Pero ¿no había nadie a quien quisiera avisar, informar de mi estado? Pues no, no había nadie.
La segunda semana fue un poco más penosa, empezaba a recuperarme, a tener ganas de salir. La vida volvía a llevar las riendas, como suele decirse. Tisserand ya no estaba allí para llevarme dulces; debía de estar haciendo numerito ante los habitantes de Dijon.
El lunes por la mañana, escuchando una radio por casualidad, me entere de que los estudiantes habían puesto fin a las manifestaciones y que, por supuesto, habían conseguido todo lo que querían. Por el contrario, se había declarado una huelga de ferrocarriles, que había empezado en un ambiente muy duro; los sindicatos oficiales parecían desbordados por la intransigencia y la violencia de los huelguistas. Así que el mundo seguía su curso. La batalla continuaba.
Al día siguiente llamaron de mi empresa y preguntaron por mí; era una secretaria de dirección que había heredado la difícil misión. Estuvo perfecta, tomo todas las precauciones adecuadas, me aseguro que el restablecimiento de mi salud contaba para ellos más que cualquier otra cosa. No obstante, quería saber si me encontraría en condiciones de ir a La Roche-sur-Yon, como estaba previsto. Le dije que no lo sabia, pero que era uno de mis mas ardientes deseos. Ella se rió tontamente; pero ya había notado que era una chica bastante tonta.
6
Dos días mas tarde salí del hospital, un poco antes, creo, de lo que a los médicos les habría gustado. Por lo general intentan que te quedes el mayor tiempo posible para aumentar el coeficiente de ocupación de camas; pero por lo visto el periodo de fiestas les incito a la clemencia. Además, el medico jefe me lo había prometido: “Estará en casa para Navidad”, esas fueron sus palabras. En casa no se, pero seguro que en alguna parte.
Me despedí del obrero, a quien habían operado la víspera. Todo había ido muy bien, según los médicos; aun así, tenía pinta de estas en las últimas.
Su mujer se empeño en que probase la tarta de manzana, ya que su marido no había tenido fuerzas para comérsela. Acepte: estaba deliciosa.
“¡Animo, muchacho!”, me dijo cuando nos separamos. Le deseé lo mismo. Tenía razón; el ánimo siempre puede resultar útil.
Rouen-París. Hace exactamente tres semanas, hice el mismo recorrido en sentido inverso. ¿Qué ha cambiado desde entonces? Las pequeñas aldeas siguen humeando en el valle, como una promesa de apacible felicidad. La hierba es verde. Hay sol, y unas nubecillas que hacen contraste; parece una luz de primavera. Pero un poco mas lejos las tierras están inundadas; se oye el lento estremecimiento del agua entre los sauces; es fácil imaginar un lodo pegajoso, negruzco, donde el pie se hunde bruscamente.
En el vagón, no muy lejos, un negro escucha su walkman empinando una botella de J &B. Se contonea en el pasillo, con la botella en la mano. Un animal, y lo más probable es que sea peligroso. Intento evitar su mirada, que sin embargo es relativamente amistosa.
Un ejecutivo viene a sentarse frente a mí, sin duda molesto por el negro. ¿Qué coño hace aquí? Debería estar en primera. Uno nunca está tranquilo.
Lleva un roles y una chaqueta seersucker. Una alianza de oro, de grosor mediano, en el anular de la mano izquierda. Cabeza cuadrada, franca, más bien agradable. Tendrá unos cuarenta años. La camisa, de color blanco crema, lleva finas rayas en relieve de una crema ligeramente más oscuro. La corbata es de anchura mediana; por supuesto, esta leyendo Les Echos. No solo lo lee sino que lo devora, como si de esa lectura pudiera depender, de repente, el sentido de su vida.
Me veo obligado a mirar el paisaje para dejar de verle. Es curioso, parece que el sol se ha vuelto a poner rojo, como en el viaje de ida. Pero me la trae floja; podría haber cinco o seis soles rojos sin que eso cambiara el curso de mi meditación.
