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Leigh se había perdido el único acontecimiento feliz de toda la noche, la reunión de Lisa con sus padres.

El resto era una niebla de tristeza. Recordaba las luces de una ambulancia, los brazos de Wade sobre sus hombros y su declaración en la comisaría. Se sentía sola y miserable.

La puerta se abrió para dejar paso a la cabeza de Ashley que espiaba su sueño. Incluso el aspecto de su hermana acusaba los efectos de la noche. El maquillaje no lograba disimular las ojeras ni la preocupación de su mirada.

– Leigh, ¿te encuentras bien?

Leigh intentó sonreír, pero no pudo conseguirlo.

– No. Me siento triste, traicionada, estúpida. ¿Por qué no me di cuenta? ¿Por qué no supe que Everett estaba detrás de todo?

– Cariño, no te culpes. No podías saberlo. Además, eras la única que seguía la pista correcta. ¿No sabes que Everett fue a ver a Burt para decirle que Wade solía hacer el vago donde aparecieron los restos de Sarah? Incluso le dijo que le había visto con Lisa la noche en que desapareció. Estábamos tan preparados para culpar a Wade que ninguno nos dimos cuenta.

Leigh ahogó un sollozo decidida a no llorar. Ya había llorado bastante, ahora debía curarse.

– Nunca he entendido por qué todo el mundo quería usar a Wade como cabeza de turco.

– Yo tampoco, cariño. Supongo que es más fácil sentirse a salvo si puedes señalar a tu enemigo. ¿Quién iba a imaginárselo?

– Yo tendría que haberlo sabido.

– Déjalo ya, Leigh. Si no hubieras empezado a removerlo todo, quizá Lisa nunca habría aparecido. Y quizá Wade habría ido a la cárcel.

– Y quizá no tendrías que admitir que te equivocabas respecto a él.

– De acuerdo. Me equivoqué. Es el hombre que te conviene.

Leigh sonrió entonces. Una sonrisa débil como un rayo de sol en invierno. Abrazó a su hermana con fuerza. Cuando se separaron, las dos tenían lágrimas en los ojos. Ashley le apretó la mano cariñosamente.

– Si me necesitas, estaré abajo.

Wade se inclinó sobre la ventanilla del coche. Spencer estaba al volante. Se miraron con afecto.

– Nunca te agradeceré bastante que hayas venido. ¿Estás seguro de que no quieres quedarte un par de días?

– ¿Para qué? Te he librado de una buena, ¿no? ¿Qué más quieres que haga?

Wade se rió, aunque no estaba de humor para alegrías. La noche anterior había sido la culminación de una serie de horrores que tardaría mucho tiempo en olvidar. Ahora era libre para dejar Kinley y a Leigh.

– Guárdame una cerveza en Manhattan -dijo Wade.

La sonrisa de Spencer desapareció de sus labios.

– ¿Vuelves, entonces?

– En cuanto recoja mis cosas y ponga la casa a la venta.

– ¿Y Leigh?

Wade se puso pálido. Spencer no se sorprendió porque había tirado a dar.

– ¿Qué ocurre con Leigh? -replicó Wade como si hablaran del tiempo.

– Una vez me dijiste que habías dejado tu corazón en Kinley. Hasta que no conocí a Leigh no me di cuenta de que lo habías dejado con una mujer. ¿No crees que ya es hora de decirle que la sigues queriendo?

Wade sonrió sin alegría.

– ¿Y que se ría de mí en mi propia cosa? No, Spencer. Hay cosas que es mejor callar.

– Ella también te quiere.

Wade palmeó el hombro de su amigo antes de erguirse.

– Hace mucho tiempo que no creo en cuentos de hadas. Lo único que Leigh quiere de mí es el perdón y ya lo tiene. Ahora es libre de vivir el resto de su vida sin el peso de la culpa y yo soy libre para marcharme. Nos veremos en Nueva York.

Wade se dio media vuelta y se dirigió al porche. Su amigo puso el coche en marcha. Antes de alejarse, se miraron a los ojos. Wade se dio cuenta de que Spencer pensaba que dejaba a sus espaldas una tragedia aún mayor que la de la noche anterior.

Eran las seis de la tarde cuando Leigh se sentó en el sofá de su casa. Le había dicho a su hermana que quería pasar el día haciendo limpieza y no le había mentido. La casa estaba resplandeciente, mucho más que el primer día. Sin embargo, la tarea no le había servido para solucionar sus problemas personales.

