– Almacén Hampton, dígame.
– Hola. Soy Wade.
No era necesario que lo dijera. Ella podía identificar su voz entre millones.
– Hola Wade. ¿Qué te cuentas?
– Esperaba que no tuvieras nada que hacer esta noche. Me gustaría cenar acompañado.
No era una invitación elegante, pero a Leigh le bastaba. Empezaba a sospechar que sus esperanzas estaban infundadas, pero un hombre no hacía una invitación si no estaba interesado.
– Lo siento. Drew y su novia me han invitado a cenar.
Leigh no añadió que planeaba hablar con Everett después de la cena porque no quería que Wade volviera a advertirla sobre los peligros que corría.
– Quizá en otra ocasión -dijo él sin revelar el menor desengaño en su voz-. Bueno, te dejo que vuelvas al trabajo.
– Espera, Wade. Hay noticias graves. Han encontrado a Abe Hooper muerto en el arroyo Masón. Burt cree que cayó al agua y se ahogó.
Hubo un silencio significativo al otro lado del teléfono.
– Es muy probable. Ya sabes lo alcoholizado que estaba.
No parecía muy sorprendido por la muerte de Abe y Leigh se dijo que no había nada sospechoso en ello.
– ¿Pero no crees que hay algo que no encaja? Es demasiada casualidad que Abe muera después de hablar conmigo.
– No. Dijo que yo era el culpable, ¿recuerdas? Puesto que los dos sabemos que no lo soy, me parece una muerte natural. ¿A ti no?
La pregunta sonaba como un desafío y quizá lo fuera. Si confiaba en él, su confianza debía ser absoluta.
– Sí, tienes razón. Oye, acaba de entrar un cliente y tengo que dejarte. ¿Quieres que cenemos juntos mañana?
– Bien. Quedamos mañana.
Capítulo doce
Aquella noche, Leigh fue a ver a Everett. Desde la muerte de sus padres, hacía quince años, Everett vivía en aquella casa cavernosa solo. No le prestaba mucha atención aunque la mantenía razonablemente limpia. Leigh sospechaba que sólo limpiaba el polvo una vez al año. La casa era notable porque estaba coronada por una especie de torre que, en realidad, era una habitación extra. Leigh llamó a la puerta por segunda vez.
– ¡Oh! Eres tú -dijo Everett, apareciendo en el umbral.
Tenía un aspecto más desaliñado que nunca. Se subió las gafas para mirar a Leigh.
– Hola, Everett -saludó ella, pensando que estaba actuando de un modo extraño, incluso para ser Everett-. ¿Puedo pasar?
Todos los ventiladores situados en el techo de las habitaciones estaban funcionando. Creaban una corriente de aire cálido y un ruido terrorífico.
– ¿No podemos ir al patio? -gritó ella para hacerse oír.
En el patio, la brisa y el silencio nocturno eran un alivio. Los dos se sentaron en el balancín.
– ¿Te has enterado? Abe Hooper ha muerto -comenzó ella.
Everett carraspeó. Leigh volvió a pensar que tenía un aspecto más desaliñado que de costumbre. Incluso tenía las mejillas manchadas de suciedad.
– Sí. En Kinley es difícil no enterarse. Dicen que se emborrachó, cayó al arroyo Mason y se ahogó.
– Yo he oído lo mismo. Te preguntarás a qué se debe mi visita. Ya sé que te parecerá un poco raro, pero quería preguntarte sobre la noche en que Sarah desapareció.
– ¿Por qué? -preguntó él.
Se miraba las manos. Era obvio que no aprobaba su investigación más que Burt.
– Eres el único con quien nunca he hablado. Claro que he oído lo que dijiste entonces, pero quería que habláramos frente a frente.
– Creí que Burt quería que dejaras esta investigación porque era demasiado peligrosa.
– No tengo miedo. Sólo quiero llegar al fondo de la historia. ¿Vas a ayudarme o no?
Hubo otro momento de silencio antes de que Everett se decidiera a comenzar. Leigh había adoptado una actitud fraternal para no provocar su timidez.
