Había querido decir que la cerrara cuando se fuera, pero Matt permaneció en el invernadero. Y, a pesar de todo, Fleur se alegraba de su presencia. Y cuando tomó su mano, no se apartó.
Por fin, cuando lo hubieron colocado en una camilla, un enfermero le preguntó si iría con ellos en la ambulancia.
– Sí, sí, voy con él -contestó Fleur.
– Yo os sigo con el coche -dijo Matt.
– No hace falta.
– Pero luego tendrás que volver a casa…
– Me las he arreglado sin ti durante seis años y puedo seguir haciéndolo -lo interrumpió ella.
Y después pasó a su lado siguiendo a la camilla, sin mirar atrás.
Matt se había alejado de ella una vez y ése era un error que no pensaba repetir. Pero antes de salir, recogió el tiesto que estaba tirado en el suelo y colocó los pedazos en la estantería. Después, comprobó que todo estuviera en su sitio antes de cerrar la puerta del invernadero y entró en la cocina para comprobar que no se hubieran dejado el gas abierto o la chimenea encendida.
El perro de los Gilbert levantó la cabeza al verlo entrar, pero no hizo nada más. Si era un perro guardián, el pobre no servía de mucho, pensó Matt, acariciándole las orejas. Era una perrita. Y muy cariñosa, además, porque en lugar de lanzarse a su cuello, se dedicó a lamerle la mano.
Cuando iba a salir de la casa se encontró con un hombre en la puerta que parecía a punto de llamar al timbre.
– ¿Señor Gilbert?
– No, no soy el señor Gilbert. Soy Matt Hanover.
– Ah, bien, yo soy Derek Martin, de la empresa de peritaje Martin y Lord. He venido para hacer una evaluación. Para el banco, ya sabe.
Eso, pensó Matt, no sonaba nada bien.
– ¿Ahora mismo?
– La señorita Gilbert me esperaba a las nueve y media.
– ¿Le importa mostrarme su acreditación?
– No, no, claro -contestó el hombre, sacando la cartera.
– La señorita Gilbert ha tenido que salir urgentemente. ¿Tiene que ver el interior de la casa?
– Sólo tengo que echar un vistazo en general y a los cimientos. Si alguien quiere comprar una casa a las afueras del pueblo supongo que querrá tirarla y hacerla nueva.
– Espere un momento, voy a llamar a la señorita Gilbert por teléfono -dijo Matt, sacando el móvil. Lo tenía apagado, pero le dejó un mensaje diciendo que él se encargaría de todo y pensó que así le quitaba un problema de encima. O eso esperaba.
Su madre había tenido razón sobre una cosa: era una casa preciosa. Y sería un sitio estupendo para una familia de tres o cuatro niños como mínimo… y varios perros para aumentar el barullo, algo que como hijo único él siempre había envidiado de pequeño.
La cocina era grande, pero Matt sólo tenía ojos para la puerta de la nevera, llena de dibujos hechos por Tom y fotografías del niño desde que era pequeño… un niño siempre sonriente, de aspecto sano. Tuvo que hacer un esfuerzo para no guardarse una en el bolsillo.
El office era funcional, bien organizado, aunque el ordenador parecía antiguo. El cuarto de estar, con paredes pintadas de color crema y ventanas que daban al jardín, resultaba acogedor.
El salón y el comedor, con las paredes forradas de madera, no parecían usarse en absoluto. Seguramente era allí donde los abuelos de Fleur daban grandes fiestas, pero en aquel momento sólo eran dos salas vacías, con los muebles cubiertos por sábanas.
Matt siguió a Derek Martin al piso de arriba, pero se quedó en el pasillo mientras el hombre metía la cabeza en todas las habitaciones.
– Impresionante.
– ¿Eh?
– En la puerta de la habitación del niño. Un árbol genealógico que se remonta al siglo XIX.
– Fue entonces cuando los Gilbert llegaron aquí -dijo Matt, acercándose para ver el árbol. La última entrada era el nombre de Tom. Estaba escrito con la letra de Fleur; la conocería en cualquier sitio. Pero sólo aparecía la línea materna, la línea paterna estaba en blanco, naturalmente. Quizá debiera escribir su nombre. Fleur Gilbert y Matthew Hanover, aunando las dos ramas familiares.
