Leigh hizo una pausa. Podía sentir la rabia de Wade vibrar en el aire húmedo y cálido. Se merecía una explicación y ella había dado un rodeo.
– Bueno, eso no es del todo cierto -confesó Leigh-. Sabía que te quería, pero no deseaba enfrentarme a la ira de mi padre. Le tenía mucho miedo. Me parecía un ser todopoderoso. Incluso imaginé que llegaría a encontrar una forma de que nunca me fuera de Kinley.
Wade se echó a reír. La historia era absurda. Sobre todo porque su padre estaba muerto y ella llevaba la clase de vida que siempre había odiado.
– No esperarás que me lo crea, ¿verdad?
– Es la verdad -repuso ella herida por sus burlas-. ¿Por qué no lo crees?
– Mírate, Leigh. Eres una chica de ciudad pequeña que sigue trabajando en la tienda de su padre que falleció hace años. Nunca has salido de Kinley quizá porque nunca te lo propusiste en serio.
– No es cierto.
– Podrías haberte ido conmigo -dijo él, recordando el sueño que había alimentado antes de descubrir que el amor era mentira-. No tenías por qué quedarte esperando la autorización de tu padre.
– Piensa en lo que estás diciendo. Ni siquiera acabé los estudios medios y recuerda que quería ir a la universidad a estudiar arte.
– Podías haberlo hecho. De alguna manera nos las hubiéramos arreglado.
– ¿Sin dinero? ¿Sin nuestras familias? ¿Sin nuestros amigos? ¿Qué hubiéramos pensado?
– Ahí está el problema. Siempre te preocupaste mucho por lo que pensaban los demás. ¿Por qué no lo admites de una vez, Leigh?
– ¿Qué debo admitir? -dijo ella con lágrimas en los ojos al darse cuenta de que Wade no le daba la menor oportunidad.
Estaba contestando a sus preguntas, pero él sólo escuchaba lo que hacía mucho tiempo había decidido que era la verdad.
– Que te avergonzabas de mí -sentenció él.
– No se trataba de eso -negó ella, comenzando a llorar-. Tienes razón al decir que no quería que la gente cotilleara sobre mí, pero nunca estuve avergonzada de ti. Fui una adolescente que desobedeció a su padre y dejó que el chico llegara hasta donde podía llegar. Sé que deseaba hacer el amor tanto como tú, pero no estaba preparada para asumir las consecuencias. Estaba muy confusa, ¿no puedes entenderlo?
– Tan confusa que estuviste dispuesta a que yo cargara con las consecuencias de un crimen que tú sabías perfectamente que yo no había cometido. ¿De verdad te sentías tan confusa?
– No me importa que no creas cualquier otra cosa que diga, pero ten por seguro que si el jefe Cooper te hubiera arrestado no habría permitido que fueras a la cárcel. Le hubiera contado todo. Sólo que nunca te acusó.
– ¿Nunca te has preguntado por qué?
Leigh asintió en silencio mientras trataba de controlar su llanto. Durante meses, después de la desaparición de Sarah, no se había preguntado otra cosa.
– Cooper sabía lo nuestro -dijo Wade sin sorprenderse de que Leigh se quedara con la boca abierta-. Sabía que nos veíamos aquí y nos vio venir la noche en que desapareció la pequeña. La señora Culpepper estaba segura de que me había visto ayudarla a reparar el pinchazo poco después de las seis. Cuando Cooper nos vio venir hacia este sitio en la moto consultó su reloj y eran las seis y diez. En lo que a él se refiere, no necesitaba que yo tuviera una coartada porque mi coartada era él mismo.
– Pero… pero… ¿Por qué no le dijo a nadie que yo estaba contigo?
Wade se puso en pie y se apartó los cabellos de la cara.
– No importa -dijo sacudiendo la cabeza.
– ¿Por qué? -insistió ella.
– Porque yo se lo pedí. Sabía cómo te sentías. Sabía que no querías que nadie se enterara de lo nuestro.
La expresión de Wade parecía tallada en piedra. Por nada del mundo hubiera revelado lo que pensaba. El rechazo de Leigh le seguía doliendo en lo más hondo, después de tanto tiempo y tanta distancia, seguía doliendo.
