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A unos pasos de esas casas hay residencias modernas, blancas, destinadas a los veraneantes. Todo un conjunto de edificios de diez a veinte pisos de altura. Los edificios se alzan en una explanada de varios niveles, y el inferior se ha convertido en aparcamiento. Caminé durante mucho rato de un edificio al siguiente, lo que me permite afirmar que la mayoría de los apartamentos deben de tener vistas al mar gracias a distintos trucos arquitectónicos. En esta estación no había ni un alma, y los silbidos del viento que se colaba entre las estructuras de hormigón tenían algo definitivamente siniestro.

Después me dirigí a una residencia mas reciente y mas lujosa, situada esta vez muy pegada al mar, a pocos metros. Se llamaba Residencia de los Bucaneros. Los bajos se los repartían un supermercado, una pizzería y una discoteca; los tres estaban cerrados. Un cartel invitaba a visitar el apartamento piloto.

Esta vez me sentí invadido por una sensación desagradable. Imaginar una familia de veraneantes volviendo a la Residencia de los Bucaneros para luego comerse un escalope con salsa pirata en un local del tipo El Viejo Cabo de Hornos me parecía un poco irritante; pero no podía impedirlo.

Un poco más tarde me entró hambre. Junto al puesto de un vendedor de barquillos simpaticé con un dentista. En fin, simpatizar es mucho decir, digamos que cruzamos unas palabras mientras esperábamos que volviera el vendedor. No sé por qué me contó que era dentista. En general, aborrezco a los dentistas; los tengo por criaturas básicamente venales cuya única meta en la vida es arrancar el mayor número de dientes posible para comprarse un Mercedes, con techo solar. Y este no parecía ser una excepción.

De modo un poco absurdo, creí necesario justificar mi presencia, una vez más, y le conté toda una historia sobre mi intención de comprar un apartamento en la Residencia de los Bucaneros. Enseguida desperté su interés; sopesó los pros y los contras, barquillo en mano, durante mucho tiempo, y al final concluyó que la inversión le parecía “valida”. Tendría que habérmelo imaginado.

10

L’ESCALE

¡Ah, sí, tener valores!…

De regreso en La Roche-sur-Yon, compré un cuchillo de cocina en el Uniprix; empezaba a tener un esbozo de plan.

El domingo fue inexistente; el lunes especialmente sombrío. Sabia, sin necesidad de preguntárselo, que Tisserand había pasado un fin de semana lamentable; eso no me sorprendía en absoluto. Estábamos ya a 22 de diciembre.

Al día siguiente, por la noche, fuimos a cenar a una pizzería. El camarero, desde luego, tenia aspecto de italiano; parecía peludo y encantador; me causo un asco profundo. Además sirvió nuestros respectivos platos de espaguetis deprisa y corriendo, sin verdadera atención. ¡Ah, si hubiésemos llevado faldas abiertas al costado habría sido otra cosa!…

Tisserand bebía un vaso de vino tras otro; yo hablaba de las diferentes tendencias en la música de baile contemporánea. El no contestaba; creo que ni me escuchaba siquiera. Sin embargo, cuando describí en una frase la antigua alternancia del rock y las canciones lentas, para subrayar el carácter rígido que había impuesto a los procedimientos de seducción, su interés revivió (¿habría tenido alguna vez, a titulo personal, la ocasión de bailar una canción lenta? Era poco probable). Pase al ataque:

– Supongo que harás algo en Navidad. Con la familia, a lo mejor…

– No hacemos nada en Navidad. Soy judío -me dijo con una pizca de orgullo-. Bueno, mis padres son judíos -preciso con más sobriedad.

Esta revelación me desarmo durante unos segundos. Pero al fin y al cabo, judío o no judío, ¿cambiaba algo? Si así era, yo me sentía incapaz de ver el que. Continué.

– ¿Y si hacemos algo la noche del 24? Conozco una discoteca en Sables, L’Escale. Muy agradable…

Tenía la sensación de que mis palabras sonaban a falso; estaba avergonzado. Pero Tisserand ya no estaba en condiciones de prestar atención a tales sutilezas. “¿Tú crees que habrá gente?” Me da la impresión de que el 24 es mas bien cosa de familia…”, fue su pobre, su patética objeción. Concedí que, desde luego, el 31 habría sido mucho mejor: “A las chicas les encanta acostarse el 31”, afirme con autoridad. Pero el 24, para eso, tampoco era de despreciar: “Las chicas comen ostras con los padres y la abuela, abren los regalos; pero a partir de medianoche salen a bailar.” Me estaba animando, me creía mi propia historia; Tisserand resultó, como había previsto, fácil de convencer.

La noche siguiente, tardó mas de tres horas en prepararse. Le esperé jugando al dominó, solo, en el vestíbulo del hotel; jugaba contra mi mismo, era muy aburrido; sin embargo me sentía un poco angustiado.

