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Wade no había descubierto nada comparable a estar inmerso en la femineidad de Leigh. Se preguntó vagamente cómo había podido vivir tantos años sin ella, sin aquella sensación de plenitud. Decidido a prolongarlo lo más posible, se mantuvo inmóvil unos momentos antes de iniciar un ritmo cadencioso, el ritmo del amor.

Una y otra vez llegaba a la cumbre, pero se detenía para prolongar el placer de Leigh.

Y luego el mundo desapareció en una explosión de placer tan intento que Leigh pensó que la cama temblaba con su propio cuerpo. Y poco a poco, el mundo volvió a la quietud y a la seguridad entre los brazos de Wade.

– Ha sido maravilloso -dijo él, besándola.

La abrazó contra sí disfrutando de la sensación de sentir su piel. Era mucho más deseable que a los diecisiete años, aunque en aquella época él no lo hubiera creído posible.

De madrugada, Leigh se despertó y contempló su rostro. Se dio cuenta entonces de que no había respondido a la pregunta de si pensaba volver a Nueva York. Lo amaba, pero sabía que no la había perdonado enteramente. Quizá el amor no bastaba. Su relación estaba ligada al asesinato de una niña y al secuestro de otra.

Desasosegada, se levantó de la cama y se echó una bata por encima. Wade dormía como un niño. Leigh se acercó a la ventana y descorrió la cortina. La farola de enfrente de su casa se había fundido y no veía más que oscuridad. Allí fuera dormía un asesino que la había acechado aquella misma noche. Sintió escalofríos. ¿Tendrían Wade y ella una oportunidad o era su relación demasiado tenue como para sobrevivir a la horrible verdad que se agazapaba en Kinley?

Rara vez el trabajo en la tienda le había hecho sonreír. Sin embargo, Leigh se pasó la mañana siguiente sonriendo. Los pensamientos oscuros se habían esfumado al despertarse y descubrir a Wade a su lado. Ni siquiera le importó barrer, cosa que debía haber hecho Drew la noche anterior.

Cuando llegó su hermano se detuvo a contemplarla trabajar.

– ¿Te das cuenta de que tarareas «Qué hermosa mañana»? -preguntó él, después de esperar un rato a que descubriera su presencia.

Leigh le saludó alegremente antes de servirle una taza de café.

– Me parece que te tomas las cosas a la ligera. He pasado por casa de Ashley y me ha dicho que anoche te siguieron cuando saliste de casa de Everett.

– Es cierto.

– Me rindo. ¿Desde cuándo que te sigan es un motivo para canturrear de contento? ¿No estás molesta?

– Soy demasiado feliz para estar molesta.

Deseaba compartir la noticia antes de que estallara en su interior. Drew esperó en ascuas sin quitar los ojos de su sonrisa.

– Estoy enamorada.

– ¿Qué has dicho?

– Estoy enamorada de Wade. Por primera vez desde hace muchos años, me siento viva. No me había dado cuenta de que mi vida se había estancado hasta que Wade regresó. No lo he sabido hasta hace poco, Drew, pero le he querido siempre.

– ¿Qué significa esto, Leigh? ¿Vas a casarte con él?

Leigh era lo bastante sincera consigo misma como para saber que era eso lo que quería. Pero una cosa era desearlo y otra distinta decirlo en voz alta.

– No hemos hablado de matrimonio. La verdad es que ni siquiera hemos hablado de amor.

– ¿Y crees que él te corresponde?

– No lo sé, pero pienso averiguarlo.

Drew dejó su taza sobre el mostrador y la miró. Los dos hermanos tenían los ojos del mismo color violeta.

– ¿No crees que te precipitas un poco? Wade sólo lleva en Kinley un par de semanas.

– Olvidas que le conozco hace años -replicó ella, manteniéndole la mirada.

– No olvido nada -dijo él muy serio-. No sé lo que pasó entre vosotros, pero sí que nunca has pensado con cordura cuando se trataba de él.

– ¿Qué quieres decir?

– No soy muy diplomático, lo sé. Sólo quiero decirte que pises el freno. Han ocurrido cosas terribles y tú estás escuchando a tu corazón en vez de a tu cabeza.

