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– He pensado que quizá podría convencerte para que prepararas algo de cenar -dijo ella, atribuyendo la tensión de su rostro al esfuerzo-. Aunque también puedo prepararla yo.

– No tengo hambre.

– Pronto lo tendrás -rió ella.

Intentó no mirar el sudor que le corría por el pecho desnudo. Tenía el vello negro, pero había empezado a ponerse gris. Aquello la entristecía porque le hacía recordar todo el tiempo que habían perdido.

Un ladrido la sobresaltó. Se volvió para ver un perro grande y negro que les amenazaba enseñando los dientes.

– ¿De dónde ha salido?

Wade se encogió de hombros. Aquella era una oportunidad tan buena como cualquier otra.

– No sé de quién es, pero se divierte atormentándome cuando corro. Por lo general, me persigue un par de manzanas. Hoy no me ha visto pasar. Entremos.

– Tengo noticias estupendas -dijo ella sin quitar la vista del perro-. Pero pueden esperar a que te hayas duchado.

– ¿Por qué esperar? Me sentarían bien unas cuantas noticias agradables.

El tono de Wade hizo que Leigh lo mirara detenidamente. Sin embargo, sólo vio un hombre que trataba de recuperar el aliento después de una carrera agotadora.

– He empezado a pintar -dijo ella sin poder contenerse.

– Estupendo -dijo él sin ninguna emoción.

Leigh se dio cuenta de que pasaba algo extraño. Cansado o no, aquella no era la manera en que un amante reaccionaba al día siguiente de haber hecho el amor.

– ¿Qué ocurre, Wade?

Wade atravesó la casa hasta el patio trasero seguido de Leigh. Le indicó que se sentara, aunque él permaneció de pie.

– Burt ha venido a verme hoy -dijo Wade, esperando ver dibujarse en su rostro los colores de la culpabilidad. o ocurrió nada. Leigh lo miraba sin comprender. Un velo descendió sobre el rostro de Wade mientras cruzaba los brazos sobre el pecho.

– ¿Y bien? -preguntó ella.

– Y resulta que sabe de nuestro remanso. En concreto, sabe que yo pasaba mucho tiempo allí. Y allí encontraron los restos de Sarah.

En vez de la culpa que esperaba descubrir, el rostro de Leigh expresó rabia y otro sentimiento que Wade no supo identificar.

– Y, claro, tú has asumido que he sido yo la que se lo he dicho.

Era triste, pero probaba definitivamente que Wade no confiaba en ella. Podían compartir sus cuerpos, pero no sus almas.

– ¿Y acaso no fuiste tú?

– Por supuesto que no. ¿Por qué iba a hacer algo así? Dime, ¿qué motivos podría tener?

Wade se limitó a encogerse de hombros. No lo había pensado porque Leigh afectaba a su capacidad de raciocinio. Leigh, con sus brillantes ojos de color violeta. Leigh, con sus mentiras y su traición.

– ¿Tan ciego estás que no te das cuenta de lo que siento por ti?

– Ahórrate los melodramas, Leigh -dijo él que quería hacerla sufrir tanto como sufría él mismo-. Ahórrate las palabras también porque no pienso creer nada de lo que digas. ¡Una segunda oportunidad! ¿No es eso lo que querías? ¡Qué iluso!

– ¿Qué pretendes decir?

– Ya te lo he dicho. Estás conmigo no porque quieres, sino porque te sientes demasiado culpable.

– Eso no es justo -replicó ella, enfadándose-. Eres tú quien no confía en mí. No intentes darle la vuelta y echarme la culpa.

– ¿Qué no es justo? No intentes decirme que tu empeño en encontrar al asesino de Sarah no está provocado por tu sentimiento de culpa.

– Pareces muy enfadado. ¿No te das cuenta de que la gente puede tener más de un motivo para hacer las cosas? Admito que me siento culpable por lo que pasó. ¿Y si quiero enmendar mi equivocación? Eso no tiene nada que ver con lo que siento por ti.

– Tiene todo que ver -chilló Wade-. Si hubieras hablado cuando debías, ni siquiera estaríamos en esta situación. Todo hubiera salido a la luz y nuestra relación habría tenido una oportunidad.

