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– Entonces, nada ha cambiado -dijo Matt. Al otro lado del hilo, Fleur creyó percibir un suspiro de resignación-. Ve cuando puedas. Te esperaré.

Matt colgó el teléfono.

Por favor…

Si cerraba los ojos, aún podía verla a los dieciocho años, tumbada en una cama de paja en el viejo granero, los ojos verdes brillantes, la boca suave e invitadora…

Por favor…

Incluso ahora, después de todo lo que había pasado, seguía respondiendo como un adolescente excitado al oír su voz. Tenía que hacer un esfuerzo para recordar lo furioso que estaba.

– ¿He oído el teléfono?

Su madre estaba en la puerta, como si no quisiera invadir su espacio… como si no supiera que escuchar sus conversaciones telefónicas era mucho menos adecuado.

– Sí -dijo él.

Como si ese monosílabo fuera una invitación, Katherine entró en el despacho y dejó el bolso sobre el escritorio.

– ¿Quién era?

– Me han ofrecido una casa en Haughton. La que está al final del pueblo, entre los pinos.

No iba a decirle que acababa de hablar con Fleur Gilbert. Porque nada había cambiado. Fleur y él seguían atrapados por casi dos siglos de odio. Los dos seguían mintiendo a sus padres, encontrándose en secreto… Hacer de Romeo y Julieta era un placer ilícito cuando eran jóvenes, pero él estaba harto de subterfugios.

– ¿No vas a quedarte aquí? -preguntó su madre, intentando disimular su decepción.

– No. He quedado con la propietaria para recoger las llaves esta tarde.

– Alquilar una casa en Haughton costará mucho dinero.

– Afortunadamente, yo he heredado tu cabeza para los negocios.

El halago hizo que Katherine Hanover sonriera, como Matt imaginaba, pero no estaba contenta.

– ¿Por qué vas a gastar dinero cuando aquí tienes todo el espacio que necesitas? Llevas tantos años fuera, hijo… Me gustaría pasar algún tiempo contigo. Cuidarte un poco.

Matt había sido tan cruel con su madre como sólo podían serlo los jóvenes. Lo lamentaba, pero no tanto como para vivir bajo el mismo techo. Sin embargo, para consolarla un poco, apretó su mano.

– No está tan lejos. Y si decido quedarme, compraré una casa cerca de aquí.

– Sí, te comprendo. Es que sigo sin poder verte como… en fin, como un adulto. Y, claro, lo último que un hombre adulto quiere es vivir con su madre. Lo entiendo.

– Me alegro.

– Bueno, ¿y qué pasa con la oficina? ¿Esto te sirve por el momento o necesitas más espacio? -preguntó su madre, demostrando que, a pesar de lo desesperada que estaba por tenerlo cerca, no iba a hacer el ridículo pidiéndole algo que no quería darle.

Matt no le había hablado de sus planes, pero sólo porque aún no estaba seguro de nada. Podría trabajar desde allí, pero una oficina en el almacén le daría una excusa para ir al pueblo todos los días.

– Usaré este despacho hasta que decida qué voy a hacer.

– Puedes quedarte el tiempo que quieras.

– Sólo mientras no intentes meterme en la guerra contra los Gilbert -contestó él.

– Yo no estoy en guerra con ellos, Matt -dijo su madre, riendo, como si la idea fuera ridícula-. Sólo hago lo que puedo para ganarme la vida.

– Y lo haces muy bien -respondió él. Por supuesto era mentira, pero le alegraba cambiar de tema-. La empresa va muy bien. Papá no la reconocería.

– No -dijo Katherine, con tono satisfecho.

Su padre tampoco la reconocería a ella, pensó Matt.

Entonces era una de esas mujeres aburridas, prácticamente invisibles, que no se metían en los negocios del marido. Siempre dispuesta a echar una mano en las actividades que organizaba el Ayuntamiento, pero sin llamar la atención sobre sí misma con la ropa o el maquillaje, algo por lo que Matt siempre se había sentido agradecido de pequeño. Pero ahora que la veía convertida en una mujer de éxito, elegante y guapa, se preguntó si entonces era feliz.