Apareció con un traje negro y una corbata dorada; el pelo tenía que haberle dado mucho trabajo; ahora hacen geles que dan resultados sorprendentes. A fin de cuentas, un traje negro era lo que mejor sentaba; pobre muchacho.

Todavía teníamos que matar una hora, más o menos; no servia de nada ir a la discoteca antes de las once y media, en este punto me mantuve firme. Tras una rápida discusión, dimos una vuelta por la Misa de Gallo: el cura hablaba de una inmensa esperanza que había nacido en el corazón de los hombres; a esto yo no tenia nada que objetar. Tisserand se aburría, pensaba en otra cosa; yo empezaba a sentirme un poco asqueado, pero tenía que aguantar. Había puesto el cuchillo de cocina en una bolsa de plástico, en la parte delantera del coche.

Encontré L’Escale sin problemas; hay que decir que allí había pasado noches muy malas. Hacia ya más de diez años; pero los malos recuerdos desaparecen más despacio que lo que uno cree.

La discoteca estaba medio llena; sobre todo gente de quince a veinte años, cosa que acababa desde el principio con las modestas posibilidades de Tisserand. Muchas minifaldas, camisetas escotadas; en resumen, carne fresca. Vi sus ojos desorbitarse bruscamente al recorrer la pista de baile; yo me acerqué a la barra para pedir un bourbon. Cuando volví él ya estaba, vacilante, en el límite de la nebulosa de los que bailaban. Murmure vagamente “Te veo dentro de un rato” y me dirigí a una mesa que, al estar colocada un poco por encima de las otras, me ofrecería una excelente vista del teatro de operaciones.

Al principio, Tisserand pareció interesarse por una morena de unos veinte años, probablemente una secretaria. Estuve tentado de aprobar la elección. Por una parte la chica no era excepcionalmente guapa, y por lo tanto nadie le haría mucho caso; sus pechos, aunque de buen tamaño, ya colgaban un poco, y las nalgas parecían blandas; estaba claro que dentro de algunos años todo aquello se desplomaría por completo. Por otra parte su ropa, muy audaz, subrayaba sin ambigüedades su intención de encontrar un compañero sexuaclass="underline" el vestido, de tafetán ligero, caracoleaba con cada movimiento, revelando un liguero y unas minúsculas bragas de encaje negro que dejaban el trasero completamente al aire. Su cara seria, un poco obstinada, parecía indicar un carácter prudente; era una chica que sin duda llevaba preservativos en el bolso.

Durante unos minutos Tisserand bailó cerca de ella, extendiendo vivamente los brazos para indicar el entusiasmo que le transmitía la música. Dos o tres veces llegó incluso a dar una palmada; pero la chica no parecía haberlo visto. Aprovechando una breve pausa musical, él tomó la iniciativa de dirigirle la palabra. Ella se volvió, le echó una mirada de desprecio y atravesó la pista de parte a parte para alejarse de él. No tenía remedio.

Todo iba como estaba previsto. Fui a la barra a pedir un segundo bourbon.

Cuando regresé, me di cuenta de que algo había cambiado. Había una chica sentada en la mesa contigua a la mia, sola. Era mucho mas joven que Veronique, tendría diecisiete años; pero aun así se le parecía horriblemente. Llevaba un vestido muy sencillo, más bien suelto, que no señalaba las formas del cuerpo; estas no lo necesitaban para nada. Las caderas anchas, las nalgas lisas y firmes; la flexibilidad de la cintura que lleva las manos hasta los senos redondos, amplios y suaves; las manos que se posan con confianza en la cintura, abrazando la noble rotundidad de las caderas. Conocía todo eso; me bastaba cerrar los ojos para recordarlo. Hasta el rostro, lleno y cándido, que expresa la serena seducción de la mujer natural, segura de su belleza. La tranquila serenidad de la joven potranca, alegre por demás, pronto a probar sus miembros en un galope rápido. La tranquila serenidad de Eva, enamorada de su propia desnudez, sabiéndose, desde luego, eternamente deseable. Me di cuenta de que dos años de separación no habían borrado nada; vacié el bourbon de un trago. En ese momento volvió Tisserand; sudaba un poco. Me dirigió la palabra. Creo que quería saber si yo tenía intención de intentar algo con la chica. No le contesté; empezaba a tener ganas de vomitar, y se me había puesto dura; no andaba nada bien. Dije: “Perdóname un momento…” y atravesé la discoteca en dirección a los aseos. Una vez encerrado me medí dos dedos en la garganta, pero la cantidad de vomito fue escasa y decepcionante. Luego me masturbé, con mas éxito: al principio pensaba un poco en Veronique, claro, pero me concentré en las vaginas en general y la cosa se calmó. La eyaculación llego al cabo de dos minutos, y me trajo confianza y certidumbre.