Thomas Gilbert Hanover.
– ¿Ha terminado?
– Tengo aquí las medidas de un peritaje anterior, pero falta comprobar los cimientos, el invernadero y… ¿hay un granero?
– Está al final de la finca, lindando con la de al lado.
Otro problema para ambas familias. Los Gilbert se habían quedado con el granero, pero los Hanover tenían algunos metros más de terreno y cada generación había discutido sobre quién de los dos se había llevado la mejor parte.
– Puedo revisarlo solo si tiene que ir a algún sitio -dijo Derek Martin, aparentemente percatándose de la impaciencia de Matt.
Pero él no podía hacer nada en el hospital por el momento excepto alterar más a Fleur. Quizá en un par de horas se alegrara de ver a alguien, a cualquiera, y no le importara que fuese él. Por el momento, seguramente estaría mejor allí, comprobando que el perito no se dejaba abierta la puerta del invernadero.
– ¿Cómo está?
– Tranquilo -contestó el médico-. Afortunadamente, hemos podido tratarlo enseguida. Ha sido un pequeño infarto, pero no se preocupe, se pondrá bien, señorita Gilbert.
– ¿Cuánto tiempo tendrá que estar en el hospital?
Su padre, al igual que ella, odiaba los hospitales.
– Vamos a ver cómo se recupera, ¿le parece? En cuanto haya una cama libre lo subiremos a planta, pero mientras tanto puede quedarse con él. O quizá prefiera ir a casa a buscar sus cosas.
– No, antes quiero verlo.
Tenía cosas que decirle, promesas que hacerle.
– ¿Papá?
Seth tenía los ojos cerrados, pero respiraba tranquilamente y las máquinas a las que estaba conectado emitían un pitido rítmico, tranquilizador.
Fleur tomó una silla y se sentó al lado de la cama, apretando su mano. Un segundo después, su padre le devolvió el apretón para demostrarle que estaba consciente.
Ése era el momento. Le había hecho un daño tremendo ocultándole el nombre del padre de Tom y él había tenido que vivir con eso durante seis años. Ahora sólo quedaba decirle la verdad.
– Matt Hanover… Matt es el padre de Tom, papá.
El pitido de la máquina se aceleró durante unos segundos, pero luego volvió a la normalidad para alivio de Fleur. Su padre intentó decir algo, pero no tenía voz y ella se acercó un poco más para ver si lograba entenderlo…
– ¿Que si lo quería? Sí, claro que lo quería.
No sabía cómo explicarle cómo había querido a Matt Hanover. Para ella no había habido nadie más, nada más en su vida. Y nunca hubo nadie más.
Poco a poco, le contó a su padre cómo había empezado su amor desde aquel día que bailaron en la fiesta, cómo quedaban en el granero a escondidas. Le explicó que sus notas habían empeorado desde que lo conoció porque sólo podía pensar en él, que se miraban desde las ventanas, se hacían señas…
– ¿Qué dices, papá…? ¿Romeo y Julieta? -sonrió Fleur-. Sí, papá. Nosotros también pensábamos que éramos Romeo y Julieta. Incluso nos casamos en secreto.
No podía haber estado más equivocada.
Fuera, en el pasillo, Matt escuchaba la conversación, sin moverse, casi sin respirar, sabiendo lo importante que aquello era para Fleur. Tenía que soltar esa carga, pedirle perdón a su padre, redimir tantos años en los que se había sentido culpable.
Él no había entendido eso. No había entendido lo culpable que se sentía. Estaba demasiado furioso, demasiado dolido por la muerte de su propio padre y por la negativa de Fleur como para entender su dolor. Y como para entender que ella estaba cumpliendo con su obligación.
Él se había portado con la madurez de un niño pequeño, tirando su oso de peluche favorito porque no le daba lo que quería.
Incluso cuando su propio rostro se llenó de lágrimas y quiso acercarse a Fleur para abrazarla, para rogarle que lo perdonase, se mantuvo en silencio, levantando una mano para evitar que entrase una enfermera. Las palabras eran fáciles, pero el perdón había que ganárselo.