Por primera vez, Leigh se dio cuenta de que él tenía razón. El miedo mortal que le tenía a su padre habría evitado que saliera en defensa de Wade en caso de que le hubieran acusado.

– Y ahora eres tú el que no nos das esa oportunidad. Estoy harta, Wade. He admitido una y otra vez que me equivoqué, pero tú no puedes olvidarlo. Si pudiera volver atrás lo haría, pero es imposible.

– Yo tampoco puedo -dijo él, bajando la voz.

Los dos tenían un aspecto miserable. Su relación era como un columpio a punto de romperse y lanzarlos a la desesperación. Antes que Wade pudiera seguir hablando, Leigh se levantó y se fue por la puerta trasera. Wade la vio, pero ni siquiera intentó detenerla.

Wade volvió a casa a la mañana siguiente con el ceño fruncido después de pasear. No había podido dormir, pero el paseo tampoco la había calmado. Podía haberse equivocado al acusar a Leigh, pero no pensaba disculparse. Sin embargo, no podía engañarse a sí mismo. La quiso entonces y la seguía queriendo.

Al doblar la última esquina vio el coche patrulla de la policía aparcado frente a su puerta. El jefe Burt Tucker llamaba al timbre. Cuando le vio venir fue a su encuentro. Tenía la gorra calada baja y no sonreía. En su mano sostenía un documento:

– Wade Conner. Aquí tengo una orden judicial que me autoriza a registrar tu casa.

– ¿Qué buscas, Burt? -preguntó Wade un tanto sorprendido por su tono.

– No tengo por qué contestarte. No correré el riesgo de que destruyas la evidencia.

Wade sacudió la cabeza amargamente. ¿Cuándo iba a creer alguien en su inocencia aparte de Leigh?

– ¿Qué evidencia, Burt? Tienes que cometer un crimen para que haya una evidencia y yo no he cometido ninguno.

– Si no colaboras, tendré que detenerte por obstaculizar una investigación.

Wade abrió la puerta decidido a no separarse del policía. No creía que Burt fuera un agente corrupto, pero estaba desesperado por arrestar a alguien.

– No he dicho que no pensara cooperar. Sólo he dicho que no tengo nada que ocultar.

– Ya lo veremos.

Burt parecía un policía de película mala. Pero no se trataba de una película.

– ¿Cuál es tu habitación, Wade? -preguntó el policía, subiendo la escalera.

– La segunda puerta a la derecha.

Se apoyó en el quicio de la puerta mientras Burt registraba cajones y armarios mientras murmuraba para sí. Cuando llegó al armario donde Wade guardaba los zapatos se puso de rodillas.

– ¿Estás seguro de que no puedo ayudarte en nada?

– Necesito tus zapatillas de deporte.

Sin decir una palabra, Wade entró en la habitación. ¿Para qué demonios podía necesitarlas? Se inclinó, las sacó de debajo de la cama y se las entregó a Burt. El policía examinó las suelas. Sacó una bolsa de plástico de un bolsillo, metió las zapatillas y selló la bolsa cuidadosamente. Al volverse hacia Wade su expresión se hizo aún más seria.

– Quedas arrestado bajo la acusación de haber raptado a Lisa Farley -dijo sin poder evitar una ligera sonrisa-. Tienes derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que digas podrá ser usada en tu contra entre un jurado. Tienes derecho…

– Un momento -le atajó Wade sin poder creer lo que oía-. ¿Me arrestas por un par de zapatos?

– En la escena del crimen se hallaron huellas. Estoy seguro de que cuando vayamos a la comisaría coincidirán.

– No lo dudo. Corro por este vecindario. No me extraña que haya dejado alguna huella en el jardín de alguien.

– También puedes haberlas dejado al raptar a Lisa -replicó Burt, sacando unas esposas-. Te sugiero que no digas nada más hasta que te consigas un buen abogado. Te has metido en un lío. ¿Quieres que te espose o vendrás por tu propia voluntad?

– Iré, aunque no por mi voluntad -dijo Wade, haciendo un esfuerzo para permanecer tranquilo.