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Leigh lo miró como si estuvieran a solas. Llevaba años esperando oír esas palabras de sus labios. Pero ya no podía aceptarlas.

– Si hubiera hablado entonces, nada de esto habría sucedido. Quizá Sarah no hubiera muerto, ni Lisa habría desaparecido, ni tú habrías sido acusado.

– No pienses eso -dijo Wade volviendo a sorprenderse-. Creo en el destino. No importa lo que hubieras hecho, esto habría pasado igualmente.

– ¿Lo dices de verdad? -preguntó ella sin atreverse a creerle.

Spencer carraspeó para llamar su atención.

– Siento interrumpir, pero la libertad de Wade depende de lo que me contéis. Ahora pensad. ¿Conocéis a alguien que haya actuado de una forma extraña desde el regreso de Wade? O quizá no sea extraña la palabra adecuada, digamos que con nerviosismo.

– Nadie excepto el viejo Hooper. Debía estar loco. Si no, no consigo imaginarme por qué me advirtió que me mantuviera lejos de Wade. Pero eso fue lo que dijo.

– ¿Te pidió que te mantuvieras alejada de Wade?

Leigh meditó un momento. Había dicho algo muy parecido pero aquellas palabras no eran las palabras exactas. «Andas en compañía de un tipo muy peligroso». ¡Eso era! No había nombrado a Wade. Ella sólo lo había deducido.

– ¡Leigh! ¿Qué te ocurre? -preguntó Spencer, preocupado.

– No estoy segura de que sea importante. Abe me dijo que andaba en compañía de un tipo muy peligroso. No mencionó el nombre de Wade, pero tampoco podía referirse a nadie más.

– Estoy seguro de que no soy el único hombre con el que has andado en estos doce años.

– No, pero es ocioso sospechar de Drew. Burt puede ser un cabezota y lo que tú quieras, pero no es un asesino. Y Everett… Bueno, Everett, es Everett. Abe debía estar loco. No podía referirse a nadie más que a ti.

– ¿Y Gary Foster?

– La única vez que he estado con Gary fue cuando compró pilas en la tienda. Es inútil. Empiezo a pensar que deberíamos concentrarnos en limpiar el nombre de Wade. Parece que estamos ante un caso sin solución.

– Ni siquiera tú crees lo que dices.

– Claro que no. Creo que hay que castigar a los criminales, pero también creo que todos debemos pagar por nuestros pecados.

Spencer se quedó mirándola absorto en sus propios pensamientos.

– Has dicho algo sobre una manta roja, Leigh. Quizá pueda significar algo.

Leigh negó con la cabeza. Eran casi las doce y no habían llegado a ninguna conclusión.

– Creo que lo mejor será dejarlo hasta mañana.

– No me parece mala idea -dijo Spencer, reprimiendo un bostezo.

Sin embargo, Wade estaba rígido. Se levantó mirando a Leigh mientras que los pensamientos se arremolinaban en su cerebro. La manta roja de Sarah, la manta roja en la pintura de Leigh. Wade cerró los ojos y lo vio todo rojo.

– ¿Qué te ocurre, Wade? -preguntó Leigh, alarmada.

– ¡Tu cuadro! La vista que pintaste de la calle Calhoun al día siguiente de la desaparición de Sarah. Ése que tiene una mancha roja.

Leigh abrió mucho los ojos. ¿Y si la pincelada roja señalaba al asesino?

– ¡Oh, no! -exclamó ella, poniéndose pálida.

– ¿De qué habláis? -preguntó Spencer sin comprender-. ¿Se os ha ocurrido algo?

Leigh sentía que era el pensamiento más desagradable que jamás le había pasado por la cabeza. No podía decirlo en voz alta hasta estar segura de que era verdad. Echó a correr escaleras arriba hacia el trastero. Wade y Spencer la siguieron.

Leigh se decía que no era posible. Él no podía haberlo hecho. «Andas en compañía de un tipo muy peligroso». No, no podía ser verdad.

– ¡Señor! ¡Señor, que me equivoque! -rezó mientras buscaba en una pila de cuadros viejos.

