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– ¡Oh! Le interrogó, ¡vaya que sí! Pero es un tipo astuto, casi convence al jefe para que me arrestara a mí. Sólo porque un hombre beba un poquito no se convierte en un embustero. No estaba a… ¿cómo se dice?

– Alucinando.

– Eso mismo. Bueno, pues el jefe no confió en lo que yo decía y, al cabo de un tiempo, dejé de decirlo. También sé que tú no me crees. Pero escúchame, niña. Andas en compañía de un tipo muy peligroso. Si no crees lo demás, por lo menos, fíate de lo que te digo.

Abe dio media vuelta y dejó a Leigh sola, clavada en el suelo. No supo cuánto tiempo estuvo allí antes de que se le ocurriera que debía cambiarse de ropa antes de ir a la casa de su madre. Echó a andar lentamente. Sólo podía pensar en Abe Hooper y en la terrible advertencia que le había hecho.

Rodeada de su familia, Leigh acabó por convencerse de que Abe deliraba. Era probable que su mente alcoholizada le hubiera hecho ver el crimen del que hablaba todo el mundo. Y no podía descartar la posibilidad de que él fuera el autor, pero era inconcebible que hubiera cometido el crimen en un delirio alcohólico para implicar a Wade.

– Leigh -la llamó su hermana-. La verdad, querida, es que últimamente parece que vives en otro mundo. Te preguntaba si te habías dejado el horno encendido.

– ¿El horno? -repitió Leigh con la mente en blanco.

– Sí, tu horno. ¿No te acuerdas que te fuiste del funeral para comprobarlo?

– ¡Ah, el horno! No, fue una falsa alarma. Ya sabes que esas cosas no te dejan tranquila hasta que las compruebas.

Leigh se dio cuenta de que toda la mesa la miraba. Estaba segura de que Burt no le había creído ni una sola palabra.

– Me alegro de que Sarah pueda descansar en paz al fin -dijo Grace Hampton.

Había sido una de las pocas personas que habían faltado a la ceremonia alegando que no podía soportar el sol de la mañana. Mirándola, presidiendo la mesa con su empaque regio, ninguno hubiera dicho que se trataba de una mujer débil.

– Me temo que no -apuntó Burt-. No podrá haber paz hasta que no haya arrestado al culpable.

– Eso suena como si ya estuvieras muy cerca. ¿No podrías darnos alguna pista? -preguntó Grace.

– ¡Mamá! -intervino Ashley antes de que su marido pudiera contestar-. Sabes muy bien que Burt no puede divulgar detalles mientras continúe la investigación. En especial esta investigación, considerando que Leigh está presente.

Leigh cerró los ojos. Al abrirlos otra vez, descubrió a su hermano Drew que la miraba con aire compasivo desde el otro lado de la mesa. Los dos habían sido víctimas de los comentarios de su hermana en innumerables ocasiones y sabían lo que se avecinaba.

– ¿Qué insinúas, cariño? -preguntó su madre como era habitual.

Cuando Ashley no contestó, Grace se dirigió a su hija menor.

– ¿Qué ha querido decir tu hermana, Leigh?

Leigh decidió que había llegado la hora de anunciar las malas noticias.

– Estoy segura de que ya te lo imaginas, madre. Pero por si te queda alguna duda, se refiere a que Wade Conner es el principal sospechoso. Burt no debe hacer comentarios estando yo presente porque paso demasiado tiempo en compañía de Wade, ¿no es así, Ashley?

Ashley asintió y Leigh tuvo que admitir por su expresión que debía sentirse como una miserable. Se le ocurrió que quizá su hermana no fuera tan manipuladora y malintencionada como siempre había creído. Quizá sólo fuera una bocazas.

– No creo haberte entendido -dijo su madre con una voz súbitamente gélida-. ¿Has dicho que sales con Wade Conner?

– Me has entendido perfectamente. Y para ser completamente sincera te diré que también estaba con él la noche en que Sarah Culpepper desapareció. Papá me ordenó que me mantuviera alejada de él, pero no le hice caso.

– Pero… yo pensaba que sólo era un rumor de mal gusto. Eres una jovencita muy tonta -la reprendió su madre, fingiendo una indiferencia que no sentía-. No era apropiado para ti cuando tenías diecisiete años y sigue sin ser apropiado ahora.

