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Wade aguardó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad que reinaba en el interior. Los ventiladores estaban parados.

Esperaba que Everett apareciera para averiguar a qué se debía el estrépito, pero se equivocó. Sabía que no tenía tiempo que perder y se lanzó escaleras arriba pensando que conducían a la torre. Sin embargo, se encontró en el segundo piso. Cuando empezaba a pensar que debía bajar, encontró otra escalera que ascendía. Arriba, había una sola puerta. Estaba cerrada. Había una llave colgada de un clavo en la pared. La probó y la cerradura se abrió.

La puerta chirrió, pero Wade no hizo caso. En un rincón, sobre un montón de mantas, había una niña inmóvil. Wade sólo podía distinguir su pelo rubio, como el de Sarah, en la oscuridad. Temió lo peor.

Encontró el interruptor de la luz. Al encenderla, la niña volvió hacia él un rostro en el que eran visibles las huellas de las lágrimas. Instantáneamente, se apretó contra la pared como un animal acorralado.

– ¿Lisa? No tengas miedo. He venido para llevarte a casa.

La niña lloraba cuando la cogió en brazos, todo su cuerpo se sacudía con los sollozos.

– Quiero ver a mi mamá. Quiero irme a mi casa.

– No te preocupes, preciosa. No vamos a quedarnos ni un minuto más -la tranquilizó Wade aunque hervía de rabia por dentro.

– No debiste venir -dijo Everett, desde la puerta.

Lisa lloró aún más fuerte, pero Wade no se sobresaltó. La estrechó contra su pecho para se sintiera protegida. En su interior, la rabia crecía hasta volverse incontrolable.

– Y tú no deberías tener una niña en el ático. ¿Qué clase de monstruo eres?

Everett llevaba los mismos pantalones negros y la camisa de manga corta de siempre. Tenía el pelo revuelto y las gafas le pendían de la punta de la nariz. Pero sus ojos brillaban con un resplandor nuevo y amenazador.

– La cuido bien. Le doy de comer y le consigo libros para que se entretenga. Y todo por tu culpa -dijo Everett en un tono completamente distinto-. Nunca la habría traído de no ser por ti. Lo has echado todo a perder.

Wade reconoció el peligro en los ojos de Everett y decidió que era mejor no contestarle.

– Vamos, Lisa. Te llevaré a casa.

– No vais a ningún sitio.

La voz de Everett temblaba. Se llevó la mano al cinto y sacó una pistola.

– Si sales por esa puerta, firmarás mi sentencia de muerte.

– Tendrías que haberlo pensado antes de secuestrar a Sarah y a Lisa.

Lisa lloraba en silencio, pero se aferraba con todas sus fuerzas al cuello de Wade.

Everett se enfureció. Le apuntó con el arma, pero un ruido en la puerta le distrajo. Allí estaba Leigh, con la boca ligeramente abierta y el corazón saltándole en el pecho. Después de llamar a Burt y decirle a Spencer que se quedara en su casa, había corrido hasta allí. Había rezado por estar equivocada con respecto a Everett, pero sabía que habían descubierto la verdad.

– Everett, ¿cómo has podido?

Everett se puso pálido al verla, pero no bajó la pistola. Al contrario, le indicó que se reuniera con Wade y Lisa. Leigh obedeció asustada. No le tenía miedo a Everett pero aquel no era Everett, sino un loco.

– Tuve que raptarlas, ¿no lo comprendes? Él es como un veneno para ti. Te hubiera arruinado la vida. Sólo intentaba alejarle de ti.

Leigh sintió que se le revolvía el estómago. Doce años atrás, había amado a Wade con toda la pureza de una niña mientras que el mal crecía en el corazón de su mejor amigo. Una niña había pagado con su vida.

– No. No lo comprendo. No entiendo por qué tuviste que matar a Sarah -dijo asqueada.

Everett detectó la repulsión que le causaba. Pareció herirle, pero no bajó el arma.

– Yo no la maté. Le chillé al ver aquella estúpida manta roja en la ventana. Empezó a llorar y me acerqué para decirle que se callara. Ella se cayó de espaldas y se golpeó la nuca contra el alféizar.

