Quería que ella le dijera que lo sentía, que se había arrepentido de su silencio desde aquel mismo día porque siempre le había querido. Más aún, quería que le dijera que todavía lo amaba. Sin embargo, ella había dado rodeos y había murmurado algo acerca del autoritarismo de su padre.
– Nunca tendría que haberle preguntado. Nunca debería haber permitido que volviera a aparecer en mi vida.
Salió del coche y vio que Everett estaba sentado en su porche al otro lado de la calle. Wade levantó una mano para saludarle, pero Everett no respondió. Se levantó de su silla y se metió en la casa. Wade pensó que cuando ni siquiera el recaudador de la ciudad le saludaba era una indicación de que nadie lo quería ver allí.
Horas más tarde, Wade estaba en la cama mirando al techo. Casi nunca se arrepentía de sus acciones, pero tenía que reconocer que la decisión de quedarse en Kinley había sido un error. Unos pocos días antes, había llegado a creer que podría empezar una nueva vida más sencilla en la ciudad que le había visto crecer. Pero se había engañado a sí mismo. ¿Acaso no había tenido siempre una vena desafiante que impregnaba sus acciones? ¿Cómo se le había podido ocurrir que podría vivir satisfecho en Kinley?
Juntó las manos tras la nuca y suspiró. La parte más conservadora de sí mismo añoraba una mujer y una familia, pero tenía treinta y dos años y no estaba más cerca del matrimonio que cuando tenía veinte. Todas sus relaciones se habían agotado al cabo de unos pocos meses. Pensó en la última mujer que había conocido en Nueva York. Era una rubia de rasgos delicados y una belleza clásica, pero su recuerdo le dejó frío. Sabía que pensar en Leigh tendría sobre él un efecto completamente distinto, pero rehusó hacerlo. Ya había pensado en ella demasiado. Wade cerró los ojos y se sumió en un sueño profundo.
Capítulo seis
Los jardines de White Point, en el distrito histórico de Charleston, eran una mezcla de la agonía del pasado y de las promesas del presente. Los cañones que apuntaban al puerto recordaban a sus visitantes que una nación había luchado por su independencia a costa de muchas vidas. Wade llevó a su Mustang a lo largo del boulevard Murray a baja velocidad porque los turistas cruzaban la calle sin prestar mucha atención al tráfico. Leigh se alegró de que el coche fuera descapotable porque así podía saborear la brisa salina del mar.
La primavera era una maravillosa explosión de azaleas rosas y violetas, fragancias, lluvias refrescantes y un tiempo casi perfecto. Lo único que molestaba a Leigh eran las multitudes de turistas que lo invadían todo. Había sido una chica de ciudad pequeña durante demasiado tiempo como para encontrarse cómoda entre la multitud.
El coche se alejó del parque y el ambiente se tranquilizó. Unas cuantas personas charlaban o paseaban a sus perros por el malecón. Al otro lado de la calle, las mansiones de amplios pórticos proporcionaban a sus propietarios magníficas vistas del mar.
– Es muy hermoso, ¿verdad, Leigh?
Leigh se limitó a asentir en silencio. La conversación durante el viaje había sido muy impersonal. Tenía la impresión de que Wade había declarado una tregua. Ella había pasado una noche horrible rememorando su discusión en el remanso y no estaba dispuesta a declarar otra guerra.
Al fin llegaron a la casa de estuco gris donde vivía Martha Culpepper. Wade silbó por lo bajo para verla.
– No sabía que los Culpepper tuvieran tanto dinero.
Leigh sacudió la cabeza. Por primera vez desde que había comenzado el viaje podía centrar su atención en algo que no fuera Wade. Más allá de la hermosa fachada, los aleros necesitaban una reparación, el césped estaba descuidado y todo el porche necesitaba una mano de pintura.
– No lo tienen. Como otras muchas familias antiguas del sur, poseen esta casa. Sin embargo, necesitan hasta el último centavo para conservarla.
– ¿Y tú cómo lo sabes? -preguntó él mientras caminaba a su lado.
