Además, la ciudad y sus habitantes me habían caído mal desde el principio. No solamente no me quería morir, sino que sobre todo no me quería morir en Rouen. Morir en Rouen, entre los ruaneses, me parecía especialmente odioso. Seria, me decía en un estado de ligero delirio causado con toda probabilidad por el dolor, demasiado honor para estos imbéciles de Rouen. Recuerdo a la pareja de jóvenes, conseguí agarrarme a su coche delante de un semáforo en rojo; supongo que volvían de una discoteca, o esa era la impresión de daban. Pregunto por donde se va al hospital; la chica me lo explica en pocas palabras, con cierta irritación. Un momento de silencio. Apenas puedo hablar, apenas puedo tenerme en pie, es evidente que no puedo llegar allí yo solo. Los miro; mudo, imploro su piedad, y al mismo tiempo me pregunto si se dan cuenta de lo que están haciendo. Y luego el semáforo se pone en verde y el tipo arranca. ¿Se dirían algo después el uno al otro para justificar su comportamiento? Ni de eso estoy seguro.
Al final veo un taxi inesperado. Intento fingir desenvoltura para anunciar que quiero ir al hospital, pero no me sale muy bien, y al taxista le falta un pelo para negarse. Y aun así el desgraciado encuentra el modo de decirme, justo antes de arrancar, que “espera que no le ensucie la tapicería”. De hecho, ya había oído decir que las mujeres embarazadas tenían el mismo problema cuando se ponían de parto: excepto algunos camboyanos todos los taxistas se niegan a llevarlas, por miedo a que algún fluido orgánico les pringue el asiento trasero.
¡Venga, hombre!
Tengo que reconocer que en el hospital las formalidades son bastantes rápidas. Un interno se ocupa de mí, me hace toda una serie de reconocimientos. Supongo que no quiere que la palme entre sus manos en la siguiente hora.
Acabados los exámenes, se me acerca y me anuncia que tengo una pericarditis y no un infarto, como creyó al principio. Me cuenta que los primeros síntomas son idénticos; pero al contrario que el infarto, que a menudo es mortal, la pericarditis es una enfermedad muy benigna, nadie se muere nunca de ella. Me dice: “Se habrá usted asustado.” Contesto que si para no darle la lata, pero de hecho no he tenido miedo, solo he tenido la impresión de que iba a palmarla en unos minutos; es distinto.
Después me llevan a la sala de urgencias. Empiezo a gemir sentado en la cama. Ayuda un poco. Estoy solo, no molesto a nadie. De vez en cuando una enfermera asoma la nariz por la puerta, se asegura de que mis gemidos son mas o menos constantes y se vuelve a ir.
Amanece. Acuestan a un borracho en una cama contigua. Sigo gimiendo en voz baja, de forma regular.
A eso de las ocho llega un medico. Me anuncia que me van a transferir al servicio de cardiología, y que va a inyectarme un calmante. Me digo que ya se les podría haber ocurrido antes. La inyección, en efecto, me duerme de inmediato.
Cuando despierto, Tisserand esta sentado a la cabecera de la cama. Parece descompuesto, y a la vez encantado de volver a verme; su solicitud me emociona un poco. Al no encontrarme en mi habitación le entro el pánico, telefoneo a todas partes: a la Dirección Provincial de Agricultura, a la comisario de policía, a nuestra empresa en París…, todavía parece un poco inquieto; cierto que con mi cara lívida y el gota a gota no debo tener muy buen aspecto. Le explico que es una pericarditis, que no es nada, que estaré bien antes de quince días. El quiere que una enfermera que no sabe nada le confirme el diagnostico; pregunta por un medico, el jefe de servicio, quien sea…, al finar el interno de guardia lo tranquiliza.
Regresa a mi lado. Me promete que dará los cursos de formación el solo, que llamara a la empresa para avisarles, que se encargara de todo; me pregunta si necesito algo. No, por el momento no. Entonces se va con una amplia sonrisa amistosa y llena de ánimos. Casi enseguida me vuelvo a quedar dormido.
5
“Estos hijos son míos, estas riquezas son mías.” Así habla el insensato, y se atormenta. La verdad es que no se pertenece a si mismo. ¿Qué decir de los hijos? ¿Qué de las riquezas?
Dhammapada, V
Uno se acostumbra muy deprisa al hospital. Durante toda una semana estuve seriamente afectado, no tenia la menor ganas de moverme o de hablar; pero veía a la gente charlar a mi alrededor, contarse sus enfermedades con ese interés febril, esa delectación que siempre les parece un poco indecente a los que tienen buena salud; veía también a las familias durante las visitas. En conjunto, nadie se quejaba; todos parecían muy satisfechos de su suerte, a pesar del modo de vida poco natural que se les había impuesto, a pesar también del peligro que pesaba sobre ellos; pues en un servicio de cardiología, a fin de cuentas, la mayoría de los pacientes están arriesgando el pellejo.
Recuerdo a un obrero de cincuenta y cinco años que iba por el sexto ingreso; saludaba a todo el mundo, al medico, a las enfermeras… Obviamente, estaba encantado de encontrarse allí. Y sin embargo su vida privada era muy activa: hacia bricolaje, cuidaba el jardín, etc. Vi a su mujer, que parecía muy agradable; eran hasta conmovedores, por quererse así pasados los cincuenta. Pero él abdicaba de cualquier voluntad en cuanto llegaba al hospital; depositaba su cuerpo, encantado, en manos de la ciencia. Puesto que todo estaba organizado. Un día y otro se quedaría en el hospital, era evidente; pero eso también estaba organizado. Vuelvo a verlo dirigiéndose al medico con una especie de golosa impaciencia, usando abreviaturas familiares que yo no entendí: “¿Van a hacerme la pneumo y la cata venosa?” Le importaba mucho su cata venosa; hablaba de ella todos los días.
En comparación, yo me sentía un enfermo más bien desagradable. De hecho, tenía ciertas dificultades para volver a tomar posesión de mi mismo. Es una experiencia extraña. Verse las piernas como objetos separados, alejados de la mente, a la que están vinculadas casi por casualidad, y mas bien mal. Imaginarse, con incredulidad, como un montón de miembros que se agitan. Y uno necesita esos miembros, los necesita desesperadamente. Pero aun así a veces parecen muy raros, muy extraños. Sobre todo las piernas.
Tisserand vino a verme dos veces, se porto de maravilla, me trajo libros y dulces. Me di cuenta de que quería hacerme cualquier favor; entonces le pedí unos libros. Pero la verdad es que no tenía ganas de leer. Mi mente flotaba, confusa y un poco perpleja.
El hizo algunas bromas eróticas sobre las enfermeras, pero era inevitable, muy natural, y no le guarde rencor. Además, es verdad que en vista del calor ambiente las enfermeras suelen ir casi desnudas debajo de la bata; solo el sujetador y las bragas, muy visibles en transparencia. Es innegable que esto mantiene una tensión erótica leve pero constante, sobre todo porque ellas te tocan y tu también estas casi desnudo, etc. Y, ay, el cuerpo enfermo todavía tiene ganas de disfrutar. Aunque a decir verdad señalo esto a titulo de información; yo estaba en un estado de insensibilidad erótica casi total, por lo menos durante esa primera semana.
Me di cuenta de que las enfermeras y a los demás enfermos les sorprendía que no recibiese mas visitas; así que explique, para edificación general, que estaba de viaje de negocios cuando me había pasado aquello; no era de Rouen, no conocía a nadie. En resumen, que estaba allí por casualidad.