Leigh alzó la mirada. A pesar de la pose altanera de Wade, intuyó lo ofendido que se sentía, el dolor que anidaba en él.
– El jefe de policía todavía no te ha acusado de nada.
– No será gracias a ti.
Leigh abrió la boca para decirle que saldría en su defensa si el jefe Cooper lo metía en el calabozo, pero en aquel momento vio que su padre salía de la tienda.
– Lo siento pero tengo que irme -dijo nerviosa.
Wade siguió la dirección de su mirada. Cuando divisó a Drew Hampton Tercero, la luz del entendimiento iluminó sus ojos.
– Me has estado mintiendo desde el principio, ¿no? -dijo amargamente-. Nunca me has querido. Sólo he sido alguien a quien has usado y tirado a la basura como el periódico del día anterior.
– No lo comprendes -protesto ella-. Yo…
– Te equivocas -le interrumpió Wade-. Lo comprendo perfectamente.
Wade dio media vuelta y se alejó y, aunque su corazón estaba destrozado, Leigh no lo llamó. No podía hacer nada para variar aquella situación. Se quedó de pie en mitad de la calle, llorando a la luz de la mañana.
Capítulo tres
Leigh dejó el anuario para intentar retornar al presente, pero el pasado la retenía entre sus redes. Sarah Culpepper nunca había sido encontrada ni tampoco su secuestrador. Conforme pasaron las semanas y el jefe Cooper no avanzaba en el caso, la gente dejó de llamar secuestrador a Wade para tacharlo de asesino. Las únicas personas que lo consideraban inocente eran Ena, los tíos que habían criado a Sarah y el jefe de la policía. Sin embargo, Leigh nunca rompió su silencio.
Leigh cerró los párpados con fuerza sin conseguir que las imágenes del pasado se desvanecieran. Si hubiera tenido el valor suficiente como para haber cumplido con su deber quizá podría haberlo superado después de tantos años. Recordaba vivamente la amalgama de amor, remordimientos y culpa que la habían atormentado durante aquellos días. Había obrado mal, pero sólo era una chica asustada por una sociedad rígida y un padre dominante. Pero el jefe Cooper nunca presentó cargos contra Wade y la necesidad de ir a confesarle lo que había sucedido aquella noche no se presentó. Wade desapareció dos semanas después del secuestro reforzando la opinión general de que él había sido el culpable. Leigh no había vuelto a verlo hasta la semana anterior.
Cuando se levantó de la cama, temblaba de pies a cabeza. Sólo habían mantenido una relación durante dos semanas, pero habían bastado para cambiarla para siempre. Intentó calmarse sabiendo que nunca podría ser neutral en lo referente a Wade. Hacía tiempo, le había inspirado una pasión ardiente que ahogaba todo sentido común. Al encontrarse de nuevo, otra clase de sentimiento la atormentara. Era la culpa.
El reloj era de oro y realzaba la elegancia de su muñeca. Eran las siete y media cuando llegó a la puerta de Wade. Se había ensimismado tanto en sus rememoraciones del pasado que no se había dado cuenta del transcurrir del tiempo. Cuando reparó en lo tarde que se le había hecho sólo tuvo tiempo de ponerse unos vaqueros y una camiseta limpios y peinarse con rapidez.
Se detuvo ante la decrépita casa que había sido de Ena para recuperar el aliento. Antes de que pudiera tocar el timbre, la puerta se abrió. Leigh dio un paso hacia atrás. Los últimos rayos de sol cayeron sobre Wade resaltando la masculinidad de su cuerpo. Tuvo la sensación de que tenía un aspecto aun más extraño que en el cementerio con su traje de sastre y su pelo cortado por un profesional.
– Ya me parecía que había oído algo aquí fuera. Adelante.
Leigh se dio cuenta de que Wade sí se había arreglado para la ocasión. Llevaba una camisa de manga corta y unos pantalones blancos. Ella se miró las zapatillas de tenis que se había puesto y se mordió los labios. Apenas había entrado en la casa y ya se encontraba en desventaja.