– ¿Por qué cambiaste de opinión? La última vez que hablamos querías vender el negocio y marcharte de aquí.

– Estuve casi un año intentando vender la empresa y la casa, odiando cada minuto que pasaba aquí… Desgraciadamente, los únicos que mostraron interés por comprar fueron los dueños de una constructora y, aunque me habría gustado que construyeran unas casas horribles en la finca Hanover, no conseguí los permisos.

Matt no se molestó en recordarle la verdad: que le había rogado que le dejara llevar el negocio. Ella podría haberse marchado donde quisiera para vivir cómodamente con la pensión de su padre. Aunque estaba seguro de que lo había pensado muchas veces durante los últimos seis años.

– Debías de odiar a papá con toda tu alma.

– Entonces estaba demasiado dolida como para pensar. De haberlo hecho me habría dado cuenta de que yo no era la única persona que estaba sufriendo.

Era la única disculpa que iba a recibir, pensó Matt.

– Me hiciste un favor. Me sacaste de una pelea absurda en la que llevaba metido desde siempre… desde antes de saber que tenía la vida planeada de antemano.

Su madre lo miró con el ceño fruncido.

– Eso es muy generoso por tu parte. Pero la verdad es que yo estaba tocando fondo cuando dos hombres aparecieron llenos de planes para levantar un hipermercado de suministros de jardinería. Hablaban de dinero, de decoración, de medios, de proveedores… como si yo no estuviera allí. Y entonces me di cuenta de que había sido invisible durante toda mi vida.

Matt se sintió incómodo. Quizá porque eso era precisamente lo que él había estado pensando.

– ¿Y entonces decidiste robarles la idea?

– Eran unos pardillos. Este negocio no consiste en ponerlo todo en un almacén y vender lo básico a precio más barato. Hay que vender los mejores suministros de jardinería como uno vendería una cocina de última generación o unos buenos muebles. Es una forma de vida -sonrió su madre-. Y tenía que ir dirigido a las mujeres.

– ¿Les dijiste eso?

– Me habrían mirado como si estuviera loca y habrían seguido sin hacerme ni caso. Pero cuando se marcharon, no podía dejar de pensar en ello.

– ¿No tuviste problemas con los permisos?

– Había aprendido la lección. Así que me hice un buen corte de pelo, me compré un traje de chaqueta y me convertí en una mujer a la que los hombres tendrían que tomarse en serio. No es fácil, no creas. Luego fui al banco y les mostré mi plan, con cifras incluidas.

– ¿Los vecinos no pusieron objeciones? -preguntó Matt, mirando la casa de piedra, el tejado del invernadero de los Gilbert visible por encima de la valla que separaba las dos fincas.

– No.

– ¿Ni siquiera Seth Gilbert?

– Ni siquiera él. A lo mejor pensó que no conseguiría nada.

– Pues se equivocó.

– Desde luego -contestó su madre-. Y no fue la primera vez -añadió, en voz baja.

Incluso un lunes por la mañana, el aparcamiento del hipermercado estaba lleno de gente con bandejas de bulbos y bolsas de tierra.

– Te vendría bien un poco más de espacio.

– Pronto tendré todo el espacio que quiera. Si esperas unos meses podrás quedarte con la casa de los Gilbert. Habrá que hacer reformas, pero es una casa muy bonita.

– ¿Has estado allí alguna vez? ¿Cuándo?

– Hace siglos. La madre de Seth daba unas fiestas estupendas -contestó Katherine, pasándose una mano por la cara, como si quisiera borrar los recuerdos.

– ¿Y te invitaban a esas fiestas? -preguntó Matt sorprendido.

– No he sido siempre una Hanover, hijo.

– Ah, claro, es verdad.

– Piensa en la casa. Es hora de que sientes la cabeza, de que te cases. ¿No has conocido a ninguna chica?

– He conocido a muchas chicas -sonrió Matt.

– Pues yo estoy deseando tener nietos.

Matt creyó que su madre habría recibido también el recorte de periódico y que, como él, habría visto el parecido del niño. Pero no le había dicho nada.