Leigh y Wade miraron hacia la ventana. El alféizar era de mármol y tenía la altura de un niño. Sarah debió ponerse de puntillas para poner su manta en la ventana.

– Y en vez de llamar al médico, en vez de pedir ayuda, la llevaste al pantano -le acusó Leigh, llorando.

– ¡No me escuchas! -chilló Everett-. Ya había muerto. No se podía hacer nada por ella. Yo te amaba. Intentaba salvarte la vida.

– ¿Y Abe Hooper? ¿También le mataste tú?

A Everett le temblaba violentamente la mano.

– ¿No lo entiendes? Tenía que morir. Te seguí aquel día y le oí decirte que me había visto coger a Sarah. Tú no lo entendiste, pero yo sabía que sólo era cuestión de tiempo. Tuve que seguirle al arroyo y ahogarle. Todo lo hice por ti.

– ¡Oh, no! -exclamó ella, al darse cuenta de que el Everett que ella había querido se había ido para siempre-. Me has amenazado. Destrozaste mi habitación. Me seguiste hasta darme un susto de muerte.

– No podía soportar que durmieras con él. Lo hice porque te amo.

– ¿A eso le llamas amor? ¿A privarme del único hombre con quien podría haber sido feliz? ¿A apuntarme con una pistola le llamas amor?

– No lo entiendes -gritó él-. Sólo quería que tú me amaras.

Sus hombros empezaron a agitarse y dejó caer la mano que sujetaba la pistola. Wade supo que aquella podía ser su única oportunidad. Con una mirada le hizo señas a Leigh para que fuera hacia la puerta. Sólo se oían los sollozos de Everett y de Lisa. Leigh ya estaba en la puerta cuando Wade empezó a moverse.

– ¡Quedaos donde estáis! -chilló Everett, apuntándoles otra vez-. Al primero que se mueva le pego un tiro.

Wade supo lo que tenía que hacer. Era una fanfarronada, tenían que seguir.

– No te detengas -le susurró a Leigh.

– ¡Alto! -repitió Everett.

Siguieron andando. Wade se preparó para sentir el impacto de una bala en su cuerpo. Pero en vez de dolor se sintió aliviado como nunca en su vida cuando los tres llegaron a la escalera a salvo. Burt subía los escalones con la pistola desenfundada.

– Everett está ahí y tiene una pistola -dijo Wade con voz átona-. Acaba de confesarlo todo.

Burt asintió. Everett había chillado tanto que se le había oído desde la calle.

– Yo también le he oído. ¿Está bien la niña?

– Tan bien como puede esperarse -dijo Wade.

Burt entró en el ático.

– Vámonos de aquí -dijo Leigh.

Cuando llegaron a la calle, se sintió invadida por una profunda tristeza. Lisa seguía llorando, pero Leigh lloraba por dentro. La noche era silenciosa, incluso los grillos se habían callado. La luna asomó un momento para volver a ocultarse tras el manto de nubes.

El sonido de un disparo rompió el silencio. Un momento después, Burt salió de la casa con la cabeza gacha. Miró un momento el trío e hizo un gesto negativo.

Y ya no hubo más silencio porque Leigh se echó a llorar más fuerte que la pequeña Lisa, que se había visto en el centro de un triángulo del que nadie había sospechado hasta aquella noche.

Capítulo quince

Leigh se despertó a la mañana siguiente con un fuerte dolor de cabeza y los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto. Lo primero que vio fue el dosel rosa. Sorprendida, se incorporó y entonces recordó. Estaba en la habitación de su sobrina.

El reloj marcaba las nueve, pero no podía haber dormido más de dos horas. Le extrañaba no haber tenido pesadillas, pero pensó que con lo sucedido la última noche tenía bastante para una buena temporada.

Le hubiera gustado creer que no había ocurrido nada, pero sabía que Everett estaba muerto. Everett que había compartido su infancia y la había amado más allá de la cordura.

Cuando Ashley y Spencer habían llegado, Leigh y Lisa lloraban. Estaba segura de que de no ser por eso, Burt les habría amonestado por entrar en la casa. Pero ni siquiera Burt tenía tan poco tacto. Leigh se había refugiado en los brazos de su hermana que por una vez había permanecido en silencio.