Ellos habían sido los primeros en instalar nueva tecnología para mantener la temperatura, algo que antes se hacía con enormes calderas. Y les habían ganado la partida a los Hanover, por cierto.
– ¿Seis generaciones?
– Siete conmigo. Bartholomew Gilbert y James Hanover formaron una sociedad en 1829.
– ¿Ah, sí? No sabía que hubieran sido socios.
– Fue una alianza muy corta. Cuando James pilló a su mujer en flagrante delito con Bart en uno de los invernaderos, se dividió la finca y se levantó una valla. Los Gilbert y los Hanover no han vuelto a hablarse desde entonces.
– ¿Nunca?
«Nunca digas nunca jamás».
– No.
– Pero si viven a unos metros… ¿Cómo se puede mantener ese enfado durante tantos años?
– Yo creo que «enfado» es una palabra demasiado suave. Se pelearon por la división de la finca, cada uno creyendo que el otro se llevaba la mejor parte… Luego Bart produjo un nuevo híbrido ese año, pero James juraba que había sido idea suya.
– Ya veo.
– Los hijos heredaban el odio de sus padres y que tuvieran que enfrentarse cada año por ser los mejores en el cultivo de fucsias no hizo nada para contener la animadversión. Ha habido sabotajes, espionaje industrial…
– ¿Perdón?
– Los empleados recibían dinero por robar bulbos o por introducir alguna mala hierba para arruinar un cultivo…
– ¡Virgen Santa!
Y, por supuesto, lo prohibido siempre tentaba a los más inquietos. ¿Quién dijo que los que no aprendían de la historia estaban destinados a cometer los mismos errores que sus antepasados?
– ¿Alguien ha intentado mediar entre las dos familias? -preguntó la señora Johnson.
– Lo han intentado, pero sin éxito. En la última ocasión la mitad del pueblo acabó en los tribunales.
Sólo el optimismo de la juventud había convencido a Matt y a ella de que por fin podrían unir a ambas familias, curar una herida que duraba ya ciento setenta años con el poder del amor.
Desgraciadamente, su madre y el padre de él les llevaban ventaja.
– Supongo que para una persona de fuera todo esto debe de parecer el guión de una mala película -dijo Fleur.
– Sí, bueno, las peleas entre familias no son asunto mío. Pero el estado de su cuenta es otra historia. Dado que llevan en el mercado ciento setenta años, han tenido tiempo más que suficiente para generar beneficios. Los Hanover, a pesar de las distracciones, parecen llevar su negocio con más éxito.
– Los Hanover dejaron de producir plantas hace seis años, cuando Phillip Hanover murió. Ahora, ese riesgo se lo dejan a los demás.
– Pues quizá deberían ustedes seguir su ejemplo.
– Dudo que haya sitio para dos empresas de suministros de jardinería en Longbourne. Además, si todo el mundo hiciera eso, no habría plantas que vender. Y se perderían puestos de trabajo.
La señora Johnson se encogió de hombros, como si eso no le importara. Pero seguía escuchándola con atención.
– Cualquier negocio que esté a merced del tiempo y de lo que se lleva o no se lleva no es un negocio sencillo. En ese sentido, no somos muy diferentes de una boutique.
– ¿Existe la moda en las plantas?
– Por supuesto. Cada año las televisiones y las revistas de jardinería ofrecen productos diferentes. Desgraciadamente, criar flores es como intentar mover un tanque, se tarda algún tiempo en conseguirlo. Pero, afortunadamente, los que nos dedicamos a esto lo hacemos por pasión.
– Sí, mantener una pelea con los vecinos durante ciento setenta años debe de requerir cierta pasión -asintió la señora Johnson, burlona.
– Y también para luchar durante generaciones, durante siglos, con objeto de producir lo imposible: el tulipán negro perfecto, la rosa azul, el narciso rojo.
– ¿Está diciendo que piensa exhibir algo de eso en la feria de Chelsea?
– No, porque como ya le he dicho, nosotros cultivamos fucsias.
