– Tengo que ir a Chelsea con mi padre. Es la única esperanza que nos queda de mantener el negocio. Después de eso…
– ¿Después de eso qué?
– De una forma o de otra, todo habrá cambiado.
– ¿Por qué? ¿Qué vas a encontrar en Chelsea?
– Vamos a relanzar las fucsias Gilbert -contestó ella-. Si pudiéramos esperar hasta entonces…
– ¿Qué?
Fleur sacudió la cabeza, aparentemente más interesada en sus zapatos que en él. Y Matt tenía la impresión de que si alargaba la mano, si apartaba el flequillo de su cara, si la abrazaba, todos esos años se olvidarían y volvería a ser como el día que bailaron juntos en aquella fiesta.
La Fleur Gilbert de dieciocho años se había echado en sus brazos como si fuera el único sitio en el mundo en el que quisiera estar. Y él la había recibido en ellos como si fuera la única mujer en el mundo. En un segundo, mientras apretaba la mejilla contra su pelo y ella apoyaba la cabeza en su hombro, sus vidas habían cambiado para siempre.
¿Estaba recordando ella ese momento? ¿Esperaría que la tomase en sus brazos? ¿Querría hacer el amor con él para, una vez en la cama, conseguir de él lo que quisiera?
Ése había sido su plan.
Había sido un marido fiel para una esposa ausente durante seis años. Y había querido hacerle pagar por eso. Hacer que rindiera su cuerpo y luego su alma. Y luego se marcharía y sería Fleur quien lo hubiera perdido todo.
Hacer planes a la fría luz del día, empujado por la rabia y la soledad, era muy fácil. La rabia era una emoción que lo había empujado durante muchos años. Luego, cuando volvía a casa, se encontró contándoselo todo a la mujer que estaba sentada a su lado en el avión, mostrándole una fotografía de Fleur, que había guardado a pesar de todo. Recordaba cómo había sido, cuánto la había amado. Cuánto había perdido…
Desde ese momento nada había sido fácil para él.
Escribirle una carta que la hiciera volver corriendo a sus brazos había sido el primer obstáculo.
Había querido escribirla a mano, hacerla personal, pero su mano se negaba a cooperar, sus dedos delataban una emoción que él quería mantener escondida. De modo que se había visto forzado a escribirla en el ordenador.
– Si podemos esperar hasta entonces… ¿qué? -insistió-. ¿Es eso lo que le has pedido a la directora del banco? ¿Tiempo? ¿Que espere hasta finales de mayo?
– ¿Cómo sabes que he estado en el banco? -preguntó Fleur.
– Me lo imagino. Todo el mundo sabe que tenéis problemas económicos y esta mañana, cuando saliste de casa, llevabas un traje de chaqueta y un maletín.
– Ah, o sea, que estabas espiándome.
– No estaba espiándote, estaba mirando por la ventana de mi antiguo dormitorio -suspiró Matt-. Quería ver a Tom, Fleur. Quería ver a mi hijo por primera vez en mi vida.
Ella se tapó la mano con la boca, como si acabara de darse cuenta de lo duro que debía de haber sido ver a su hijo por primera vez con un cristal entre ellos, incapaz de tocar su mano, de acariciarle el pelo, de decirle que lo pasara bien en el colegio. Un espectador distante en la vida de Tom.
– Lo siento. Lo siento mucho, Matt.
– Ya.
– Todo sería mucho más fácil si tu madre nos dejara en paz. ¿Por qué nos odia tanto? Tu padre era tan culpable como mi madre de lo que pasó.
– Tu madre iba conduciendo. Y estaba borracha.
– ¡Los dos estaban borrachos! No la estoy excusando, pero no sólo perdió el permiso de conducir, perdió la vida, igual que tu padre. Y de una manera mucho más horrible. Estuvo un mes en el hospital, sabiendo que si sobrevivía tendría que enfrentarse con la vergüenza, con el dolor, con la discapacidad. Y por muy mal que se portara, eso no explica por qué tu madre parece culpar a mi padre personalmente por lo que pasó.
– No culpa a tu padre. Eso sería ridículo -replicó Matt-. ¿Tu padre puso alguna objeción cuando ella solicitó un permiso de obra para construir en la finca Hanover?