No me gusta este mundo. Definitivamente, no me gusta. La sociedad en la que vivo me disgusta; la publicidad me asquea; la información me hace vomitar. Todo mi trabajo informático consiste en multiplicar las referencias, los recortes, los criterios de decisión racional. No tiene ningún sentido. Hablando claro: es mas bien negativo; un estorbo inútil para las neuronas. A este mundo le falta de todo, salvo información suplementaria.
Llegada a París, tan siniestro como siempre. Los edificios leprosos del puente Cardinet, dentro de los cuales uno se imagina, indefectiblemente, a los jubilados agonizando junto a su gato Poucette que devora la mitad de su pensión en croquetas Friskies. Esa especie de estructuras metálicas que se superponen hasta la indecencia para formar una red catenaria. Y la publicidad que vuelve, inevitablemente, repugnante y abigarrada. “Un bello y cambiante espectáculo sobre los muros.” Chorradas. Chorradas de mierda.
7
Volver a mi apartamento, no me produjo un gran entusiasmo; el correo se limitaba a una factura de liquidación por una conversación de teléfono erótico (Natacha, el jadeo en directo) y a una larga carta de las Tríos Suisses informándome de la puesta en funcionamiento de un servicio telemático de pedidos simplificados, el Chouchoutel. En mi calidad de cliente preferente, ya podía beneficiarme de él; todo el equipo informático (fotos en medallón) había trabajado sin interrupción para que el servicio estuviese operativo en Navidad; desde ahora, la directora comercial de las Tríos Suisses se complacía en poder atribuirme personalmente un código Chouchou.
El contador de llamadas de mi contestador indicaba la cifra 1, lo que me sorprendido bastante; pero debía de tratarse de un error. En respuestas a mi mensaje, una voz femenina hastiada y despreciativa había dicho “Pobre imbécil…” antes de colgar. En suma, nada me retenía en París.
De todos modos, me apetecía bastante ir a Vandea. Vandea me traía muchos recuerdos de vacaciones (en su mayoría malos, eso si, pero siempre es igual). Había recuperado algunos en una fábula de animales titulada Diálogos de un teckel y un caniche, que podría calificarse de autorretrato adolescente. En el último capitulo de la obra, uno de los perros le leía a su compañero un manuscrito descubierto en el archivador de su joven amo:
“El año pasado, en torno al 23 de agosto, paseaba por la playa de Sables-d’Olonne, acompañado de mi caniche. Mientras que mi cuadrúpedo compañero parecía disfrutar sin apremios de los movimientos del aire marino y del resplandor del sol (especialmente vivo y agradable aquella mañana), yo no podía evitar que la reflexión me atenazara la frente translucida y, abrumada por una carga demasiado pesada, mi cabeza volvía a abatirse tristemente sobre el pecho.
“Así estábamos cuado me detuve delante de una niña que tendría unos catorce años. Jugaba al bádminton con su padre, o a algún otro juego con raquetas y una pelota voladora. Se había vestido con la más franca sencillez, puesto que solo llevaba un traje de baño y, para colmo, lucia los senos desnudos. Sin embargo, y al llegar aquí uno solo puede inclinarse ante tanta perseverancia, toda su actitud manifestaba el despliegue de una interrumpida tentativa de seducción. El movimiento ascendente de sus brazos cuando fallaba la pelota, si bien tenia la ventaja accesoria de destacar los globos de color ocre que constituían unos pechos ya mas que insinuados, se acompañaba sobre todo de una sonrisa divertida y desolada a la vez, a fin de cuentas impregnada de una intensa alegría de vivir, que dedicaba con toda claridad a cualquier adolescente masculino que pasara en un radio de cincuenta metros. Y todo eso, no lo olvidemos, en mitad de una actividad de carácter eminentemente deportivo y familiar.
“Por otra parte, su pequeña maniobra no carecía de efectos, como no tarde en comprobar; cuando llegaban cerca de ella, los chicos se balanceaban horizontalmente el tórax y aminoraban el cadencioso tijeretazo de su paso en notable proporción. Volviendo la cabeza hacia ellos con un vivo gesto que provocaba en sus cabellos una especie de desgreñamiento temporal no exento de gracia traviesa, premiaba entonces a sus presas mas interesantes con una breve sonrisa que de inmediato contradecía un movimiento no menos gracioso, esta vez destinado a golpear la pelota en pleno centro.