Naturalmente, la obra estaba inacabada. Por otra parte, el teckel se dormía antes de que el caniche acabara su discurso; pero algunos indicios debían indicar que detentaba la verdad, y que esta podía expresarse en unas cuantas y sobrias frases. En fin, yo era joven, me estaba divirtiendo. Todo esto era antes de Veroniquel; eran los buenos tiempos. Recuerdo que a los diecisiete años, mientras yo expresaba opiniones contradictorias y confusas sobre el mundo, una mujer de unos cincuenta años que encontré en un bar Corail me dijo: “Ya veras, al envejecer las cosas se vuelven muy sencillas.” ¡Cuanta razón tenía!
8
RETORNO A LAS VACAS
El tren llego a La Roche-sur-Yon a las cinco cincuenta y dos, con un frío que calaba hasta los huesos. La ciudad estaba silenciosa, en calma; en una calma perfecta. “¡Bueno!”, me dije, “esta es mi oportunidad de dar un paseíto por el campo…”
Camine por las calles desiertas, o casi desiertas, de una zona de chalets. Al principio intente comparar las características de las casas, pero era bastante difícil; todavía no había amanecido; lo deje rápidamente.
Algunos habitantes, a pesar de la hora matinal, ya estaban levantados; me miraban pasar desde los garajes. Parecían preguntarse qué estaba haciendo yo allí. Si me hubieran abordado, me habría costado mucho contestarles. En efecto, nada justificaba mi presencia allí. Ni en ninguna otra parte, a decir verdad.
Después llegue al campo propiamente dicho. Había cercados, y vacas en los cercados. Un leve azuleo anunciaba la proximidad del alba.
Miré las vacas. Casi ninguna dormía, ya habían empezado a pacer. Me dije que estaban en lo cierto; debían tener frío, mejor hacer un poco de ejercicio. Las observe con benevolencia, sin la menor intención de perturbar su tranquilidad matinal. Algunas se acercaron hasta la valla, sin mugir, y me miraron. Ellas también me dejaban tranquilo. Estaba bien.
Más tarde me dirigí a la Dirección Provincial de Agricultura. Tisserand ya estaba allí; me dio un apretón de manos sorprendentemente caluroso.
El director nos esperaba en su despacho. Enseguida demostró ser un tipo bastante simpático; saltaba a la vista que era de buena pasta. Por el contrario, era totalmente impermeable al mensaje tecnológico que teníamos que comunicarle. La informática, nos dijo con franqueza, le traía sin cuidado. No tenia ningunas ganas de cambiar sus hábitos de trabajo por el placer de pasar por moderno. Las cosas van bien como van, y seguirán yendo así, por lo menos mientras el este a cargo. Si ha aceptado nuestra visita es para evitar problemas con el Ministerio, pero en cuanto nos vayamos meterá el programa en un armario y no lo volverá a tocar.
En estas condiciones, las clases de formación iban a ser una amable broma, una manera de discutir para pasar el tiempo. Eso no me molestaba en absoluto.
Durante los días siguientes, me doy cuenta de que Tisserand empieza a desinflarse. Después de Navidad se va a esquiar a un club de jóvenes, del tipo “prohibido a los dinosaurios”, con bailes por la noche y desayunos tardíos; en resumen, del tipo donde uno folla. Pero habla de la perspectiva sin entusiasmo; veo que ya no se lo cree. De vez en cuando, tras las gafas, su mirada flota sobre mi. Parece hechizado. Conozco la sensación; sentí lo mismo hace dos años, justo después de separarme de Veronique. Tienes la impresión de que puedes rodas por el suelo, cortarte las venas con una hoja de afeitar o masturbarte en el metro sin que nadie te preste atención, sin que nadie mueva una ceja. Como si una película transparente, inviolable y perfecta te protegiera del mundo. Además, Tisserand me lo dijo el otro día (había bebido); “Tengo la impresión de ser un muslo de pollo envuelto en celofán en el estante de un supermercado.” Y añadió: “Tengo la impresión de ser una rana en un tarro; además me parezco a una rana, ¿verdad?” Le conteste suavemente, con un tono de reproche: “Raphael…” Se sobresalto; era la primera vez que lo llamaba por su nombre. Predio la serenidad, y no dijo nada mas.