– Siento llegar tan tarde pero es que… -se detuvo al darse cuenta de lo que iba a confesarte-. Se me ha pasado el tiempo volando.
– Creí que habías vuelto a cambiar de opinión -dijo él, dándole a sus palabras una doble intención.
Hacía doce años no había aparecido a la cita. Ahora, llegaba media hora tarde y con aspecto desaliñado. Aquello le decía cuánto le importaba él.
– Vamos, la cena está casi lista.
Wade se dirigió al patio trasero y ella le siguió con un paso más lento. Nunca se había sentido cómodo dentro de la casa, ni siquiera de niño.
Parecía demasiado pequeña para albergar todos los muebles y cachivaches de Ena. No se sentía de ninguna parte. No le gustaba aquella casa ni aquel pueblo, pero tampoco le gustaba la violencia y las multitudes de Manhattan. Lo único que le gustaba de Nueva York era que la gente no chismorreaba de sus vecinos. A nadie le importaba nadie.
Cuando llegaron al patio, Leigh se dio cuenta de que Wade había hecho un esfuerzo para que la mesa quedara atractiva. En el centro había un jarrón con narcisos amarillos recién cortados. Unas copas de vino de tallo largo contrastaban con los platos de marfil a juego con los cuencos de las ensaladas. Un ventilador refrescaba el rincón, pero las manos de Leigh traspiraban. Se preguntaba por qué Wade se esforzaba en agradarla cuando su vieja traición se interponía entre ambos.
– Acabo de poner la carne en la parrilla. Estará hecha en un momento -dijo Wade sin mostrar ninguna expresión en su rostro-. Hace tanto calor que pensé que aquí estaría mejor.
Leigh asintió intentando dominar su nerviosismo. Se sentía tan incómoda en su presencia que le hubiera dado igual el frío o el calor.
– ¿Quieres que te ayude? -preguntó pensando que alguna actividad podría aliviarla.
– No. No hay nada que hacer.
Leigh se descubrió preguntándose en qué momento habría desaparecido el entusiasmo de su voz. El Wade que ella había conocido era un torrente de alegría y de ganas de vivir. El hombre que tenía delante parecía vacío, sin vida.
– Ya he aderezado la ensalada y descorchado el vino -prosiguió él-. Siéntate. Acabaré en un instante.
Se dio media vuelta y desapareció en la cocina. Se sentía tan incómodo como ella. Estaba irritando consigo mismo por el alivio que había experimentado al ver que ella no le había dejado plantada y con Leigh por no ser ni de lejos de la mujer que él había creído hacía tanto tiempo. Había sabido que la invitación no era una buena idea incluso antes de formularla. No quería mirarla y recordar lo que había resultado ser a la vez los mejores y los peores días de su vida. Sin embargo, había intentado de corazón que la cena fuera lo más agradable posible. Había intentado convencerse de que Leigh era una compañera de cena casual, pero no lo había conseguido. No era una mujer que acabara de conocer en la tienda de la esquina. Era la mujer que le había enseñado el significado de la palabra traición.
– ¡Maldita sea! -exclamó descargando el puño sobre el poyo de la cocina.
Leigh no pudo esperarle sentada. Fue al salón que había sido de Ena y pasó una mano por el mármol de la chimenea. Sobre la repisa había una foto de Wade y Ena. La había visto antes, pero nunca se le había presentado la oportunidad para estudiarla detenidamente.
Madre e hijo se habían retratado en la azotea de una de las torres gemelas de World Trade Center. Wade la abrazaba con un sólo brazo mientras reía. Los ojos de la mujer rebosaban de amor y alegría. Leigh suponía que había sido tomada por una de las sofisticadas amigas neoyorquinas de Wade. Sin embargo, se dijo a sí misma que ella no trataba de competir con ninguna chica de gran ciudad.
– Leigh, la cena está lista -dijo Wade desde la cocina.
A ella siempre le había gustado la manera que tenía de pronunciar su nombre. Parecía acariciar cada sílaba como si se tratara de algo muy importante. Respiró profundamente y se dirigió al comedor dispuesta a enfrentarse con lo que la velada le deparara.