– A lo mejor podemos hacer algo mañana por la tarde.
– ¿Mañana?
– En el chalé que he alquilado, en Haughton. Vas a llevar a Tom, ¿recuerdas? Es la casa que hay al final del pueblo, girando a la derecha antes de salir a la carretera.
– Me temo que no va a ser posible. Tom tiene que ensayar una obra mañana, después del colegio -contestó Fleur, aliviada al tener una excusa-. Hace más vida social que yo.
– ¿Ah, sí? Pues entonces tendré que conformarme con tu compañía.
– No, Matt. Es el único momento que tengo para…
No terminó la frase.
¿Para qué? ¿Era el único momento que tenía para darse un revolcón?
Pues no, él no pensaba ponerse a la cola.
– Si no haces vida social, supongo que te apetecerá salir a dar un paseo.
– Pensaba ir a Maybridge, al mercado. Es más fácil ir sola que llevar al niño.
– ¿Cómo puedo competir yo con eso? -preguntó Matt, irónico.
– Tienes razón. Tenemos que hablar de esto como dos adultos, no como dos críos escondidos en un granero. Las compras tendrán que esperar.
– No -dijo él entonces-. Sé lo que cuesta llevar una empresa como Gilbert y supongo que estás muy ocupada -añadió, metiendo la mano en el bolsillo del abrigo para sacar una tarjeta-. Mándame un e-mail con una lista de todo lo que necesitas y lo tendrás mañana por la tarde. Así tendremos una excusa para vernos, además.
– ¿Tú vas a hacer las compras por mí? Debes de estar desesperado.
– No tengo intención de hacerlas personalmente. Te aseguro que tengo cosas mejores que hacer con mi tiempo que empujar un carrito en un supermercado. Y te espero en Haughton alrededor de las siete.
Desde luego, eran dos personas diferentes, pensó Fleur. Habían empezado en la vida como iguales. Cada uno, heredero de una familia de personas dedicadas a la jardinería, con la misma historia, el mismo número de acres de terreno, la misma información sobre el negocio familiar, el mismo futuro por delante, la misma tragedia familiar, el mismo amor el uno por el otro.
La diferencia era que ella había optado por quedarse para cuidar de su padre mientras que Matt se había marchado, olvidando los deberes que tenía hacia su madre, para forjarse una vida en otra parte.
Aunque Tom era tanto hijo suyo como de Matt, había sido ella quien se había quedado para cuidar del niño, la que había luchado para mantener su casa cuando su padre se había hundido en la desesperación, cuando había dejado de preocuparse por el negocio.
Matt, incluso ahora, ni siquiera tenía que perder el tiempo haciendo compras. Podía contratar a otra persona para que lo hiciera por él mientras ella tenía que pasar horas haciendo cuentas para llegar a fin de mes…
Fleur miró la tarjeta. Había estado a punto de decirle que podía meterse el favor… donde le cupiera, pero tenía razón. Así tenía un día más hasta que tuviera que contarle a su padre la verdad, hasta que tuviera que ver el dolor en sus ojos, cuando entendiera que no sólo su mujer lo había traicionado.
Matt comparó la lista de productos genéricos con las estanterías que tenía delante. Estaba a punto de comprar lo que le apetecía, productos de primera calidad, pero no por Fleur o por su padre, sino por su hijo. Quería que tuviera lo mejor, que comiera los mejores productos, los más frescos. Desgraciadamente, le había dicho que otra persona haría la compra, de modo que no podría justificarlo. Además, Fleur insistiría en pagar la cuenta y su presupuesto era, como mínimo, económico.
Cuando descubrió que tenía un hijo del que no sabía nada se había sentido excluido, engañado. Pero en aquel supermercado, incapaz de tomar una simple decisión sobre qué lata de judías debía comprar, entendió lo que significaba de verdad esa exclusión de la vida de su hijo.
Una exclusión, y Matt lo sabía bien, de la que él era el responsable.
Su administrador estaba organizando un fideicomiso para el niño porque, ocurriera lo que ocurriera, Matt quería que el futuro de Tom estuviera asegurado.
