– Wade Conner, estoy segura de que sabes besar mucho mejor -le desafió ella sin detenerse a preguntarse de dónde sacaba el valor.
Leigh tenía diecisiete años, pero su experiencia con el sexo opuesto era muy limitada. Había besado a varios chicos y había descubierto que la experiencia, aún siendo placentera, distaba mucho de ser arrebatadora. Sin embargo, de alguna manera sabía que Wade no iba a ser como los demás.
Wade volvió a besarla. Leigh se quedó sin aliento cuando él le introdujo la lengua en la boca y rodeó su lengua en una serie de caricias eróticas. Se abrazó a él dejándose llevar por las nuevas sensaciones que nacían en sus entrañas. Leigh dibujó el contorno de sus labios con la lengua y él gimió. Atrapó aquella lengua con los dientes para luego soltarla y profundizar el beso.
Leigh sintió que el mundo giraba a su alrededor, no quería detenerse pero fue Wade quien interrumpió el abrazo. Se miraron sonriéndose con los ojos como si algo increíble y especial acabara de suceder.
Así comenzó todo. Durante una temporada fue increíblemente especial. Leigh tenía una educación demasiado rígida como para hacer novillos otra vez, pero los dos se las arreglaban para robar unas pocas horas y verse todas las tardes. Empleaban aquel tiempo besándose, riendo y conversando.
– ¿Qué piensas hacer cuando acabes el instituto? -preguntó Wade una tarde, después de arrancar una margarita y ofrecérsela.
– Tienes que prometerme que no vas a reírte.
Wade se lo prometió solemnemente mientras ella olía la flor.
– Quiero ser artista. Ya sé que suena tonto. Sólo soy una chica de pueblo que no sabe qué es el arte verdadero. Pero guardo montones de apuntes y de cuadros en mi habitación. Lo que más deseo es poder ir a la escuela superior de arte.
– No me parece que sea ninguna tontería.
A Leigh se le ocurrió que Wade parecía ofendido. Pensó por un momento si no sería debido a que no lo había incluido en sus planes.
– Me gustaría ver tus trabajos alguna vez.
Wade sonrió y la sombra de ofensa que ella había creído ver desapareció. Se echó en sus brazos impulsivamente, sin pensar en contenerse.
– Nunca se lo había contado a nadie -confesó ella-. ¿Qué haría yo sin ti?
Al día siguiente le llevó varios bocetos y se sonrojó cuando él alabó su talento. Wade se lanzaba con entusiasmo a la vida y ella era una parte muy importante. Sus besos se hicieron más ardientes cuando se conocieron mejor, pero Wade nunca la presionó para que hicieran el amor. Para Leigh, cada día con él era un tesoro que guardaba en sus recuerdos para luego volver a vivirlo. Se negaba obstinadamente a pensar en nada que pudiera ensombrecer su relación incipiente, pero le mortificaba el hecho de que Wade sólo parecía vivir el presente.
– No puedes pasarte la vida pescando gambas -se aventuró a decir una tarde mientras contemplaban la puesta del sol.
– Nunca he dicho que sea mi intención.
– Pero es que nunca dices nada sobre el futuro -insistió ella, sabiendo que Wade deseaba evitar el tema.
– Si lo hiciera, te asustarías.
Wade acababa de ponerle fin a la conversación tocando un punto para el que ella no estaba preparada. Aludía a su futuro juntos y Leigh no deseaba pensar más allá de aquel instante. Siempre había evitado pensar en la razón por la que no podían tener un futuro, la misma por la que se veían en secreto, lejos de los ojos de la gente. Aun así, Leigh no podía engañarse a sí misma. Los comadreos podrían fin a sus relaciones clandestinas si su padre, el tercero de una dinastía de Drew Michael Hampton, se enteraba de que existían.
Su familia había sido una de las primeras en establecerse en Kinley tras la Guerra Civil y su padre pensaba que estaban en el escalafón más elevado de la escala social. Leigh le quería, pero también sabía que la idea de que su hija saliera con un desarrapado como Wade le haría perder los estribos. Con el tiempo, fue eso lo que pasó exactamente.
