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La dejaron sentada al sol, rodeada por las sombras del pasado.

– ¿Estás segura de que quieres comer aquí con toda esta muchedumbre? -preguntó Wade, mientras aparcaba el coche en lo que parecía ser la única plaza libre en el área del mercado.

Leigh salió del coche antes de contestarle. Por lo general, evitaba a los turistas y la felicidad de plástico que les acompañaba. Pero la visita a Martha había sido tan deprimente que necesitaba un poco de trivialidad.

– ¡Vamos! ¿Qué clase de neoyorquino eres tú? No creo que esta gente sea nada comparada con la avalancha humana de Manhattan. Además, ¿cuántas veces venimos a Charleston?

Wade descubrió que no podía rehusar. Leigh tenía un aspecto angelical con el pelo flotando en el viento, las largas piernas desnudas y una sonrisa suave en los labios. Tenía la impresión de que quería un rato distendido con él. Olvidó su desconfianza y salió del Mustang.

– En Manhattan te acostumbras a las multitudes. En Carolina del Sur son algo inesperado. Aunque tampoco esperaba venir aquí contigo.

Leigh le tomó de la mano. Caminaron en silencio. Leigh se sentía como una colegiala. Sentía cosquilleos por todo el cuerpo sólo por ir de la mano de Wade. Se detuvieron a mirar un puesto de cuadros. La mayoría eran acuarelas de la ciudad pintadas pensando en el dinero de los turistas. Los ojos expertos de Leigh descubrieron al instante que carecían de emoción.

– Las tuyas son mucho mejores -dijo Wade.

Hacía mucho tiempo que no veía sus cuadros, pero el sentimiento intenso que emanaba de ellos no se había borrado de su recuerdo. Cambiaron de acera para pasear por una zona menos ruidosa concurrida.

– No consigo entender por qué dejaste de pintar. ¿Nunca has pensado en retomarlo?

Leigh se soltó de su mano y cruzó los brazos sobre el pecho. Le gritó sin darse cuenta de su tono de voz.

– No se trata de un tenedor que puedas dejar y tomar.

– ¿Y por qué no? A mí me parece que nunca te has dado una oportunidad. ¿Dónde estaría yo si me hubiera deshecho de mi máquina de escribir? ¿Dónde estaría Robert Redford si se hubiera retirado después de su primer papel?

– Bien, ya has dejado clara tu opinión. Ahora cambiemos de tema.

Leigh se dirigió a un restaurante italiano del que había oído hablar. Se sentaron en silencio en el pequeño pero atestado comedor. El ruido hacía resaltar su silencio en vez de enmascararlo y Leigh se removió inquieta en su silla. Wade tenía una expresión hosca y poco familiar.

– ¿Qué hacemos aquí, Leigh? -preguntó alzando la voz para que pudiera oírle-. Es irónico que no quieras hablar de tu arte. No lo entiendo. Tampoco es que seamos amigos. ¡Demonios! Ni siquiera sé lo que somos. A veces, sigo resentido contigo pero…

– ¿Qué desean los señores? -interrumpió el camarero.

– ¿Qué intentabas decir? -preguntó ella, cuando el camarero se fue con el pedido.

– La verdad es que no lo sé -suspiró él-. Supongo que en parte me siento mal por haber hecho este viaje. Pobre señora Culpepper. Sigo viéndola sentada al sol, sufriendo por una pérdida que jamás podrá superar. Continúo pensando que ha sido un error venir a escarbar en sus heridas. Quizá sea mejor dejar que el pasado siga enterrado.

Leigh entrecerró los ojos. Parecía que Wade se refería a algo más que a Martha.

– No estoy de acuerdo. Estamos hablando de un crimen en el que los dos jugamos un papel. No lo hemos cometido, pero quizá seamos culpables por no haber intentado resolverlo. Quizá seamos los únicos capacitados para hacerlo. Ahora ha desaparecido otra criatura y no deberíamos ignorarlo. Quizá tengas razón y sea una locura, pero hemos de intentarlo.

– Mira. No somos Sherlock Holmes y el doctor Watson. Sólo hemos conseguido levantar el polvo viejo. ¿De qué sirve hacer sufrir a Martha? Es el mismo rompecabezas de hace doce años.

– Hemos averiguado algunos detalles. Hasta hoy, no sabíamos nada de Joyce, la prima de Sarah. Quizá si le hiciéramos una visita podríamos añadir otra pieza al rompecabezas.