– ¿Y tú cómo lo sabes, madre? -preguntó Leigh en tono desafiante-. No puedes pretender que te escuche ya que nunca has tratado de averiguar qué veía en él. Papá y todos vosotros siempre le habéis visto como un niño sin padre que no pertenecía a nuestra categoría social. Pues bien, ahora es todo un hombre y un hombre educado. Es una pena que seáis tan cerrados de mente para no daros cuenta.

Todo el mundo en la mesa se quedó con la boca abierta. No era que no se hubieran dado cuenta de la cerrazón de Grace sino que nadie se había atrevido a decírselo hasta aquel momento. Leigh se dio cuenta de que no tenía caso seguir allí. Se levantó con toda la gracia y la elegancia que su madre le había inculcado.

– Si te he insultado, lo siento, madre. Sin embargo, lo he dicho de corazón.

Leigh miró a Grace, pero ésta apartó la mirada.

– Y ahora, si me excusáis, creo que ya he dicho bastante para una tarde.

La noche había caído y Leigh comía una bolsa de patatas fritas sola en su casa. Había pensado llamar a Wade, pero el recuerdo de su dolor la había detenido. ¿Qué podía haberle dicho? ¿Qué Abe Hooper le acusaba de ser el asesino?

El problema era que habían empezado a investigar con años de retraso y la pista estaba fría. Sin embargo, el presentimiento de que eran ellos quienes debían solucionar el misterio se resistía a abandonarla. No podía quitarse de encima la sensación de que faltaba una pieza en el rompecabezas. ¿Pero dónde encajaba en aquel desfile de despropósitos y personajes dispares? Simplemente, no tenía sentido.

Dejó la bolsa de patatas que empezaba a empacharla y se dirigía a la cocina a beber un vaso de agua cuando sonó el teléfono.

– ¿Hola?

– Mantente lejos del pasado -dijo una voz amortiguada tras un pañuelo.

Leigh se indignó. Alguien de su ciudad intentaba asustarla y no iba a tolerarlo.

– ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres?

– Mantente lejos del pasado o te arrepentirás.

– ¿Quién eres?

Al otro lado de la línea colgaron. Leigh dejó el teléfono preguntándose qué clase de locura se había apoderado de Kinley. Si tenía que creer a Abe, aquella voz era la de Wade. Era ridículo. Wade no era el asesino. Si la amenazaba era porque se estaban acercando. No estaba dispuesta a consentir que el verdadero asesino la asustara ahora.

– No voy a mantenerme lejos de nada -dijo en voz alta mirando al teléfono.

Capítulo once

Wade se levantó y desentumeció su espalda. Se sentía satisfecho porque había empezado a hacer progresos con su nueva novela. Fue al frigorífico para procurarse una bien merecida cerveza. Había decidido que la ficción era preferible a los hechos de su vida real. Pensó en la posibilidad de emborracharse. Había hecho cosas extrañas desde que había llegado a Kinley, pero emborracharse deliberadamente era demasiado.

Salió al porche y se dejó caer en el balancín. El sol estaba muy bajo en el horizonte por lo que su luz era soportable. Pero era una ilusión, como Leigh. Si se aproximaba demasiado, le quemaría.

Se había jurado a sí mismo no dejar que sucediera, pero había sucedido. Estaba resentido consigo mismo y con Leigh. La atracción no era un antídoto lo bastante fuerte como para curar la traición. Sin embargo, tenía que reconocer que la había tratado de una forma mezquina. Su justificación se basaba en que era el único medio de que disponía para mantenerla a distancia. Ni siquiera se atrevía a desafiar a su familia e invitarle a cenar. Su reconocimiento de que había estado con él la noche en que Sarah había desaparecido no lo apaciguaba. Nadie la creía y sólo había servido para que todos sospecharan aún más de él.

Si no hubiera sido por las amenazas de Burt habría cogido sus cosas para marcharse al día siguiente. Quería resolver el misterio, pero no estaba más seguro en Kinley que las niñas desaparecidas. La diferencia era que no peligraba su vida, sino su corazón. La paradoja era que todavía deseaba tener a Leigh entre sus brazos.