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El viento le había despeinado y el pelo le caía en mechones sueltos sobre la frente. Estaba serio. A Leigh se le ocurrió que no había visto su sonrisa en doce años. Wade llegó junto al mostrador con un centenar de preguntas brillándole en los ojos.

– Hola, Wade -saludó Leigh para quebrar aquel silencio.

Se había imaginado aquella escena muchas veces desde el funeral, pero no estaba preparada para la oleada de pánico que despertaba en ella la intensidad de su mirada.

– Leigh -contestó él sin dejar de mirarla.

¿Dónde estaba el viejo Wade Conner que había conocido? Leigh tenía ganas de gritarle. ¿Dónde estaba la alegría de sus ojos y la sonrisa de sus labios? Incluso su voz había cambiado. Recordaba que una vez había tenido un acento sureño como el suyo, pero todo rasgo del sur había desaparecido de él.

Leigh decidió ocultar su inquietud e hizo un gesto hacia la tienda.

– ¿Puedo ayudarte a buscar algo? Estoy segura de que encontrarás la tienda bastante cambiada. Cuando me hice cargo de ella tras la muerte de papá fui a un cursillo sobre cómo disponer los artículos…

Leigh se detuvo al darse cuenta de lo que decía.

– En fin, ¿en qué puedo ayudarte?

– No he entrado a comprar nada. ¿Todavía tenéis café?

Leigh asintió. Le sirvió en un vaso de plástico mientras se preguntaba a qué habría entrado. Algo le decía que era mejor no saberlo. Le tendió el vaso evitando rozar sus dedos.

– Tiene mejor aspecto que cuando la llevaba el alcalde Hampton -comentó él, echando un vistazo-. ¿Has conseguido que dé beneficios?

Viniendo de cualquier otro habría sido una pregunta inocente. Todo el mundo sabía que Drew Hampton Tercero era un hombre tan desmañado para los negocios que la tienda estaba al borde de la bancarrota cuando Leigh la heredó. Su padre había dado mucho crédito ofreciendo una variedad de productos demasiado amplia sin llevar control sobre las ventas. Siempre había estado demasiado ocupado actuando como el terco alcalde de la ciudad como para tener éxito en su negocio. Leigh había conseguido sacarlo a flote en pocos años. No quería que Wade supiera los detalles de la incompetencia de su padre porque hubiera disfrutado. Después de todo, su padre le había amenazado si volvía a tocarla.

– Nos va bien. Pero dime, si no has entrado a comprar nada, ¿a qué has venido?

Wade dejó escapar una risa suave, carente de alegría. Su mirada hacía que se sintiera atrapada y desamparada.

– Ésa no es una manera muy amable de tratar a un vecino.

– Hace mucho que no somos vecinos.

– Tienes razón, pero tengo una proposición que hacerte. Como buenos vecinos.

Leigh frunció los labios y trató de no pensar en las evocaciones que habían despertado sus palabras intencionadas. La última vez que Wade le había hecho una proposición había olvidado todo recato y se había entregado a él sobre la hierba y bajo los magnolios. Si quería conservar la cordura no podía pensar en aquello.

– ¿Quieres cenar conmigo esta noche?

Leigh se quedó con la boca abierta. Su cerebro se negó a creer que había oído correctamente.

– ¿Qué has dicho?

– Sólo he preguntado si querías cenar conmigo. Estoy seguro de que ya lo has hecho alguna vez. Sí, toda esa rutina de un menú, platos, cubiertos, ya sabes.

Sus palabras sonaban a broma, pero su voz lo desmentía. Daba la sensación de estar ofendido.

– ¿En serio quieres cenar conmigo? -preguntó ella sin preocuparse por la falta de tacto.

– Sí.

Sólo había dos restaurantes en Kinley. Leigh conocía a los dos propietarios y se los imaginó observándola mientras ella trataba de relajarse en compañía de Wade.

– No creo que sea una buena idea. Sólo hay dos…

– No me refería a salir a un restaurante. Sé cocinar. Lo que te pregunto es si quieres venir a mi casa.

Leigh tragó saliva. La invitación empeoraba por momentos. No podía pretender en serio que ella pasara la velada a solas con él. Había demasiados recuerdos de sabor amargo, demasiada culpa entre los dos.

– ¿Por qué quieres cenar conmigo?

Wade sacudió la cabeza y miró al suelo. Era curioso pero parecía hacer verdaderos esfuerzos por dominarse.

– Cuando repasaba las pertenencias de mi madre encontré una carta para mí. Es lo más parecido a un testamento que dejó escrito y te menciona. Quería que te quedaras con algunas cosas. He pensado que esta noche sería una buena ocasión para entregártelas. Claro que si no quieres…

– Por supuesto que quiero -le atajó ella. Leigh se sintió molesta consigo misma por haber pensado siquiera por un segundo que él la invitaba con la intención de reanudar sus relaciones amorosas.

– Pero no tienes que prepararme cena. Pasaré por allí cuando acabe de trabajar.

– Tengo que comer -repuso él estoicamente-. No me importa preparar la cena para dos personas. ¿Qué te parece a las siete?

– Oye, Leigh. ¿Por qué no me dices dónde has metido la escoba? El almacén está bastante sucio.

Drew había aparecido por una puerta lateral. Si estaba sorprendido de ver a Wade lo ocultó muy bien.

– ¿Cómo te va, Wade? -preguntó Drew con lo que quería ser una sonrisa.

– Hola, Drew. Por mí no te entretengas. Ya me iba. Te veré a las siete, Leigh -dijo lanzándole una mirada retadora.

– A las siete -repitió ella con voz débil.

– Hasta luego y gracias por el café.

Los dos hermanos observaron cómo se marchaba. Ninguno de los dos habló durante un rato.

– ¿De qué hablaba, Leigh? ¿Qué quiere decir que te verá a las siete?

– Me ha pedido que vaya a cenar a su casa.

– ¿Y has aceptado? -preguntó Drew incrédulo.

– Yo diría que no me ha dado la oportunidad de negarme. Ena me ha dejado algunas de sus pertenencias y Wade quiere dármelas.

– Iré contigo -dijo su hermano entrecerrando los ojos cargados de sospecha-. No me parece una buena idea que estés a solas con él. Puede ser peligroso.

– No seas tonto, Drew. Wade y yo éramos amigos. No tengo miedo de cenar con él.

– No me gusta nada. No deberías cenar con un presunto criminal.

Era obvio que su hermano creía en los rumores que habían acosado a Wade hasta provocar su huida de Kinley. Leigh también pensaba que era peligroso, pero por un motivo bien distinto.

Wade retomó la carrera y corrió por las calles del centro. Sus pisadas quedaban amortiguadas por las zapatillas de deporte. La tranquilidad de Kinley resultaba agradable después del bullicio de Manhattan, pero Wade no se dejaba engañar por las apariencias. Detrás de aquella quietud aparente rebullía la sospecha contra él. La había visto reflejada en los ojos de la gente desde que había vuelto. Sólo era una cuestión de tiempo que oyera las palabras desagradables que se escondían tras su silencio. Estaba seguro de que le condenaban a sus espaldas. Después de todo, ¿no había formado parte siempre el chismorreo de la estrechez mental que caracterizaba a Kinley?

La brisa llevaba suspendida el olor de las fábricas de conservas de pescado del pueblo. Doce años antes, Wade había trabajado en un barco de pesca. Recordó el trabajo duro de jalar el aparejo y separar las gambas de los otros peces y crustáceos atrapados en las redes. Era uno de los pocos recuerdos asociados con Kinley que no le resultaba desagradable. Le había gustado llevar el olor del mar en sus manos.

Se alejó del puerto pasando junto a un roble enorme bajo el que los niños habían jugado durante generaciones. Un niño solitario se columpiaba subido en un neumático. También Wade había hecho novillos muchas mañanas sólo para columpiarse. En aquella época, había carecido de la disciplina necesaria para practicar un deporte metódico.

Había empezado a correr después de mudarse a Manhattan porque no quería que su cuerpo sufriera las consecuencias del exceso de comida y bebida y la falta de ejercicio. En la carrera por la que había optado, la tentación de prestar más atención a la mente que al cuerpo siempre estaba presente. Dobló por uno de los caminos serpenteantes que se alejaban del pueblo alegrándose de haber desarrollado una pasión por correr ya que le proporcionaba más ejercicio a la mente que al cuerpo.