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Eso había sucedido el martes y ya era jueves por la tarde. Wade sentía la necesidad de alejarse de Kinley un rato. No hubiera sido inteligente marcharse definitivamente hasta que se solucionara aquel misterio. Su reputación profesional estaba en juego. No deseaba que lo asociaran con los terribles acontecimientos que habían tenido lugar en Kinley.

Cuando subió a su Mustang rojo se sintió mejor. Sabía que sus problemas estarían esperándole cuando volviera, pero ya tendría tiempo de enfrentarse a ellos. Cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que Leigh había tenido razón al sugerir que alguien intentaba inculparle. Sobre todo porque no parecía que Burt sospechase de nadie excepto de él. Alguien en aquella maldita ciudad intentaba arruinar su vida.

Cuando llegó el viernes, Leigh estaba necesitada más de un descanso que de costumbre. Le encantaban las tardes del viernes y las saboreaba como un diabético al que le permiten comer un trocito de chocolate. Casi todos los comercios de Kinley cerraban los viernes por la tarde. Lo necesitaba porque sabía que se pondría a gritar si otro cliente volvía a mencionarle a Sarah, Lisa y Wade en la misma frase. Ni siquiera querían creer la coartada que le había dado Wade para el caso de Sarah. Le parecía que todavía podía oír las palabras de su hermana Ashley al enterarse de su versión.

– No te recuerdo como una adolescente rebelde, querida. ¿No querrás hacerme creer que te arriesgaste a despertar la ira de papá escapándote por la noche?

– Pero es la verdad -había contestado ella, irritada-. Hace un par de días tú misma dijiste que siempre habías sospechado que había algo entre nosotros. ¿Por qué no quieres creerme?

– Siempre has sido muy blanda de corazón con Wade. Eso ha puesto un velo sobre tus ojos y no te ha dejado ver las cosas más simples acerca de él. Empezando porque deberías mantenerte a distancia de todo lo que tenga que ver con él.

Leigh se había limitado a mirar a su hermana. No tenía ganas de discutir.

El sol de aquella tarde era tan templado que Leigh se decidió a pasear después de cerrar la tienda. Llevaba el pelo recogido en una coleta, calzaba unas viejas zapatillas de deporte y vestía unos vaqueros. A los pocos minutos, caminaba por la carretera que llevaba a la escuela. Los musgos que se agitaban colgando de los robles gigantes la hicieron sentirse caminando en otro día del pasado. Hacía doce años que el viento se había llevado sus deberes en aquel mismo camino el día en que Wade había entrado en su vida.

Muchas cosas habían cambiado desde entonces y otras muchas no. Aún seguía preguntándose por qué se sentía insatisfecha de vivir en una ciudad pequeña. Siempre había soñado con ir a clases de arte en una ciudad cosmopolita e incluso se había atrevido a soñar que exponía sus trabajos.

Leigh suspiró. No se había permitido soñar despierta desde hacía mucho tiempo, pero pasear bajo aquellos árboles le hacía recordar a una Leigh mucho más joven que no sabía lo que la vida le depararía en el futuro. Se preguntó si no habría sido todo diferente de haber tenido el valor de defender a Wade entonces. Se preguntó si no sería su destino pasar la vida sola y sin niños en un lugar olvidado del mundo cuando deseaba mucho más.

El rugido de un coche deportivo quebró la placidez de la tarde. Leigh miró por encima del hombro para ver un Mustang de un color rojo brillante. Aunque nunca ante lo había visto, supo de inmediato que era el coche de Wade. Se detuvo junto a ella.

Wade se volvió levantándose las gafas de sol para que pudiera ver sus ojos grises. Tenía el pelo revuelto porque había bajado la capota y la camiseta amarilla que llevaba resaltaba el tono oscuro de su piel. Leigh volvió a tener la sensación de que había abierto una puerta al pasado.

– ¿Quieres dar una vuelta, Leigh Hampton?

– Claro, Wade Conner.