– ¿Qué? Mi padre no hizo nada de eso. Durante mucho tiempo no podía hacer absolutamente nada, no se enteraba de lo que ocurría a su alrededor siquiera.
– ¿Y tú?
– A mí nadie me pidió opinión. No soy la propietaria, o al menos no lo era entonces. Pero nadie me preguntó porque no tenían que hacerlo. Construir unas casas de estilo moderno habría cambiado el paisaje del pueblo y todo el mundo estaba en contra. Incluso hubo una recogida de firmas organizada por el Ayuntamiento.
– Probablemente también yo habría firmado -murmuró Matt-. Pero si te pones en el lugar de mi madre, desesperada por escapar de aquí, es comprensible.
– Debe de saber la verdad sobre Tom, Matt. Si no lo sabía antes, puede que lo sepa ahora.
– No lo creo. No ha vuelto a pensar en nada más que en el negocio.
– Lo sé y la admiro por eso, pero…
– ¿Pero qué?
– Que me gustaría que se concentrara sólo en el negocio, en sus comités y en sus operaciones de cirugía estética y nos dejara en paz.
– ¿Qué operaciones?
– Por favor, Matt, ahora parece más joven que hace diez años. Yo diría que ha recibido una ayudita.
– ¿Qué te ha hecho mi madre, además de ofrecerse a comprar tu negocio?
– Por una cantidad irrisoria. Si quieres que sea sincera, es algo más que las continuas quejas, las continuas cartas de su abogado por una rama que entra en su finca, por una raíz… Pero creo que tienes razón sobre lo del permiso. Nosotros recibimos una oferta para convertir el viejo granero en dos chalés, algo que habría resuelto todos nuestros problemas. Pero, de repente, el comprador se retiró.
– No sé si mi madre tuvo algo que ver con eso.
– Yo tampoco, pero ahora que estás de vuelta en casa, podrías pedirle que fuera un poco más agradable.
– Preséntale a su nieto y seguramente lo será.
– ¿Crees que me recibiría con los brazos abiertos? -rió Fleur-. Si supiera que Tom es su nieto, movería cielo y tierra para destrozarnos. Haría lo que fuera para que tú consiguieras rápidamente la custodia.
Recordando que su madre le había ofrecido la casa Gilbert como si ya fuera suya, Matt sospechó que Fleur tenía razón. Su madre era, después de todo, sólo Hanover por matrimonio. Tenía que haber algo más que la vieja rencilla familiar para que los odiase tanto. ¿Y por qué estaban pasando los Gilbert por tantos problemas económicos? Llevaban mucho tiempo en el negocio y la finca era suya. ¿Qué había sido de su capital?
– Y eso es lo que tú quieres también, ¿verdad, Matt? -preguntó Fleur, interrumpiendo sus pensamientos-. Es lo que decías en la carta, que querías la custodia del niño.
No había furia en su voz, ni rabia. Lo había dicho con toda tranquilidad.
– Es lo que quería, sí.
– Si crees que estas reuniones van a ayudarte a conseguirla, te equivocas. Será mejor que hables con un abogado.
– Lo que yo quiero… Lo que quiero es lo mejor para mi hijo, nada más.
– Bueno, al menos los dos queremos lo mismo. Claro que si mi padre pudiera vender el granero, estaríamos ligeramente más igualados.
– Lo siento, Fleur. En eso no puedo ayudarte. Mi madre tiene planes para ese granero.
– ¿Perdona? ¿Planes, qué planes? El granero es de mi padre.
– Pero ella quiere convertirlo en un restaurante.
– ¿Qué?
– Cuando tengáis que declararos en bancarrota, lo comprará. Y barato, ahora que han calificado el terreno como rústico.
– Antes lo quemo -replicó Fleur.
– Dime cuándo y te prestaré una caja de cerillas. Contigo en la cárcel por pirómana, la custodia de Tom sería para mí una cuestión de días.
– Por favor… cualquiera se daría cuenta de que ese granero ha sido usado como lugar de encuentro para dos amantes. Con ese sofá viejo, la cama de paja… alguien podía haberse dejado la lámpara encendida… una lámpara que caería al suelo en un momento de pasión… Sabes lo que quiero decir, ¿verdad?