Pero aquello, eso de ir a comprar al supermercado, era el día a día. Fleur no había querido decirle que tenía un hijo, no había querido pedirle una pensión de manutención. Le había negado a Tom una vida mejor…
Pero todo eso iba a cambiar, decidió, mientras ponía las latas más caras en el carrito. Con un poco de suerte, cuando tuviera que firmar el cheque entraría en razón.
Y si no, estaba seguro de que un buen abogado usaría su falta de fondos contra ella.
La casa de Haughton era un escondite perfecto. A cinco kilómetros de Longbourne, pero a miles de kilómetros de distancia en cuanto al estilo de vida. Las casas eran pintorescas, bien conservadas, y los caminos desaparecían entre los altos árboles. Allí nadie podría ver el Land Rover, pensó Fleur.
Old Cottage, la casa que Matt había alquilado, estaba al final de uno de esos caminos, con dos bancos de madera en el porche, un jardín bien cuidado y un balancín colgando entre dos manzanos. Parecía una casita de ensueño.
Cuando Matt le dijo que era rico no había exagerado, desde luego.
Como no tenía dinero para ir a la peluquería, Fleur se había cepillado el pelo hasta sacarle brillo y el jersey y los pantalones que llevaba, aunque comprados en una tienda de segunda mano, estaban en mejores condiciones que la mayoría de su ropa. Parecía una joven madre normal, como cualquiera de las chicas del pueblo. Y lo era. Al fin y al cabo, llevaba puesta su ropa.
– Llegas tarde -dijo Matt, que estaba esperando en el porche-. Empezaba a pensar que tendría que ir a buscarte.
– Me he retrasado porque tenía que atender una llamada.
– Si hubiera sido Tom quien estuviera esperando, ¿habrías atendido esa llamada? -le preguntó Matt con seriedad.
– No.
– ¿Quién era, un acreedor?
Fleur se preguntó si debería decirle la verdad, que era un cliente, pero dudaba que la creyera, así que no se molestó.
– Pensé que entenderías que los negocios van antes que el placer.
– Pero es que estamos hablando de negocios, Fleur.
– Tom no es un negocio -replicó ella-. La felicidad de mi hijo depende de lo que estamos a punto de decidir.
– Te equivocas de pronombre, Fleur.
– Muy bien, de nuestro hijo. Y nosotros somos sus padres.
Matt tuvo que sonreír.
– Has tenido cinco años para elegir las palabras, así que tendrás que ser paciente conmigo. Entra -dijo, haciendo un gesto con la mano.
– Es muy bonito -comentó Fleur mirando alrededor-. Has tenido suerte de encontrar un sitio así en tan poco tiempo.
– Digamos que más bien me encontró a mí. Vine con la propietaria en el avión. Le dije que estaba buscando un sitio para alquilar y ella me lo ofreció.
– Ah, qué bien -murmuró Fleur. Seguramente sería una mujer guapa y sofisticada con la que habría tomado una copa de champán en primera clase-. ¿Y te lo ofreció así como así? ¿A un completo extraño? ¿Cuántas horas dura el vuelo desde Hungría?
– Dos horas y media.
– ¿Tanto? -preguntó Fleur, intentando disimular el sarcasmo.
– Se puede conocer a la gente en dos horas y media, te lo aseguro. Por lo visto, la casa estaba vacía desde Navidad. Amy me dijo que le haría un favor si la aireaba un poco.
– Pues debiste de impresionarla.
– Además, no era una extraña. Compra las herramientas de jardinería en Hanovers.
– Yo compro la comida en Maybridge Royal, pero no me imagino ofreciéndole mi casa al propietario del supermercado.
– ¿No? Pues entonces supongo que mi cara le inspiró confianza.
– Sí, seguro. ¿Vive por aquí?
– Al otro lado del pueblo.
– Ya.
No, no creía que fuera su cara en lo que la tal Amy estuviera interesada. Y tampoco quería saber qué otros favores pensaba hacerle.
Porque no era asunto suyo.
Habían pasado seis años desde que Matt se marchó y estaba segura de que no había respetado las promesas que se habían hecho tanto tiempo atrás.