Entonces supo que haber encontrado a Wade de nuevo había sido inevitable. Había sido inevitable desde el momento en que había pronunciado aquellas palabras de amor en su juventud. También Wade reconoció los ecos del pasado y recordó lo nervioso que se había sentido al dirigirse a ella por primera vez. Nunca había sido un joven tímido, pero había temblado por dentro al invitarle a subir a su motocicleta. Todavía sentía un poco de aquel mismo temor a ser rechazado, todavía se preguntaba si ella aceptaría.

Pero Leigh no dudó. En un abrir y cerrar de ojos estaba sentada junto a él en el Mustang. Incluso le dirigió una sonrisa.

– ¿Es tu nuevo juguete? -preguntó ella, admirando el lujoso acabado del vehículo.

– Digamos que es un juguete alquilado.

Wade puso el coche en marcha y el viento soltó mechones de pelo de la coleta de Leigh. Él no pudo evitar disfrutar al verla. De repente parecía muy joven, era como si todos los años que se interponían entre ellos nunca hubieran existido.

– No recuerdo haber visto este coche junto a tu puerta la semana pasada. Me parece que había un Buick gris.

– Era un Chevy azul. Me dije a mí mismo que si me tenía que quedar en Kinley, por lo menos tenía que concederme alguna diversión. Lo que ocurre es que ya no tengo edad para las motos. Sé que a mi madre no le hubiera importado -añadió con tristeza-. Siempre decía que la mejor manera de combatir la nostalgia era comprar algo rojo.

Leigh se echó a reír a pesar de que él no había pretendido ser gracioso. Pero no podía evitarlo porque recordaba a Ena como una joya, llena de amor por la vida y por su hijo. Wade todavía estaba dolido pero tenía razón. A Ena no le habría gustado que se encerrara en la casa solo y triste. De lo que no estaba segura era de si Ena se habría mostrado de acuerdo en que se quedara en Kinley.

– ¿Eso quiere decir que hablabas en serio cuando decías que te quedarías aquí?

Había algo en su voz que obligó a Wade a mirarla. Se preguntó si tendría que reconocer que se había precipitado al tomar la decisión de quedarse. No quería permanecer allí donde la desconfianza y el recelo eran tan palpables y agobiantes como la humedad en el verano. Nadie confiaba en él y él tampoco confiaba en Leigh. Pero eso ya no importaba porque el jefe de policía se había hecho cargo de la situación.

– No he comprado el coche, sólo lo he alquilado. Burt me ha ordenado que no me vaya de Kinley.

Pisó el acelerador y el rugido del viento evitó que siguieran hablando. La aguja del cuentakilómetros subió hasta ciento veinte. Leigh se imaginó que dejaban Kinley atrás para siempre y se preguntó cómo se sentiría si fuera verdad.

Pero la realidad hizo añicos sus ensoñaciones. Wade no podía dejar la ciudad ni ella abandonar sus responsabilidades aunque él la quisiera. Wade no había expresado la más mínima intención de que retomaran sus relaciones donde las habían dejado. Además, se encontraba en graves dificultades. Mejor dicho. Los dos estaban en graves dificultades porque Wade necesitaba su ayuda tanto si estaba dispuesto a admitirlo como si no.

La carretera era recta y estaba desierta. Leigh sabía que Wade disfrutaba con la velocidad. El demonio que había en él nunca había sido exorcizado y Leigh sabía que eso debería haberla asustado.

A unos cuarenta kilómetros, Wade cambió de dirección. A los pocos momentos vieron el cartel de bienvenida a Kinley, «la capital del marisco».

– No bromeabas cuando me contaste que uno de tus vicios era coleccionar multas por exceso de velocidad. Has tenido suerte de que Burt no nos haya pescado.

– Eso servirá para demostrarte que no debes aceptar que te lleven a pasear a la ligera.

Leigh se recostó en el asiento pensando que, en realidad, Wade no había cambiado tanto. Por primera vez, se sintió en paz en su compañía. Cerró los ojos hasta que sintió que el coche había dejado el asfalto y daba tumbos por un camino de tierra. Cuando los abrió, descubrió un paisaje que hacía más de una década que no veía. Wade salió del coche y Leigh le siguió como impulsada por una fuerza superior.