– Leigh -le dijo su padre una tarde que ella estaba estudiando-. ¿Por qué desapareces todas las tardes? ¿Dónde te metes?
– ¿A qué te refieres, papá? -preguntó ella, tratando de ocultar su aprensión.
Su intuición, sin embargo, le decía que era demasiado tarde. En el fondo de su corazón supo que su padre les había descubierto.
– Antes pasabas por la tienda cuando salías de la escuela. Tu madre dice que tampoco vienes directamente a casa.
Drew Hampton Tercero permanecía frente a ella con los brazos cruzados sobre el pecho. Un hombre alto, prematuramente encanecido y con una voz rebosante que conminaba al respecto y a la obediencia.
– Voy a dar un paseo junto al arroyo -dijo ella sin atreverse a mentirle a su padre.
– He oído que vas a pasear con el chico de Ena Conner -sentenció él con una voz fría como el hielo.
Leigh se echó a temblar ante sus palabras. Cuando era pequeña la castigaba con palmetazos en las manos antes de mandarla a su cuarto. Las palmas empezaron a escocerle con el recuerdo.
– ¿Dónde lo has oído?
– Eso no te importa, lo que importa es si es cierto.
Leigh tragó saliva. Sabía que la habían descubierto y se animó a ser valiente. Alzó la barbilla, un gesto que le había visto hacer a su padre cuando estaba en dificultades.
– Sí -admitió.
Había esperado un estallido de furia y su padre no la desengañó. Lanzó un juramento que nunca antes había oído en sus labios.
– ¡Por Dios! Hija, ¿es que no tienes sentido común para andar por ahí con un perdedor sin remedio? Eres una Hampton, la hija del alcalde. Espero de ti mucho más que un don nadie.
– ¡Wade no es un don nadie! -exclamó ella, venciendo el miedo-. Y no tienes por qué preocuparte. Dije que salía con él no que me acostara con él.
Hampton avanzó unos pasos hacia ella y se detuvo como luchando consigo mismo para recuperar el control de sus actos. Tenía hinchadas las venas del cuello y sus sienes pulsaban.
– Da gracias de que así sea. No es lo bastante bueno para ninguna hija mía. Es un bastardo, Leigh. Tiene sangre india y jamás permitiré que una hija mía se case con un maldito indio.
– Nunca hemos hablado de boda -replicó ella enfadada-. Sólo tengo diecisiete años.
– Exacto -gritó él-. Tienes diecisiete años y vives bajo mi techo. Y seguirás viviendo aquí hasta que yo te lo diga. Te prohíbo que vuelvas a verlo.
Giró sobre sus talones y salió de la habitación. Drew Hampton Tercero había hablado. A todos sus hijos les habían inculcado desde pequeños que su palabra era la ley por muy irracional y arbitraria que pudiera ser. Con un puñetazo sobre su mesa, Leigh Hampton, la hija modelo, la estudiante sobresaliente, decidió desafiar la voluntad de su padre.
Durante las semanas que siguieron, Leigh se escapó de casa un poco antes de la medianoche para poder ver a Wade. Todos los días la esperaba en un seto que había junto a su casa con un ramillete de flores. Se abrazaban y besaban y luego iban cogidos de la mano hasta unas cuantas manzanas más allá, donde él dejaba aparcada la moto.
Lo tardío de la hora y la oscuridad de la noche añadía a sus encuentros la intimidad de la que habían carecido hasta entonces. Leigh y Wade se hundieron en un abismo de pasión. Sólo los actos de suprema fuerza de voluntad evitaron que Leigh le revelara sus más íntimos secretos. Después, Leigh volvía a hurtadillas a su casa, llena de amor y de miedo a ser descubierta.
Sabía que sus encuentros clandestinos no podían durar siempre. Sin embargo, nunca imaginó que tendrían un fin tan abrupto y amargo.
Los padres de Leigh habían ido a pasar unos días a Charleston y ellos habían quedado en encontrarse justo después de anochecer. Ella no albergaba temores de ser descubierta porque Drew jamás la delataría y su hermana se había casado y se había marchado de la casa. Aquella noche fría, Wade la llevó al remanso donde se habían conocido.