Leigh lo miró y comprendió que no sabía nada. No sabía que una Leigh de diecisiete años había llorado cada noche durante mucho tiempo o que la Leigh adulta estaba avasallada con los sentimientos de culpa por lo que había hecho. Y, sobre todo, no le había dicho que la declaración de amor de aquella noche había sido sincera. Si hubiera sido más madura y consciente del tesoro que era el amor, jamás le habría permitido irse.
– Vamos a dejarlo -dijo Wade-, sucedió hace mucho tiempo y ni siquiera era tan importante entonces.
¿Qué no era tan importante? Leigh sintió que una daga atravesaba su corazón. ¿Era lo que Wade pensaba de su relación? ¿Le había importado tan poco que se había sacudido de encima su error, su abandono con un simple encogimiento de hombros?
– ¿De verdad piensas eso, Wade? ¿Crees que no tenía importancia?
Él la miró un momento e hizo un gesto negativo. Leigh hubiera podido llorar de alivio, pero se dio cuenta de que él no se refería a su relación.
– Lo importante fue que una niña desapareció como si se la hubiera tragado la tierra. Lo importante es que haya vuelto a suceder. Y es importante que tratemos de aclarar este asunto hasta donde podamos.
– Yo hablaba de nosotros -dijo ella, parpadeando para librar de lágrimas sus ojos.
Wade salvó el abismo que les separaba para ponerle las manos sobre los hombros. Se acercó tanto que Leigh podía sentir su aliento sobre el rostro. Era una postura humillante, pero todo su cuerpo reaccionó a su contacto. Entreabrió los labios deseando su beso con la misma intensidad que deseaba su perdón. Pero Wade no acabó de cruzar el resto del abismo.
– No ha habido un «nosotros» durante mucho tiempo -le espetó él sacudiéndola.
La soltó sintiéndose furioso porque el mero contacto despertaba su deseo. Leigh dejó escapar un sollozo, pero él estaba decidido a ser inmune a su dolor. Le resultaba muy difícil perdonarla, sobre todo en aquel sitio donde estaban rodeados por los recuerdos.
– Ya te encargaste de que no lo hubiera hace doce años.
Wade echó a andar hacia el coche.
– ¿Nos vamos?
Leigh lo miró. Tenía las mejillas cubiertas de lágrimas. La esperanza se había extinguido. No siguió sus pasos hasta secar las lágrimas. Cuando llegó al coche, aventuró una mirada hacia él. Pero en lo que a él concernía ya no había nada más que decir.
Un poco más tarde, contemplando a Leigh alejarse por la acera, Wade se dijo a sí mismo que era un estúpido. Ella llegó a la puerta de su casa, se volvió por última vez, y desapareció en el interior. Wade se quedó solo con la visión de aquellos cabellos largos y las caderas esbeltas flotando ante sus ojos.
– ¡Estúpido! -repitió en voz alta.
Tenía blancos los nudillos de la fuerza con que sujetaba el volante. Desde que Leigh había aparecido con sus ojos tristes y su compasión en el funeral de su madre, Wade no había actuado de una forma racional. Supo que la decisión que había mantenido inamovible durante tantos años se tambaleaba. Había jurado que jamás tendría nada que ver con ella otra vez. Sin embargo, nada más llegar a Kinley, la había invitado a cenar, la había estrechado entre sus brazos, la había llevado a su escondite secreto y había accedido a resolver el crimen en su compañía.
Además, habían quedado a las nueve del día siguiente para el viaje a Charleston y hacer una visita a Martha Culpepper.
Una locura. Wade se había hecho una vida en Nueva York que no incluía las sospechas mezquinas de un pueblo ni el silencio de la mujer que amaba. Se había labrado una posición como novelista de éxito a base de ambición y de trabajo duro. Tenía un piso en Manhattan, un círculo de amigos, compañía femenina cada vez que la deseaba y una cierta felicidad.
No conseguía explicarse por qué estaba dispuesto a arrojarlo todo por la borda sólo por poder ver a Leigh Hampton una vez más. La luz del atardecer envolvía la casa de su madre en unas sombras que reflejaban su estado de ánimo. ¿Qué había esperado al exigir explicaciones cuando sabía que no había nada completamente blanco o negro? Sacudió la cabeza porque sabía la respuesta.