– Ya era hora de que lo hiciera. Siempre he sido la «Pequeña Obediente», escuchando lo que decía papá, escuchando lo que decía mamá. Me parece que olvidé escucharme a mí misma. Mírame, Drew. Casi tengo treinta años y nunca he seguido los dictados de mi corazón. Me enamoré de Wade cuando tenía diecisiete años y lo perdí. Me enamoré de mis cuadros y los abandoné para llevar esta tienda.

Drew frunció el ceño. Leigh supo que estaba pensando en el sacrificio que le habían exigido a ella. Nunca había podido estudiar arte porque los Hampton querían que Drew hiciera la carrera militar. Leigh había cumplido con su parte, pero él no.

– Siempre me he sentido culpable por eso, hermanita. Creo que de verdad tenías talento. Sentí mucho que lo dejaras.

– Yo también. Pero me siento viva otra vez, ¿recuerdas? Mientras venía hacia aquí he pensado en retomar los pinceles. Wade y yo abrimos el trastero y me ha estado animando para que lo intente otra vez. Quizá no sea demasiado tarde.

– Quizá sería mejor que te tomaras el resto del día libre no sea que se te pase.

Leigh se sintió aliviada. Drew se preocupaba porque ella le importaba de verdad.

– Muchas gracias. Te tomo la palabra. Y me voy antes de que cambies de idea. No te preocupes por mí, Drew -dijo de camino a la puerta-. Wade es un buen hombre que no tiene nada que ver con lo que está pasando en Kinley.

– Es probable que tengas razón. Pero escucha lo que voy a decirte. ¿Qué pasará si Burt nunca resuelve el asesinato de Sarah o la desaparición de Lisa? ¿Podrías vivir con Wade el resto de tu vida con esa sospecha encima de él?

Leigh le apretó la mano por toda respuesta y salió de la tienda. Nunca lo había pensado. Amenazas aparte, se proponía restaurar el bueno nombre de Wade. Se negaba a pensar en lo que ocurriría si no lo conseguía.

Leigh se dirigió directamente al trastero en cuanto llegó a su casa. Había dejado la puerta abierta temiendo que si la cerraba se desvanecería toda esperanza de volver a pintar. Buscó las pinturas, un lienzo en blanco y un viejo caballete. Había una vista a pocas manzanas de su casa que siempre había deseado plasmar.

Capítulo trece

Leigh canturreaba mientras se acercaba a la casa de Wade. Había pintado hasta que se había quedado sin luz y con el cuello y los hombros doloridos por la falta de costumbre. Estaba tan contenta que iba riéndose. No había acabado el lienzo, pero lo que había hecho demostraba que no había perdido el talento. Momentos después, tuvo que reprimir una oleada de desengaño. Su madre le había enseñado que lo educado era llamar por teléfono antes de hacer una visita. Llamó por segunda vez, pero tampoco obtuvo respuesta.

A unas cuantas manzanas de su casa, Wade aceleró el paso. Tenía que correr para disipar la ira que la visita de Burt le había provocado. Todavía podía oír sus palabras amenazadoras.

– Será mejor que confieses, Wade. Las evidencias se amontonan con más rapidez de lo que puedo recogerlas. ¿Cómo es que nunca me dijiste que solías visitar el remanso donde fue hallado el esqueleto de Sarah?

Era evidente por qué no se lo había dicho. Lo que ya no era tan evidente era quién lo había hecho por él. La única respuesta posible apuntaba a Leigh. Wade se regañó a sí mismo por no haberlo esperado. Casi había empezado a pensar en un futuro a su lado. Wade se rió aunque le dolían los pulmones y aceleró aún más.

Leigh se dio la vuelta y se alejó de la puerta de Wade sin molestarse en disimular su desengaño. Entonces lo vio. Corría a grandes zancadas, devorando la distancia que les separaba. Pero su visita parecía estar más pendiente de sus pasos que de ella. A pocas casas de distancia aflojó el paso a una marcha rápida.

– Hola -saludó ella-. No estabas en casa y ya empezaba a pensar que debería haber llamado.

– Deberías, sí -contestó él, jadeando.

Quería interrogar a Leigh, pero deseaba ser él el que escogiera la ocasión y el lugar. En aquel momento, cansado y jadeante, estaba en desventaja. Y Leigh parecía salida de un anuncio de refrescos para gente guapa.