– ¿Y cuál es la fucsia más importante?
– Una fucsia doble de color amarillo perfecto. Se convertiría en portada de todas las revistas de jardinería.
– ¿Y si quieren una flor amarilla, no sería más fácil plantar… no sé, las peonías no son amarillas?
– Estamos hablando de plantas exóticas, señora Johnson. No de simples hierbas.
– ¿Y es en eso en lo que su padre pasa el tiempo?
– Lleva en ello toda su vida.
– ¿Y puedo sugerir que haga algo más práctico, como buscar la forma de reducir el descubierto en su cuenta corriente? Mi predecesor en este banco era muy… afable por lo que veo, pero voy a serle franca, señorita Gilbert: yo no puedo permitir que la situación continúe como hasta ahora.
A Fleur se le encogió el estómago.
– El banco no va a perder dinero. Hemos puesto nuestra finca como aval, de modo que el riesgo es sólo para nosotros.
– Es una finca agrícola, terreno rústico. No se puede construir en ella, señorita Gilbert. Su valor en el mercado no es tan importante. Por eso le he pedido a un perito que haga una evaluación. Se pondrá en contacto con usted esta misma semana.
– Y supongo que añadirá su factura al descubierto -dijo Fleur, intentando disimular su rabia-. Así no vamos a ningún sitio.
– Mi deber es proteger al banco -replicó Delia Johnson, levantándose.
– Necesitamos dos meses -insistió Fleur, sin moverse-. Tenemos que llegar a la feria de Chelsea con la nueva variedad de fucsia.
– ¿Y cuál sería el gasto?
– No nos cobran por el puesto en la feria, pero hay costes, claro. El transporte, el alojamiento, el diseño del catálogo… Todo eso está aquí, en este informe -dijo Fleur, sacando una carpeta del maletín-. Es una pequeña inversión a cambio de la publicidad que conseguiremos en televisión, en la radio y en los periódicos locales.
– Ahora mismo, lo único que me preocupa es reducir los números rojos -insistió la señora Johnson, abriendo la puerta de su despacho-. Necesito algo sobre mi mesa en una semana, señorita Gilbert.
– Pero aquí está el informe…
– Cuando lo haya estudiado iré a su casa para hablar con su padre.
Fleur estuvo a punto de insistir en que era con ella con quien debía hablar, pero se dio cuenta de que no serviría de nada, de modo que tomó su maletín y salió del despacho.
Aquella reunión ya no era sólo para solicitar que mantuviera la cuenta en números rojos hasta mayo, era una pelea para no tener que cerrar su negocio.
Capítulo 2
«Debería haber esperado a los diamantes», pensó Fleur mientras subía al Land Rover. Le habrían resultado de mucha ayuda en aquel momento.
Sonriendo con tristeza, se quitó los pendientes que Matt le había regalado. Cuando se los dio le parecieron la cosa más bonita del mundo, pero no eran más que una baratija. Valían tan poco como las promesas que le hizo el día de la boda.
Fleur los apretó en la mano un momento y luego los guardó en el bolsillo del traje, junto con la carta de su madre.
Estarían en buena compañía, pensó, mientras intentaba contener las lágrimas. Pero no había un solo Hanover en el mundo que mereciera una lágrima suya. Si quería convencerse de eso, sólo debía recordar la última afrenta de Katherine Hanover.
Fleur sacó la carta del bolsillo, decidida a romperla, pero cuando iba a hacerlo algo la detuvo.
Quizá porque iba dirigida a ella y no a su padre, quizá por la conversación con la directora del banco, pero el instinto le dijo que la leyera.
La nota que había dentro del sobre era muy corta: Fleur, empezaba. Casi le dieron ganas de reír. Si había algo que admiraba en Katherine Hanover era su falta total de hipocresía. Nada de «Querida Fleur» o la formalidad de «Señorita Gilbert». No, eso le habría conferido demasiado importancia.
Pero cuando empezó a leer, su inclinación a sonreír desapareció por completo: