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– Cariño -intervino Ashley-, Willie Lovejoy murió el año pasado en el hospital psiquiátrico de su condado. Estuvo ingresado desde que se volvió loco hace veinte años.

Leigh se preguntó si Wade lo sabría. Era terrible descubrir que su propio padre no había podido resistir las presiones del mundo. Pero ¿por qué le contaban aquello? ¿Qué tenía que ver su enfermedad mental con las tragedias de Kinley?

– Leigh, ¿me has escuchado? -insistió su hermana.

– Sí, pero sigo sin entender a qué viene todo esto.

– ¿Y sí Wade ha salido a su padre?

– ¿Cómo? -preguntó Leigh, pensando que no había entendido bien.

– ¿Y si fue Wade quien secuestró a Sarah hace doce años? Admitamos que estuvo contigo. ¿Pero y si la retuvo en algún lugar, fue a verte y después acabó lo que había empezado? -dijo Burt-. ¿Y si al volver a la escena del crimen el impulso asesino hubiera vuelto a despertarse en él?

– De todas las estupideces que he oído en mi vida ésta se lleva la palma. ¿Intentáis decirme que debo considerar la posibilidad de que esté loco?

– Pero es una posibilidad.

– Entonces explícame quién ha irrumpido en mi casa y ha destrozado mi cama a cuchilladas. Recuerda que estoy ayudando a Wade. Ni siquiera tú puedes encontrar un móvil.

– ¿Y si ha destrozado tu habitación para que pensáramos que otro era el responsable de los crímenes? ¿O porque teme que averigües que él es el verdadero autor? -insistió Burt-. Sólo porque estuviste con él antes de descubrir los destrozos no puedes decir que no lo hizo.

– No puedo creer lo que oigo.

– Sólo te lo decimos porque estamos preocupados por ti -dijo Ashley en tono cariñoso-. Creemos que debes saber a lo que te arriesgas con él.

– Sólo porque el padre de Wade estaba enfermo no podéis decir que él lo esté. Los dementes no escriben libros, ni lloran en el funeral de su madre, ni sufren por la desaparición de unas niñas.

– Tampoco tienen cuernos en la cabeza, ni rabo -contraatacó Ashley-. Medita lo que te hemos dicho, Leigh. Y, por favor, ve con cuidado.

– No os preocupéis. Os aseguro que tendré cuidado, pero no será de Wade. Alguien ha destrozado mi cama, ¿recordáis? Y ahora, si me perdonáis, me voy.

Leigh se fue con la cabeza muy erguida. Ashley y Burt intercambiaron una mirada y sacudieron la cabeza con preocupación.

La tarde del día siguiente, Leigh caminó hacia la casa de Wade disfrutando del perfume de la primavera. Recordó haberle dicho a Everett que en el sur, el buen tiempo se daba por seguro. La vida era tan corta y tan insegura que consideraba un error dar algo por seguro. Tenía que recordarlo la próxima vez que viera a Drew porque le había prometido que se haría cargo del negocio mientras ella arreglaba los destrozos de su casa.

Había pasado el día ordenando su casa en compañía de su hermana y había sentido la necesidad de arreglarse cuando Wade la había llamado para invitarla a cenar. Casi había llegado cuando Wade apareció tras la mosquitera llevando unos vaqueros cortos y una camiseta. Parecía más un sueño que un loco.

– Estás preciosa -dijo él-. Pero me parece que se me escapa algo. ¿No íbamos a poner unas hamburguesas en la parrilla?

Leigh se había puesto una falda blanca y una camisa de algodón a rayas rosas y blancas. Desde su vuelta a Kinley, las sonrisas entre los dos habían sido tan escasas que las atesoraba para los días grises del futuro. Se puso de puntillas y le besó en los labios. Wade pareció sorprenderse por aquella muestra de afecto. Leigh recordó la agria discusión que habían mantenido el día anterior.

– Pensé que podíamos ir al Mel's Diner.

– ¿Por algún motivo en especial?

Wade estaba cansado de sentirse observado y no quería ir a ningún lugar público aunque fuera, en compañía de Leigh.

– El primero es que Kinley es pequeño y la gente habla mucho. Se me ha ocurrido que podíamos averiguar algo que nos ayude a resolver el misterio. Segundo, hay tanta gente que sospecha de ti que salir le puede sentar bien a tu imagen. Les demostrará que no tienes nada que ocultar.

