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– No fue mi culpa que se rompiera una pierna. Cargaba muy duro porque le estaba humillando delante de sus amigos. Recuerdo que fue el mejor enfrentamiento de uno para uno que he jugado en mi vida. Me saltó por detrás cuando yo me disponía a tirar a canasta. Cayó sobre la pista de cemento y se rompió la pierna. Con eso se acabó la estrella del último curso. Siempre me ha echado a mí la culpa. A veces creo que pensaba graduarse en baloncesto.

– Todavía te guarda rencor.

– Sí -admitió él-. ¿Pero el rencor es un motivo para asesinar a una inocente? A mí me parece que no.

Leigh miró a Gary y descubrió que éste seguía observándolos. Aquella ocasión, no sólo no desvió la mirada sino que entrecerró los ojos para observar a Wade.

– No te aprecia. Eso es seguro.

– La mayoría de la gente de esta ciudad no me aprecia. Tu cuñado, Burt, es el ejemplo perfecto y no creo que él sea el asesino. ¿Acaso lo crees tú?

– Claro que no. ¡Por amor de Dios! Es el jefe de policía.

– ¿Quién, entonces?

– ¿Quién más tiene algo contra ti?

– Quizá te equivoques al pensar que yo soy el motivo. Quizá el asesino simplemente sea un maníaco, un loco.

«Un loco», repitió Leigh para sí. Alguien que aparenta ser perfectamente normal, pero que está trastornado. Leigh se obligó a dejar de pensar antes de que fuera demasiado tarde.

– ¿Qué te ocurre, Leigh? Te has puesto pálida en menos de un segundo.

– No es nada -dijo ella, forzando una sonrisa-. Me encuentro bien.

– El viejo Abe Hooper está loco -dijo Wade al cabo de un rato-. Lo vi hace unos días. Eran las doce y ya estaba como una cuba. Gritaba algo sobre la condenación eterna. Me dijo que me arrepintiera de mis pecados.

Abe era una institución en Kinley, tan viejo como el roble del centro. Vivía con una vieja tía y se gastaba la mayor parte de su dinero en vino barato. Burt le había encerrado varias veces por conducta escandalosa y había ido en varias ocasiones a un centro de desintoxicación. Nunca se había curado.

– ¿Crees que puede estar detrás de todo esto? -preguntó Wade.

Leigh se mordió el labio. Sabía que los chicos de la ciudad lo mortificaban por su aspecto desaliñado y su permanente estado de embriaguez. A Abe no debían gustarle los niños.

– Es posible. No sé por qué no he pensado antes en él. Quizá deberíamos buscarle mañana para hablar con él.

– Ni hablar. Después de lo de anoche no quiero que te metas en nada. Hablaré yo con él.

Leigh tomó un trago de su batido y aprovechó para mirar a Wade con disimulo. No significaba mucho, pero estaba sinceramente preocupado por ella. Ya era algo. Sin embargo, no era lo bastante como para impedirle hablar con Abe.

Capítulo diez

Cuando salieron del restaurante, hacía un calor insoportable. Leigh deseó que se levantara la brisa para llevarse el ánimo severo que se había apoderado de Wade.

– No puede decirse que te hayamos ofrecido una bienvenida calurosa, ¿eh, Wade? Estoy segura de que desearías no haber vuelto.

– Siempre he sabido que acabaría volviendo-. Leigh supo a qué se refería. Sabía que volvería porque ella estaba allí. Se detuvieron bajo la luz de una farola. Los rasgos atractivos e indios del muchacho que se había ido se habían hecho más duros, los ojos habían perdido parte de su inocencia. Sin embargo, seguía siendo el hombre que ella conocía, el hombre que amaba.

Ella tenía un aspecto tan hermoso a la luz de la farola que Wade se preguntó por qué se empeñaba en resistirse a la atracción que le empujaba a abrazarla. Tenía que admitir que él era como las polillas que revoloteaban en torno a la luz que caía sobre ellos. No podía resistirse aunque acabara quemándose.

Leigh se puso de puntillas al mismo tiempo que él inclinaba la cabeza y sus labios se unieron. Wade le había hecho el amor a muchas mujeres, pero ninguna había conseguido encender la pasión que Leigh desataba con un mero roce de los labios. Quería encontrar algún lugar para poder hacer el amor al aire libre. Quería olvidar el pasado para concentrarse en el futuro.