Estaba segura de que Wade se iba. Ni siquiera la había llamado para ver cómo se encontraba. No lo culpaba. La había perdonado. Pero el perdón no era amor. La culpa era de ella por haberse enamorado desesperadamente de él.

Reprimió las lágrimas que amenazaban con brotar. Wade se iba y tenía que acostumbrarse. Lo había hecho una vez y podía repetirlo. Sólo que aquella vez sería diferente. Vendería la tienda y se marcharía a estudiar arte. Tenía la esperanza de que una nueva vida pudiera contrarrestar el dolor de su amor perdido. Kinley no era un sitio malvado porque hubiera albergado el mal, sólo era un sitio cualquiera. Ya era hora de que dejara de pagar por los crímenes que otro había cometido.

Sonó el timbre. Leigh se levantó de mala gana. Había aceptado las disculpas de su familia. Incluso su madre, con quien no había hablado desde su enfrentamiento en la comida, la había llamado.

– Odio admitir que estaba equivocada con Wade, pero lo estaba -le había dicho-. No quiero perderte, Leigh. Si lo quieres, no seré yo quien ponga objeciones. Tu padre y yo nunca nos facilitamos la vida. Quizá haya llegado la hora de empezar.

Leigh se había quedado sorprendida que sólo había podido responder con monosílabos. Pensó en lo irónico de la situación. Grace pensaba que había un futuro para ellos cuando ella se preparaba para decirle adiós definitivamente. Cabía la posibilidad de que fuera él quien llamaba a la puerta. Intentó arreglarse el pelo pero abandonó. Una mujer descalza y en pantalones cortos nunca había sido elegante y nunca lo sería. Abrió la puerta y allí estaba Wade, atractivo, deseable e… inalcanzable.

– Hola.

Leigh no respondió y Wade se preguntó por qué había ido. ¿Sólo para torturarse con la imagen de la mujer que amaba y nunca podría tener? ¿Una mujer deseable incluso cuando no se arreglaba? Pero no podía irse sin decirle adiós.

– ¿Puedo pasar?

Leigh despertó y se hizo a un lado. Wade la contempló. Tenía la mejilla sucia y el polvo cubría su ropa.

– ¿Has estado limpiando?

– Pues sí. No me apetecía sentarme a pensar en que uno de mis mejores amigos era un asesino -le explicó sabiendo que no era sino parte de la verdad.

– La gente no siempre es lo que parece.

Leigh se dio cuenta de que no había amargura en su voz a pesar de todo lo que Everett había hecho para perjudicarle. A ella le costaba trabajo perdonarle a pesar de que estaba muerto, de que había estado loco.

– Ojalá me hubiera dado cuenta antes de lo que le pasaba a Everett.

Wade sintió deseos de abrazarla, pero no tenía derecho. No cuando su relación se acababa por segunda vez.

– Me he encontrado a Burt y me ha dicho que Lisa está mucho mejor. La han examinado y no tiene ningún daño físico.

– ¿Y tú? ¿Te han dado permiso para irte?

Wade asintió. Había notado la desesperación en su voz, pero no acababa de entenderlo. ¿Por qué le afectaba tanto que él se fuera?

– Burt ha retirado todos los cargos que había contra mí.

Leigh quiso decir que se alegraba por él, pero no pudo. La sensación de que le perdía para siempre la agobió. De repente, se dio cuenta de que seguían en el vestíbulo.

– Perdona, pasa. ¿Quieres un vaso de limonada?

– No he venido a tomar limonada. He venido a decirte que regreso a Nueva York.

Lo había dicho. No estaba preparado para decirlo, pero lo había hecho. Lo más grave era que jamás estaría preparado.

Leigh había esperado aquellas mismas palabras, pero ni siquiera podía respirar. La pesadilla de la noche anterior se prolongaba. Después de años de esperarle, de sufrir por él, Wade se marchaba. Sin embargo, el sufrimiento era peor que nunca.

Se preguntó si sus brazos volverían a abrazarla alguna vez. Doce años de pérdida no parecían nada comparados con lo que iba a perder. Se sintió tan devastada como la noche anterior, cuando había descubierto la verdad sobre Everett.