– Ahora escúchame -dijo Wade, poniéndole un dedo sobre los labios-. No quiero que sigas investigando cuando puede poner en peligro tu vida. No quiero que se repita lo de ayer.

– No hay de qué preocuparse -protestó ella-. He mandado cambiar todas las cerraduras hoy mismo.

– Te equivocas, Leigh -dijo él, irritado por su testarudez-. Si alguien se siente amenazado por tus averiguaciones, las cerraduras no lo detendrán. Puede intentar otra cosa cuando estés sola en el almacén o cuando vuelvas caminando a tu casa.

– En fin. No puedo pasarme la vida encerrada en una jaula.

– Ni yo voy a pedírtelo. Sólo te pido que dejes de investigar. No digo tampoco que no sea una buena idea. Sin embargo, creo que debería encargarme yo de ahora en adelante, ¿de acuerdo?

Leigh agradecía su preocupación, pero la exasperaban sus palabras. Wade quería que le hiciera una promesa, pero no podía hacérsela. ¿No se daba cuenta de que la única manera en que podrían vivir el presente era librándose y limpiando las heridas del pasado? ¿No se daba cuenta de que la gente jamás hablaría con él?

– No veo por qué eso ha de impedirnos salir a cenar.

Wade la miró sabiendo que no iba a hacer promesas. Después se encogió de hombros. Su expresión era tan preocupada que Leigh deseó que Ashley y su marido pudieran verla.

– Tú ganas. Espera que me cambie de ropa.

Llegaron temprano al restaurante. Sólo había una pareja de personas mayores y un grupo de adolescentes. Los dos restaurantes de Kinley no servían mucho más que hamburguesas, perritos calientes y batidos.

Wade se sentía incómoda ante la sonrisa de Leigh. Tenía la sensación de que conseguía que hiciera cosas que no tenían sentido como dormir con ella, involucrarle en una investigación que podía poner en peligro su vida y hacerle comer fuera. Frunció el ceño mirando el menú.

Alguien carraspeó y los dos alzaron la cabeza. Mel estaba junto a la mesa. Era un hombre bajo y tan calvo que incluso la pobre iluminación le hacía brillar la piel. Leigh rara vez le había visto sonreír, pero en aquel momento le sonreía a Wade.

– ¡Bueno, Wade Conner! -saludó ofreciendo una mano extendida-. Ya me preguntaba cuándo te dejarías caer por aquí.

– No podía resistir mucho -contestó Wade, estrechándosela.

– El mejor cocinero de hamburguesas que he tenido nunca. He oído que ahora vives en Nueva York y escribes.

– Es cierto. Soy novelista. Y debería haberme quedado en Manhattan, pero tenía que volver. Debes haberte enterado de lo de mi madre.

– Claro, y lo siento mucho. También siento mucho cómo te trata la gente de aquí. Quiero que sepas que no me creo ni una palabra de lo que dicen.

– Te lo agradezco, Mel -dijo Wade, mirando a Leigh-. Significa mucho que la gente crea en ti.

– Bien, ¿qué queréis que os traiga? -dijo Mel, sacando una libreta de su delantal.

El gesto fue tan torpe que Wade dedujo que no tomaba las notas muy a menudo. Leigh se sintió aliviada al ver que había desaparecido su gesto sombrío.

– Nunca me contaste que trabajabas aquí.

– Hay muchas cosas que nunca te he dicho. Tampoco sabrás que fui yo el que inventó el reclamo del cartel «Coma en Mel». ¿Qué te parece?

Leigh arrugó la nariz antes de echarse a reír.

– Que te equivocaste de profesión. Tendrías que haber probado en el mundo de la publicidad. ¿Qué otras cosas no me has contado?

– Que tienes un precioso hoyuelo aquí cuando te ríes -dijo él tocándole la nariz.

– ¡Quita esa mano!

– Es verdad. Y tampoco te he dicho que nunca he conocido a una mujer que tuviera unas piernas más esbeltas que las tuyas. Más largas, sí. Pero las tuyas ganarían el primer premio en cualquier concurso.

– Estás haciendo que me sonroje -murmuró ella, mientras cruzaba las piernas por debajo de la mesa.