Wade la miró como si la viera por primera vez. Al fin, sus labios se tensaron mientras que su mirada se endurecía.

– Leigh, pregúntate a ti misma por qué es tan importante para ti. ¿Es porque quieres averiguar lo que le sucedió a Sarah o porque te sientes culpable por lo que me hiciste?

– Me siento muy culpable. No he podido pensar en ti en todo este tiempo sin sentirme culpable.

El camarero les sirvió dos platos de pasta humeante. Leigh la probó. Parecía goma y no la delicia italiana que recordaba. Wade meditaba. Una parte de él quería que se sintiera culpable, pero otra parte no quería que ese fuera el motivo de que quisiera ayudarle.

– ¿Quieres oírme decir que lo siento? -dijo Leigh-. Sabes de sobra que es cierto. No puedo cambiar el pasado, pero lo haría si estuviera en mi mano. Nunca quise que te fueras de Kinley de la manera en que te marchaste. Es más, nunca quise que te fueras.

– Ya te dije ayer que será mejor que dejemos esta discusión. No es tan importante.

– Entonces, ¿por qué me miras con tanta rabia cuando crees que no te veo? Si de verdad no es tan importante, ¿por qué actúas como si me odiaras?

Wade estrujó la servilleta sin darse cuenta. Era cierto que desconfiaba de ella pero, ¿de verdad había actuado como si la odiara? Vio que Leigh se mordía el labio inferior para evitar que temblara y se sintió como un canalla. No importaba lo que Leigh hubiera hecho en el pasado, intentaba ayudarle y él no le estaba dando facilidades.

– No te odio, Leigh. Ya ni siquiera te conozco. Cuando me fui eras poco más que una niña. Ahora eres toda una mujer.

– Soy una mujer que quiere conocerte mejor. ¿No podemos ser amigos?

Leigh sabía que no era completamente sincera. La amistad estaba bien para empezar, pero no quería detenerse ahí.

Wade deseó que pudiera ser tan sencillo. Una vez habían sido amigos y aquella amistad había florecido en amor. Si dejaba que Leigh se aproximara demasiado, podía enamorarse otra vez de ella. Supo que no podía hacerle ninguna promesa.

– Nos hemos metido en esta investigación juntos, ¿de acuerdo? Antes de que hayamos terminado me conocerás mucho más de lo que hubieras deseado.

Leigh dudaba que alguna vez pudiera llegar a conocerle tan bien, pero no estaba dispuesta a admitirlo después de que él hubiera ignorado su pregunta. Tenía que enfrentarse al hecho de que él no quería renovar su relación con ella. Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba con él, más deseaba que lo hiciera.

– ¿Quieres decir que me acompañarás a ver a Joyce? -preguntó aferrándose a la única ventaja de que disponía.

– Lo acabo de decir. Estamos juntos en esto.

Capítulo siete

Su conservación se había suavizado después de haber aireado sus diferencias. Sin embargo, prevalecía una rigidez que Leigh no sabía aliviar.

– ¿No te gustaría venir esta noche a cenar?

Wade la contempló y se dio cuenta de que había estado ofreciéndole ramas de olivo durante todo el día. Quería hacer las paces y quizá deseaba terminar lo que habían empezado en su juventud. La oferta era tentadora, pero no podía aceptarla. Tal vez pudiera perdonarla algún día, pero no estaba dispuesto a que le hirieran de nuevo.

– Tenemos cosas que discutir si queremos averiguar lo que le pasó a Sarah -insistió ella-. Necesitamos planear nuestros movimientos. La cena puede ser una buena ocasión.

– Lo dejaremos para otro día, Leigh. Ya hemos decidido que iremos a hablar con Joyce. Hazme saber cuándo le viene bien, ¿de acuerdo?

Cuando entró en su casa, Leigh se derrumbó en el sofá y se cubrió el rostro con las manos. Estaba segura de que algo verdadero y muy fuerte había sobrevivido a los años de separación. Leigh se quedó en el sofá hasta que el hambre la obligó a ir a la cocina.

El teléfono sonó y Leigh dejó caer a la olla el paquete de carne y verdura congelada que tenía en las manos. Decidió no mencionarle a Wade la cena congelada con la esperanza de que todavía pudieran verse.