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La tarde de la muerte de Gerard Leverrier, su padre le llamó por teléfono al trabajo; como no estaba en su despacho, Veronique cogió el recado. Consistía, simplemente, en que llamara a su padre con la mayor urgencia; y a ella se le olvido transmitirlo. Asi que Gerard Leverrier volvió a su casa a las seis, sin haberse enterado del recado, y se disparo una bala en la cabeza. Veronique me lo contó la noche del día en que se enteraron de su muerte en la Asamblea Nacional; añadió que “le tocaba un poco las pelotas”; ésas fueron sus palabras. Pensé que iba a sentir una especie de culpabilidad, de remordimiento; en absoluto, al día siguiente se le había olvidado todo.

Veronique estaba “en análisis”, como suele decirse; ahora me arrepiento de haberla conocido. Hablando en general, no hay nada que sacar de las mujeres en análisis. Una mujer que cae en manos de un psicoanalista se vuelve inadecuada para cualquier uso, lo he comprobado muchas veces. No hay que considerar este fenómeno un efecto secundario del psicoanálisis, sino simple y llanamente su efecto principal. Con la excusa de reconstruir el yo los psicoanalistas proceden, en realidad, a una escandalosa destrucción del ser humano. Inocencia, generosidad, pureza… trituran todas estas cosas entre sus manos groseras. Los psicoanalistas, muy bien remunerados, pretenciosos y estúpidos, aniquilan definitivamente en sus supuestos pacientes cualquier aptitud para el amor, tanto mental como físico; de hecho, se comportan como verdaderos enemigos de la humanidad. Implacable escuela de egoísmo, el psicoanálisis ataca con el mayor cinismo a chicas estupendas pero un poco perdidas para transformarlas en putas innobles, de un egocentrismo delirante, que solo suscitan un legitimo desagrado. No hay que confiar, en ningún caso, en una mujer que ha pasado por las manos de los psicoanalistas. Mezquindad, egoísmo, ignorancia arrogante, completa ausencia mora, incapacidad crónica para amar: éste es el retrato exhaustivo de una mujer “analizada”.

Tengo que decir que Veronique coincidía, punto por punto, con esta descripción. La quise tanto como pude; lo cual representa mucho amor. Ahora se que derroche ese amor para nada; habría hecho mejor rompiéndole ambos brazos. No cabe duda de que ella tenia desde siempre, como todas las depresivas, disposición al egoísmo y la falta de ternura; pero el psicoanálisis la transformo de forma irreversible en una verdadera basura, sin tripas ni conciencia; un desperdicio envuelto en papel satinado. Recuerdo que tenía un tablón blanco donde solía apuntar cosas del tipo “guisantes” o “planchado”. Una tarde, al volver de la sesión, anoto esta frase de Lacan: “Cuanto mas desagradable seas, mejor iran las cosas.” Sonreí; y me equivocaba. En aquella fase, la frase no era mas que un programa; pero Veronique iba a aplicarla punto por punto.

Una noche en que ella no estaba, me trague un frasco de Largactyl. Luego me entró el pánico y llama a los bomberos. Tuvieron que llevarme a urgencias, hacerme un lavado de estomago, etc. En resumen, que me faltó un pelo para quedarme en ésa. Y la muy guarra (¿como llamarla si no?) ni siquiera fue a verme al hospital. Cuando volví “a casa”, si puedo llamarla así, todo lo que se le ocurrió como bienvenida fue que yo era egoísta y lamentable; su interpretación del acontecimiento es que me las había arreglado para causarle preocupaciones añadidas, y ella “ya tenia bastante con sus problemas de trabajo”. La repugnante muchachita llego incluso a decirme que estaba intentando hacerle “un chantaje emocional”; cuando lo pienso, lamento no haberle trinchado los ovarios. En fin, ya es cosa del pasado.

También recuerdo la noche en que llamo a la policía para que me echara de su casa. ¿Por qué “de su casa”? Porque el apartamento estaba a su nombre, y ella pagaba el alquiler mas a menudo que yo. Este es el primer efecto del psicoanálisis: desarrollar en sus victimas una avaricia y una mezquindad ridículas, casi increíbles. Inútil intentar ir a un café con alguien que se esta analizando: inevitablemente empieza a discutir los detalles de la cuenta, y uno acaba teniendo problemas con el camarero. Así que allí estaban aquellos tres policías gilipollas, con sus walkie-talkies y sus aires de conocer la vida mejor que nadie. Yo estaba en pijama y temblaba de frió; me había agarrado, bajo el mantel, a las patas de la mesa; estaba decidido a que me llevaran a la fuerza. Mientras tanto, la muy petarda les enseñaba facturas de alquiler para establecer sus derechos sobre el lugar; probablemente esperaba que sacaran las porras. Esa misma tarde había tenido “sesión”, había repuesto todas sus reservas de bajeza y de egoísmo; pero yo no cedí, reclame una investigación suplementaria, y aquellos estupidos policías tuvieron que abandonar la casa. Por lo demás, al día siguiente me marché para siempre.

9

LA RESIDENCIA DE LOS BUCANEROS

De pronto, me fue indiferente no ser moderno.

ROLAND BARTHES

El sábado por la mañana temprano encuentro un taxi en la plaza de la Estación, que accede a llevarme a Sables-d’Olonne.

Al salir de la ciudad atravesamos sucesivas capas de niebla y luego, tras la última, nos zambullimos en un lago de bruma opaca, absoluta. La carretera y el paisaje están completamente sumergidos. No se distingue nada, salvo de vez en cuando un árbol o una vaca que emergen de forma temporal, indecisa. Es muy hermoso.

Al llegar a la orilla del mar el tiempo se despeja bruscamente, de golpe. Hay viento, mucho viento, pero el cielo esta casi azul; las nubes se mueven con rapidez hacia el este. Salgo del 504 después de darle una propina al taxista, lo que me vale un “Que tenga un buen día” dicho un poco a regañadientes, me parece. Supongo que cree que voy a pescar cangrejos, o algo por el estilo.

Al principio, paseo a lo largo de la playa. El mar está gris, un poco agitado. No siento nada de particular. Sigo andando durante mucho tiempo.

A eso de las once empieza a aparecer gente, con niños y perros. Giro en dirección opuesta.

Al final de la playa de Sables-d’Olonne, en la prolongación del malecón que cierra el puerto, hay algunas casas antiguas y una iglesia romana. Nada espectacular: son edificios de piedra robusta, toscos, hechos para resistir las tempestades y que resisten las tempestades desde hace cientos de años. Es fácil imaginar la vida que llevaban aquí los pescadores, con las misas de domingo en la pequeña iglesia, la comunión de los fieles cuando el viento sopla fuera y el océano se estrella contra las rocas de la costa. Una vida sin distracciones y sin historias, dominada por una labor difícil y peligrosa. Una vida sencilla y rustica, con mucha nobleza. Y también una vida bastante estúpida.