Sacó el que buscaba y lo sostuvo ante sí para mirarlo atentamente. Era un día triste y había pintado la calle en colores apagados, como si estuviera plagada de sombras. Pero en la parte superior había una pincelada de rojo, justo donde había temido encontrarla. Sarah debía haber intentado usar la manta como señal para llamar la atención, pero no había funcionado.

Doce años demasiado tarde, había descubierto la pista y entendido su significado. La manta roja en la ventana de la torre de la casa de Everett había cumplido su misión.

Leigh giró la cabeza para mirar a Wade. Tenía el rostro bañado en lágrimas. Wade vio la pincelada roja. La estrechó entre sus brazos y le acarició el pelo dejando que se desahogara. En la puerta, Spencer les miraba sin comprender nada.

– La pista ha estado en el cuadro durante todos estos años -sollozó ella contra el hombro de Wade.

Se limpió las lágrimas e intentó recobrar el control de sí misma.

– Es irónico. No recordaba haber pintado una mancha roja en la habitación de Everett, pero debió de quedar impresionada en mi subconsciente. Un color tan alegre en un día tan aciago.

«Everett», pensó Wade. Everett el sumiso. El que nunca había matado una mosca, había asesinado a una niña. Más aún. Había asesinado a una niña, secuestrado a otra y tratado de arruinar dos vidas.

– Eso era lo que Abe trataba de advertirte -le dijo a Leigh.

De pronto, se le ocurrió que también podía haber matado a Abe. Wade sintió que una rabia incontenible se apoderaba de su cuerpo.

– ¿Pero por qué lo hizo? -preguntó Wade.

Leigh se separó de él. Nunca se había sentido tan mal.

– Tenías razón al decir que siempre había estado enamorado de mí. Yo lo sabía, pero no me imaginaba que pudiera llegar tan lejos. De alguna manera, averiguó lo nuestro y secuestró a Sarah para incriminarte.

– Y ha secuestrado a Lisa porque ya le funcionó la primera vez -concluyó Wade-. Tuve que dejar la ciudad y a ti al mismo tiempo.

– Hemos sido marionetas en sus manos -dijo ella-. Estábamos tan ocupados culpándonos el uno al otro que no nos detuvimos a pensar que había otro culpable, el verdadero.

Leigh se apartó de él. El mismo gesto de doce años antes. ¿Pero cómo podía saber que obedecía al plan retorcido de una persona enferma?

– Hay que llamar a Burt -dijo, pero Wade se dirigió hacia la puerta.

– ¿Dónde vas? -preguntó el abogado.

– A casa de Everett -contestó él sin detenerse-. Ya ha muerto una niña y temo que pueda morir otra si perdemos más tiempo.

– Deja que llame a Burt antes -dijo ella.

– Wade, no creo que sea una buena idea -objetó Spencer.

Leigh asintió, pero no podía ir tras Wade antes de llamar a su cuñado. De repente, Everett representaba un peligro mortal y quería disponer de toda la ayuda que pudiera conseguir.

Wade corrió a la casa de Everett sin hacer caso de la noche perfumada. Everett tenía que haberse vuelto loco sin que nadie lo notara. ¿Quién sino un loco podía matar a una niña indefensa? Sólo esperaba que no fuera demasiado tarde para Lisa.

Sólo había unas pocas luces encendidas en la casa. La ventana de la torre estaba a oscuras.

Aquella noche, con la luna oculta tras las nubes, la casa se alzaba amenazante, como el decorado de una película de terror.

Wade había sabido que iría desde que había visto la mancha roja en el cuadro, pero no había trazado un plan de acción. Sin embargo, estaba más decidido que nervioso. La culminación de doce años de lágrimas, malentendidos y dolor estaba al otro lado de la puerta.

No podía llamar porque alertaría a Everett de su presencia. No debía subestimarle. Había sometido a Leigh a una persecución metódica para asustarla. Tanteó el pomo, pero la puerta no se abrió. Alguien con tanto que ocultar como Everett no dejaría nunca la puerta abierta. Pero Wade no había llegado hasta allí para que le detuviera una cerradura. Vio una ventana y supo lo que iba a hacer. Haría mucho ruido, pero no tenía otra alternativa. Buscó una piedra. El ruido sonó como un cañonazo en la quietud de la noche. La ventana estaba a la derecha de la puerta y sólo tuvo que meter la mano y correr el pestillo.