Al día siguiente, en el desayuno, se quedo mirando mucho tiempo su tazón de Nesquik; y luego, con una voz casi soñadora, suspiro: “¡Joder, tengo veintiocho años y sigo siendo virgen!…” A pesar de todo, me sorprendí; entonces me explico que un resto de orgullo le había impedido siempre ir de putas. Se lo reproche; quizás con demasiada energía, porque me volvió a explicar su punto de vista esa mismo noche, justo antes de regresar a París para el fin de semana. Estábamos en el aparcamiento de la Dirección Provincial de Agricultura; las farolas daban un halo de luz amarillenta bastante desagradable; el aire era húmedo y frío. “Mira, he hecho cálculos; podría pagarme una puta por semana; los sábados por la noche estaría bien. A lo mejor acabo haciéndolo. Pero sé que algunos hombres pueden tener lo mismo gratis, y además con amor. Prefiero intentarlo; de momento, prefiero seguir intentándolo.”
No pude contestarle, claro; pero volví al hotel bastante pensativo. Definitivamente, me decía, no hay duda de que en nuestra sociedad el sexo representa un segundo sistema de diferenciación, con completa independencia del dinero; y se comporta como un sistema de diferenciación tan implacable, al menos, como este. Por otra parte, los efectos de ambos sistemas son estrictamente equivalentes. Igual que el liberalismo económico desenfrenado, y por motivos análogos, el liberalismo sexual produce fenómenos de empobrecimiento absoluto. Algunos hacen el amor todos los días; otros cinco o seis veces en su vida, o nunca. Algunos hacen el amor con docenas de mujeres; otros con ninguna. Es lo que se llama la “ley de mercado”. En un sistema económico que prohíbe el despido libre, cada cual consigue, más o menos encontrar su hueco. En un sistema sexual que prohíbe el adulterio, cada cual se las arregla, más o menos, para encontrar su compañero de cama. En un sistema económico perfectamente liberal, algunos acumulan considerables fortunas; otros se hunden en el paro y la miseria. En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y la soledad. El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de la sociedad. A nivel económico, Raphael Tisserand esta en el campo de los vencedores; a nivel sexual, en el de los vencidos. Algunos ganan en ambos tableros; otros pierden en los dos. Las empresas se pelean por algunos jóvenes diplomados; las mujeres se pelean por algunos jóvenes; los hombres se pelean por algunos jóvenes; hay mucha confusión, mucha agitación.
Un poco mas tarde volví a salir del hotel con la firme intención de agarrar una buena castaña. Encontré un café abierto enfrente de la estación; algunos adolescentes jugaban al flipper, y eso era casi todo. Al tercer coñac, empecé a pensar en Gérard Leverrier.
Gérard Leverrier era gerente en la Asamblea Nacional, en la misma sección que Veronique (que trabajaba allí como secretaria). Gerard Leverrier tenía veintiséis años y ganaba treinta mil francos al mes. Sin embargo, Gerard Leverrier era tímido y depresivo. Un viernes de diciembre por la tarde (no tenia que volver el lunes; había cogido, un poco a su pesar, quince días de vacaciones “por las fiestas”), Gerard Leverrier regreso a su casa y se disparo una bala en la cabeza.
La noticia de su muerte no sorprendió del todo a nadie en la Asamblea Nacional; allí era conocido, sobre todo, por las dificultades que tenía para comprarse una cama. Había decidido la compra hacia meses; pero no conseguía concretar el proyecto. Por lo general, la gente contaba la anécdota con una leve sonrisa irónica; sin embargo no es cosa de risa; comprarse una cama, en nuestros días, presenta sin duda considerables dificultades, y hay motivos para llegar al suicidio. Para empezar hay que prever la entrega y por lo tanto, en general, tomarse medio día libre, con todos los problemas que eso conlleva. A veces los repartidores no aparecen, o bien no consiguen subir la cama por la escalera, y uno corre el riesgo de tener que pedir otra media jornada libre. Estas dificultades se reproducen con todos los muebles y aparatos electrodomésticos, y la acumulación de preocupaciones que se derivan de esta situación puede ya desquiciar seriamente a un ser sensible. Pero, entre todos los muebles, la cama plantea un problema especial y doloroso. Si uno no quiere perder el respeto del vendedor esta obligado a comprar una cama doble, aunque no le vea la utilidad y tenga o no sitio para ponerla. Comprar una cama individual es confesar públicamente que uno no tiene vida sexual, y que no cree que la tendrá en un futuro ni cercano ni lejano (porque las camas, en nuestros días, duran mucho tiempo, mucho mas que el periodo de garantía; es cosa de cinco, diez, incluso veinte años; es una seria inversión, que compromete prácticamente durante el resto de la vida; las camas duran, por termino medio, mucho mas que los matrimonios, la gente lo sabe perfectamente). Incluso si compras una cama de 140 pasas por pequeño burgués mezquino y tacaño; a ojos de los vendedores, la cama de 160 es la única que vale la pena comprar; y entonces mereces su respeto, su consideración, incluso una ligera sonrisa de complicidad; sólo te dan estas cosas con la cama de 160.