– Era una noche muy oscura, pero cuando miré por la ventana todavía quedaba algo de luz. Vi a Wade Conner y a la niña inclinados sobre la bici. Recuerdo que ella llevaba puesto un pijama.
– ¿Y qué más?
– No vi nada más. No volví a asomarme de forma que no vi lo que sucedió.
– ¿Te acuerdas de algo más sobre esa noche?
– Sólo de que hacía frío.
– ¿Qué crees que pasó, Everett?
– Si te lo digo, volverás a enfadarte como la última vez que te acompañé al trabajo.
Leigh le puso la mano en la mejilla.
– Es probable que tengas razón. Gracias. Eres un buen amigo. La próxima vez que me enfade tú deberías hacer lo mismo.
– Nunca podré enfadarme contigo, Leigh. Siempre serás mi chica.
Leigh sonrió dejando que el comentario le resbalara como agua de lluvia.
– Te acompañaré a tu casa -se ofreció él.
– No, gracias. Eres muy amable, pero quiero estar sola un rato. Una de las cosas buenas de esta ciudad es que una mujer todavía puede caminar sola por la noche.
Sin embargo, al salir de la casa se preguntó si seguiría siendo cierto. Una voz anónima la había amenazado. ¿Corría peligro al pasear sola? Quizá había hecho mal en no prestar atención. Quizá no debería haber rechazado la oferta de Everett. Pensó en detenerse en casa de Wade, pero las luces estaban apagadas y pasó de largo.
Le desalentaba sentirse tan nerviosa en la ciudad que siempre había significado para ella seguridad. Oyó el primer ruido cuando dobló una esquina. Parecía como si un pie humano hubiera roto una rama caída. Leigh volvió la cabeza, pero sólo había oscuridad.
Apresuró el paso. Oyó una rápida sucesión de pisadas, o al menos, eso le pareció. Asustada, caminó aún más deprisa. El grito de un gato le puso los pelos de punta, pero fue el sonido de una respiración trabajosa lo que le hizo correr. No llevaba las ropas ni el calzado adecuado, pero corrió con todas sus fuerzas. Había muerto una niña y Abe había aparecido ahogado. No tenía la menor intención de convertirse en la siguiente casualidad.
Si hubiera podido pensar con claridad se habría detenido a las pocas manzanas, pero sólo quería estar en la seguridad de su casa. Delante de su casa tropezó con una grieta en el pavimento y cayó al suelo. Su rodilla derecha se llevó la peor parte del golpe. Se tanteó y notó un líquido vicioso en el sitio donde se había roto los pantalones. Ignoró la herida, se puso en pie y siguió corriendo. Las lágrimas brotaban de sus ojos al llegar a la puerta. Como de costumbre, no había dejado la luz del porche encendida.
Rebuscó en su bolso. Maldijo para sus adentros su mala costumbre. El perseguidor podía llegar en cualquier momento. Todo lo que tenía que hacer era acercarse por la espalda, taparle la boca y apretar su garganta hasta que dejara de respirar.
– Leigh, ¿ocurre algo?
Leigh se volvió y vio una sombra levantarse del balancín. Intentó gritar, pero ningún sonido salió de su garganta. La sombra se acercó. Esperaba haber encontrado su destino cuando descubrió que se trataba de Wade. Corrió a sus brazos desesperadamente.
Wade la estrechó con fuerza y se alegró de haber cedido al impulso de verla aquella noche. No sabía la causa de su agitación, pero estaba seguro de que tenía que ver con el misterio que se enseñoreaba de Kinley.
– ¿Qué tienes, pequeña? -preguntó acariciándole el pelo-. Espero no haberte asustado. Estaba sentado esperando a que llegaras.
Leigh lloraba a raudales sin preocuparse por detener las lágrimas.
– Alguien venía siguiéndome. He oído pasos y una respiración pesada y…
– Cálmate, cariño. No hay nadie, sólo yo. Dame tu bolso y deja que busque las llaves.
Cuando entraron, Wade le limpió la herida mientras ella le contaba lo sucedido. Había dejado de llorar, pero el miedo no se le había quitado del todo. Wade estaba furioso pensando en que alguien había tratado de asustarla.