos somnolientos de quien acaba de levantarse.

Entró en la casa sin esperar a que la invitara y cerró la puerta detrás de ella. Era una actitud inusual en una mujer que había sido educada en las buenas maneras y en los modales refinados del sur.

– ¿Pero qué ocurre? Son las nueve de la mañana, Leigh. No todos nos levantamos a la misma hora que tú -dijo él, intentando despertarse del todo.

No la había llamado desde la noche de la cena, pero eso no quería decir que no hubiera pensado en ella, casi no le había dejado dormir. Era en la quietud de la noche cuando la rabia que sentía no le impedía ver su rostro adorable y su cuerpo delicioso. Y era entonces cuando se imaginaba que hacía el amor con ella como una noche hacía mucho tiempo. Por la mañana, se despertaba odiándose a sí mismo pero odiando a Leigh todavía más. Se sintió irritado nada más verla. Pero al momento, leyó en su cara las huellas del miedo y la desesperación y se alarmó. Sus manos subieron automáticamente a los hombros de Leigh para reconfortarla.

– ¿Qué va mal? Cálmate y cuéntamelo.

Leigh se mordió los labios y lo miró a los ojos. Wade no exhibía la menor traza de la desconfianza y el desafío que había mostrado en su último encuentro. Tenía un aspecto preocupado, como si deseara ayudarla. Pero era él el que necesitaba ayuda.

– ¡Wade! Ha desaparecido una niña pequeña.

Wade se puso pálido y tragó saliva. Si Leigh hubiera albergado alguna duda respecto a él, aquella reacción habría bastado para convencerla de su inocencia.

– ¿Quién es?

– Se llama Lisa Farley y tiene ocho años. Sucedió anoche alrededor de las diez. Tenía que haber pasado la noche en casa de una amiga pero, por lo visto, las niñas se pelearon y Lisa decidió volver a su casa andando. No llegó.

Wade la soltó. Sólo entonces se dio cuenta Leigh que la había agarrado tan fuerte que le dejaría marcas. Pero estaba demasiado preocupada pensando en cómo enfrentarse a las acusaciones que inevitablemente le iban a hacer a Wade como para darles importancia. Sin embargo, los pensamientos de Wade iban en otra dirección.

Era increíble que en una ciudad tan apacible como Kinley hubiera dos desapariciones aunque entre ellas mediaran once años. Lo más probable era que Lisa hubiera ido a su casa la noche anterior y al encontrar la puerta cerrada, hubiera pasado la noche en casa de algún vecino. El mal no podía golpear dos veces en una ciudad sureña que rezumaba el encanto de las magnolias. Pero sabía que Leigh tenía razón, debía hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudar. Dio media vuelta y se dirigió a la puerta pero las palabras de Leigh le detuvieron.

– ¿Adónde vas?

Wade la miró preguntándose cómo era posible que no entendiera sus motivos. ¿Acaso creía que iba a quedarse con los brazos cruzados en una situación en la que cada minuto contaba?

– Deben de estar organizando partidas de búsqueda. Quiero unirme a ellos.

– No puedes -dijo ella reteniéndolo-. ¿No lo comprendes, Wade? La mitad de la ciudad cree que tú lo hiciste.

– ¿Yo? -preguntó él sin poder ocultar su sorpresa y entonces la máscara que Leigh tanto odiaba veló su cara.

De repente lo veía todo claro. El sentimiento de culpa por haberle dejado en la estancada hacía once años la había llevado a su casa aquella mañana. Retiró sus manos de las de ella como si quemaran, en sus labios apareció una mueca de amargura. Durante un momento había olvidado dónde se encontraba y lo que pensaba de él. Incluso había olvidado que Leigh había sido quien había hecho posible que toda la ciudad lo considerara un criminal. Se daba cuenta de que había ido a avisarle para hacer las paces, pero ya no se dejaría engañar. Deseó no haber regresado a Kinley nunca.

– ¿Por qué no lo he pensado? ¡Dios! Hay cosas que nunca cambian. He sido un estúpido al pensar que podía volver sin tener que enfrentarme al pasado.

– Dejemos el pasado, Wade -dijo ella, sabiendo que era imperioso que la escuchara-. Los Farley vinieron a vivir aquí después de que tú te fueras. Viven en esta misma calle, a cinco casas de ti.

– Una niña desaparece y la gente piensa que yo la he secuestrado en vez de tratar de averiguar lo que ha sucedido. Lo peor de todo es que ni siquiera puedo ayudar a buscarla.

– He oído que el jefe de policía va a venir a hablar contigo -le informó ella, haciendo un esfuerzo para soportar la amargura y el rechazo.