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– Lo siento, Wade. No lo sabía.

– Lo que me revienta es cómo la gente se precipita a sacar conclusiones. No creo que Burt tenga la más remota idea de lo que es la esquizofrenia. Yo sí. Los descendientes no tienen necesariamente que ir por ahí secuestrando y asesinando niñas.

– Nadie te ha acusado.

– Públicamente no. Pero ya me han condenado. Vamos -dijo levantándose-. Será mejor que te lleve a tu casa.

Las revelaciones sobre su padre parecían haberles separado aún más. Cuando un búho dejó escapar su lamento en la distancia, Leigh sintió que era el sonido de su propio corazón.

– ¿A qué hora paso a recogerte para el funeral de Sarah? -preguntó Wade, cuando llegaron a la puerta de la casa.

– Wade, no creo oportuno que vayas. ¡Por favor! Escúchame antes de interrumpirme. Creo que te convertirás en una molestia para los que acudan. La atención se centrará en ti en vez de en la ceremonia. Ya sé que querías a Sarah, pero tu presencia allí no conseguirá otra cosa que encrespar los ánimos.

Wade sacudió la cabeza sin dar crédito a sus oídos. Siempre había sospechado que Leigh era como su padre en el fondo de su corazón.

– ¿Por qué han de encresparse los ánimos si le presento mis respetos a una niña que no mereció la muerte a la que la condenaron? Y todo porque alguien me guarda rencor.

– Ya sé que es injusto -dijo ella, tratando de apaciguarle-. Pero no creo que Kinley esté preparado para verte en los oficios. Creo que pondrás en tu contra a alguna gente que más te convendría tener de tu lado.

– ¿Te veré mañana? -preguntó él, bajando la cabeza.

No estaba seguro de si tenía una vena masoquista que él mismo desconocía. ¿Por qué pedía que le siguieran castigando?

– Me temo que no. Mañana cerramos la tienda por el funeral. Mi madre ha invitado a toda la familia a cenar y tengo que estar allí.

– Y, por supuesto, yo no estoy invitado.

Wade no deseaba cenar con su familia, pero estaba harto de que lo trataran como un apestado. Leigh estaba dispuesta a hacer el amor con él siempre que fuera en privado. Aún no podía mostrarle su afecto delante de su familia. No se explicaba por qué había esperado otra cosa de ella.

– No te molestes en decir nada. No crees que fuera apropiada mi presencia y tampoco me quieres en la digna mesa de los Hampton. No ha cambiado nada.

Giró sobre sus talones antes de que Leigh pudiera responder, pero también antes de que pudiera ver la ira y el dolor que inundaban sus ojos grises. El muro que había habido entre ellos se alzaba de nuevo en su sitio.

La pequeña iglesia estaba llena de gente. Todo el mundo estaba presente excepto Martha, que había preferido quedarse en Charleston rumiando sus recuerdos, y Wade. Leigh se sentía incómoda porque empezaba a cuestionarse si su ausencia no equivaldría a una admisión de su culpabilidad ante los ojos de Kinley.

– ¿Va a venir Wade? -preguntó Ashley.

Su hermana se había puesto un vestido blanco que contrastaba con el negro de Leigh. Pero la muerte de Sarah no había arrojado ninguna sombra en la vida de Ashley.

– Le pedí que no viniera. Pensé que la mayoría de la gente se sentiría molesta si le veían.

– Me parece muy acertado. Los ánimos ya están bastante exaltados.

Leigh vio que Everett se le acercaba. Lo hacía con tanta torpeza que tenía que disculparse con todos los ocupantes del banco por el que intentaba atravesar hasta ocupar un sitio junto a ella.

– Hola, Leigh -saludó mientras se subía las gafas.

– Hola, Everett.

Pero los pensamientos de Leigh estaban en otro sitio. Se le acababa de ocurrir que si Everett había ocupado uno de los últimos asientos vacantes, el asesino de Sarah estaba necesariamente presente en el acto. La sangre se le heló en las venas. Su mirada vagaba continuamente por la multitud en busca de posibles culpables. Reparó en Gary Foster, pero no podía creer que fuera capaz de algo tan monstruoso. Un carraspeo en la puerta le hizo girar la cabeza. Abe Hooper estaba allí, vestido con un traje marrón y roto, y una camisa que alguna vez debía haber sido blanca. Fumaba y había un bulto delator en uno de los bolsillos de su chaqueta. Sin mirar, supo que llevaba una botella de whisky. Leigh se preguntó a qué habría ido. A esas horas de la mañana, solía estar durmiendo la borrachera de la noche anterior.