Wade la tomó del brazo. Leigh sintió que se le ponía la carne de gallina por la excitación que despertaba aquel mero contacto.
– Wade, trabajo en una tienda. La gente habla. Apuesto a que conozco un poco de la vida de todo el mundo que haya vivido en Kinley alguna vez.
– ¿Nunca te has cansado de vivir en una ciudad donde no hay secretos?
– Hay dos maneras de verlo. O la ciudad está llena de metomentodos o la gente se preocupa mucho por ti. Personalmente creo que es una mezcla de ambas cosas. Sin embargo, en Kinley hay secretos. Todavía no sabemos lo que le sucedió a Sarah.
Los comentarios de Leigh sobre la situación financiera de la familia cobraron más fuerza cuando estuvieron cerca. Las maderas del porche estaban agrietadas, la pintura desconchada. La casa no tenía timbre y Leigh usó el pesado llamador de bronce. De repente, su misión le pareció remota y tan pesada como la aldaba. Se había puesto un vestido de color turquesa aquella mañana de sol. Pero en la puerta de la mujer cuya niña había desaparecido hacía tiempo, el conjunto le parecía frívolo.
– ¿No has llamado para avisar que veníamos? -preguntó Wade, cuando nadie acudió a abrir la puerta.
– La verdad es que no. Iba a hacerlo, pero tuve miedo de que no quisieran recibirnos.
La puerta se abrió de par en par antes de que Wade pudiera expresar su disgusto. Apareció una mujer pequeña con la cara cubierta de arrugas profundas y el cabello negro profusamente poblado de mechones canosos. Leigh sabía que se trataba de Martha, pero su aspecto había cambiado tanto que no la hubiera reconocido al cruzársela por la calle.
Había sido una mujer de pelo negro y curvas generosas. Martha no tuvo dificultades en reconocerla.
– Leigh Hampton. Vaya sorpresa. Me alegro mucho de verte.
Su voz sonaba más áspera que antes. De pronto, reparó en la presencia de Wade que se había quedado a un lado. Su rostro palideció visiblemente.
– Hola, Wade.
La preocupación también se hizo visible en la expresión de Wade.
– Hola, señora Culpepper. No deberíamos habernos presentado de improviso. Ahora me doy cuenta de que no ha sido lo correcto. Si verme le disgusta, me iré inmediatamente.
Martha era menuda, pero se mantuvo erguida y pareció sacar fuerzas de flaqueza. Todavía eran visibles en ella las huellas del sufrimiento por la desaparición de Sarah y el fatal ataque al corazón que había sufrido su marido el año anterior. Sin embargo, Martha era una superviviente.
– No seas tonto. No me molestas. Es sólo que verte… despierta muchos recuerdos. Hace una tarde muy hermosa. Me disponía a sentarme en el porche. ¿No os importa acompañarme en vez de pasar?
Leigh y Wade siguieron el ejemplo de Martha y se sentaron en sillones de mimbre que estaban dispuestos mirando hacia el mar. Martha no había preguntado a qué se debía su visita y Leigh dudaba de que llegara a hacerlo. Una anfitriona refinada del sur tenía que esperar a que sus invitados expresaran las razones de su visita. Martha se limitó a manifestarle a Wade sus condolencias por la muerte de Ena y se sentó a esperar.
– Debe preguntarse por qué motivo hemos venido a visitarla -empezó Leigh sin más preámbulos.
Pero al mirar a Wade se dio cuenta de que se sentía incómodo por la posibilidad de que la conversación hiriera a Martha y la hiciera sufrir aún más. Leigh se sorprendió de la madurez de su actitud. Distaba mucho de ser el gamberro impenitente y despreocupado que todos creían. Leigh intentó asegurarle sin palabras de que pretendía ser lo más delicada posible.
– Señora Culpepper, sé que esto le va a hacer recordar cosas que quizá preferiría olvidar. Pero Wade y yo necesitamos su ayuda.
Martha se inclinó hacia delante y fijó los ojos en el puerto. Su mirada parecía estar muy lejos de los horribles misterios que había enterrados en Kinley.