Leigh lo abrazó y deseó no haberlo perdido nunca. La lengua de Wade penetró en su boca iniciando un duelo sensual que la elevó por encima de Kinley y sus mortíferos secretos. La estrechó contra sí y ella pudo sentir la evidencia de su deseo apretándose contra su vientre. Tras unos momentos. Wade la apartó de sí temblando.

– Ya que estamos en un lugar público no me parece acertado que sigamos así.

Leigh se sonrojó porque había sido él quien había puesto los pies en la tierra. A ella ni siquiera se le había ocurrido que pudieran encontrarse con alguien. La tomó de la mano y continuaron su paseo. La noche era muy oscura, pero Leigh se sentía a salvo e incluso un tanto optimista. Había una ventana abierta a la esperanza de renovar su relación.

– Wade, ¿por qué no me hablas de tu padre?

Sintió que la mano de Wade se tensaba. Al instante, supo que había hecho la pregunta equivocada. El frágil vínculo se quebró y Wade le soltó la mano.

– ¿Hay algo que Burt no te haya dicho ya? No vayas a negar que Burt está detrás de esa pregunta porque ya ha hablado conmigo.

– No pensaba negarlo. Burt me ha hablado de tu padre, pero quería saber la verdad de ti.

– ¿Qué te ha contado?

Leigh sintió un desánimo infinito. Parecía que cada vez que daban un paso hacia delante en sus relaciones ocurría algo que las empujaba hacia atrás.

– Que se llamaba Willie Lovejoy y que murió el año pasado.

Wade se sentó en uno de los bancos que flanqueaban la calle principal y Leigh lo imitó. Su herencia india nunca le había parecido tan pronunciada. El pelo era más negro que la noche y su nariz recta destacaba contra el alumbrado.

– ¿Te ha dicho que murió en un psiquiátrico? Es verdad. El pobre estaba loco. Y ahora veamos si puedo imaginarme cómo funciona la mente de Burt. Estoy seguro de que cree haber hallado mi motivación para raptar niñas. Estoy loco, igual que mi padre.

Leigh esperó en silencio a que Wade continuara. Cuando habló, pareció que un dique se había roto en su interior. Un torrente de palabras tristes en un tono suave.

– Willie Lovejoy nunca fue un buen hombre, lo que es difícil de decir del propio padre. Pero yo no le consideraba mi padre. Ni siquiera lo vi hasta hace unos pocos años en ese psiquiátrico. Fui a su habitación con las rodillas temblando, pero no era alguien que pudiera ponerme nervioso. Estaba sentado en la cama, vestido con un camisón verde y miraba fijamente hacia delante. Podría haber jurado que no había nadie en el cuarto.

– Willie era el secreto de mi madre. Jamás habló de él. Hace un par de años necesité una copia de mi certificado de nacimiento. Mi madre me dijo que no lo tenía, de modo que escribí a Tejas. Así me enteré de que tenía padre y de cómo se llamaba.

Wade hizo una pausa. Un búho ululó entre los árboles mientras los grillos proseguían con su concierto nocturno.

– Me quedé muy sorprendido. Como sabía que mi madre no me contaría nada, fui a ver a una tía que tengo allí que no puso reparos en contarme la historia. Willie Lovejoy era un indio de pura sangre que vivía en una reserva a pocos kilómetros de la casa de mi madre. Bebía demasiado, peleaba demasiado y blasfemaba demasiado. Sin embargo, por alguna razón inexplicable, a las mujeres les gustaba. Mi madre se enamoró de él cuando tenía dieciséis años. Willie tenía casi veinticinco, pero eso no le detuvo. La dejó embarazada y no quiso volver a verla cuando se lo dijo.

– Unos cuantos años después, empezó a actuar de una manera extraña. Dejó su trabajo en una gasolinera y empezó a vivir en las calles mendigando y negándose a ducharse. Luego le dio por exhibirse entre las chicas y lo detuvieron. Le diagnosticaron una esquizofrenia y lo ingresaron en un centro. Una gran figura paterna, ¿verdad?