El reverendo Manigault, un hombre de sesenta años, tomó su lugar ante el micrófono.

– Amigos míos, nos hemos reunido hoy aquí para recordar a una pequeña que no tuvo la oportunidad de convertirse en mujer. Una niña cuya vida fue arrebatada de una manera inimaginable para cualquier persona con corazón. Puede que nunca lleguemos a saber los motivos que…

– ¿Por qué no? -chilló Abe desde el fondo.

Todos los asistentes giraron la cabeza para ver quién hablaba. Pero el reverendo se limitó a carraspear antes de proseguir.

– Quizá nunca sepamos los motivos de este horrible crimen. No obstante, no debemos centrarnos en el aspecto negativo cuando pensemos en Sarah Culpepper.

– ¿Por qué? -insistió el graznido de Abe.

Burt se levantó y comenzó a avanzar entre la gente hacia la salida donde se encontraba el viejo borracho.

– Aunque vivió poco tiempo entre nosotros, Sarah dejó la huella de su sonrisa en esta comunidad. Su hora de reunirse con el Señor llegó demasiado pronto…

– ¿Por qué? -tuvo tiempo de gritar Abe, antes de que Burt lo alcanzara.

El jefe de policía le condujo fuera de la iglesia a lo que Abe no opuso resistencia.

– Su hora de reunirse con el Señor llegó demasiado pronto, pero no antes de plasmar su huella indeleble en Kinley.

Leigh no escuchaba el sermón. Había visto su oportunidad de hablar con Abe y no tenía intención de dejarla escapar.

– Perdona, Ashley. Tengo que irme.

– ¿Ahora?

Everett se inclinó torpemente para ver lo que sucedía.

– Creo que me he dejado el horno encendido -mintió Leigh.

Ya en la puerta, casi tropezó con Burt en su precipitación por darle alcance.

– El funeral no puede haber terminado -dijo el policía con aire escéptico.

– No, no. Es que no estoy segura de haber apagado el horno y es preferible que vaya a comprobarlo.

Leigh se zafó de su cuñado. Divisó a Abe que se dirigía al centro de la ciudad.

– ¡Leigh! -gritó Burt a su espalda-. Échale un ojo a Abe. Hoy está peor que de costumbre.

Se apresuró a ir tras de Abe. El viejo se movía con rapidez. Cuando llegó a su lado, estaba sudando por el esfuerzo.

– Señor Hooper -llamó a unos cuantos pasos.

Abe se detuvo. La miró recelosamente y entrecerró unos ojos teñidos de amarillo.

– ¿Por qué me sigues, niña? -gruñó.

– Quería hablar con usted sobre Sarah -dijo ella, resistiendo el tufo a alcohol.

– ¿Y qué te hace pensar que yo quiero hablar contigo?

– Sólo trato de averiguar lo que le sucedió. Me ha parecido, por sus comentarios en la iglesia, que usted podía saber algo -respondió ella, procurando no ponerse nerviosa.

Los labios del anciano se distendieron en una versión distorsionada de una sonrisa. Se echó a reír escupiendo pequeñas gotas de saliva.

– Ya he intentado decir lo que sabía, pero nadie quiere escucharme -dijo Abe mortalmente serio-. La gente de Kinley no quiere creer a un tipo como yo, ¿sabes? Todos piensan que sólo soy un borracho. Pero veo cosas y conozco asuntos e historias que nadie sabe.

– ¿Qué clase de cosas?

– Sé quién mató a la niñita porque lo vi con mis propios ojos. No la vi morir pero vi a quien lo hizo. Ella tenía problemas con su bicicleta y entonces él la cogió y se la llevó. Yo lo vi todo, pero él no lo sabe.

Leigh estaba paralizada. Un nudo le oprimía la garganta. Abe se refería a Wade. Era ridículo, pero no podía moverse del sitio. Tenía que sacarle más información.

– No lo entiendo. Si dice la verdad, ¿por qué el jefe Cooper no lo arrestó?