– ¿Su belleza?… aventuró.
– No es su belleza, desengañate; ni tampoco es su
vagina, ni siquiera su amor; porque todo eso desaparece con la vida. Y desde ahora tú puedes poseer su vida. Lánzate desde esta noche a la carrera del crimen; creeme, amigo mío, es la única posibilidad que te queda. Cuando sientas a esas mujeres temblar bajo la punta del cuchillo y suplicar por su juventud, tu serás el amo; las poseerás en cuerpo y alma. A lo mejor hasta consigues arrancarles, antes del sacrificio, alguna caricia sabrosa; un cuchillo, Raphael, es un aliado considerable.
El seguía mirando a la pareja abrazada que giraba despacio en la pista; una mano de la falsa Veronique apretaba la cintura del mestizo, la otra descansaba en su hombro. En voz baja, casi con timidez, me dijo: “Preferiría matar al tipo…”; entonces me di cuenta de que había ganado; me relaje bruscamente y llené los vasos.
– ¡Bueno! -exclamé-. ¿Y que te lo impide?… ¡Pues claro! ¡Estrénate con un negro!… De todos modos se van a ir juntos, han cerrado el trato. Desde luego, tendrás que matar al tipo antes de llegar al cuerpo de la mujer. Por lo demás, tengo un cuchillo en la parte delantera del coche.
Diez minutos después, en efecto, se fueron juntos. Me levante, agarrando la botella al marcharme; Tisserand me siguió con docilidad.
Fuera, la noche era extrañamente suave, casi calida. Hubo un leve conciliábulo en el aparcamiento entre la chica y el negro; se dirigieron a un scooter. Me instale en el asiento delantero del coche y saqué el cuchillo de la bolsa; los dientes relucían que daba gusto bajo la luna. Antes de montarse en el scooter; ellos se besaron durante mucho rato; era hermoso y muy tierno. A mi lado, Tisserand no dejaba de temblar; yo tenía la sensación de oler el esperma podrido que volvía a hincharle el sexo. Jugando nerviosamente con el cuadro de mandos, dio un aviso con los faros; la chica guiño los ojos. Entonces se decidieron a marcharse; nuestro coche arranco con suavidad tras ellos. Tisserand me preguntó:
– ¿Dónde irán a acostarse?
– Supongo que a casa de los padres de la chica; es lo más normal. Pero hay que detenerlos antes. En cuanto lleguemos a una carretera secundaria, arrollamos el scooter. Seguramente se quedaran un poco atontados; no te costara nada rematar al tipo.
El coche corría con suavidad por la carretera de la costa; delante, a la luz de los faros, la chica abrazaba la cintura de su compañero. Tras un silencio, dije:
– También podríamos atropellarlos, para más seguridad.
– No parece que sospechen nada… -observo él con voz
soñadora.
Bruscamente, el scooter se desvió a la derecha por un camino que conducía al mar. Eso no estaba previsto; le dije a Tisserand que redujera la velocidad. La pareja se detuvo un poco mas lejos; ví que el tipo se tomaba el trabajo de poner el antirrobo antes de llevarse a la chica hacia las dunas.
Cuando cruzamos la primera fila de dunas, lo entendí mejor. El mar se extendía a nuestros pies, casi quieto, formando una inmensa curva; la luz de la luna llena jugaba dulcemente en la superficie. La pareja se alejaba hacia el sur, bordeando la orilla del agua. La temperatura del aire era cada vez más suave, anormalmente suave; parecía el mes de junio; en tales condiciones, claro, lo entendía: hacer el amor a la orilla del océano, bajo el esplendor de las estrellas; lo entendía demasiado bien; es exactamente lo que yo habría hecho en su lugar. Le tendí el cuchillo a Tisserand; se fue sin decir palabra.
Volví al coche; apoyándome en el capó, me senté en la arena. Bebí a morro unos cuantos tragos de bourbon, luego me senté al volante y acerque el coche al mar. Era un poco imprudente, pero hasta el ruido del motor me parecía amortiguado, imperceptible, la noche era envolvente y tibia. Tenía unas ganas terribles de rodar recto hacia el océano. La ausencia de Tisserand se prolongaba.
Cuando volvió, no dijo una palabra. Tenía en la mano el largo cuchillo; la hoja brillaba suavemente; yo no veía manchas de sangre en la superficie. De pronto, me sentí un poco triste. Al final, él habló.
– Cuando llegue, estaban entre dos dunas. El ya le había quitado el vestido y el sujetador. Sus pechos eran tan hermosos, tan redondos a la luz de la luna… Luego ella se dio la vuelta y se acerco a el. Le desabrocho el pantalón. Cuando empezó a chupársela, no pude soportarlo.
Se callo. Yo espere. El mar estaba inmóvil como un lago.
– Me di la vuelta y empecé a andar entre las dunas. Podría haberlos matado; no oían nada, no me prestaban ninguna atención. Me masturbe. No tenia ganas de matarlos; la sangre no cambia nada.
– La sangre esta en todas partes.
– Lo sé. El esperma también está en todas partes. Ya estoy harto. Me vuelvo a París.
No me propuso que le acompañara. Yo me levanté y caminé hacia el mar. La botella de bourbon estaba casi vacía, me bebí el último trago. Cuando me volví, la playa estaba desierta; ni siquiera había oído arrancar el coche.
Nunca volví a ver a Tisserand; se mató en el coche esa misma noche, en el viaje de regreso a París. Había mucha niebla en las cercanias de Angers; iba a toda velocidad, como de costumbre. Su 205 GTI chocó de frente contra un camion que había derrapado en mitad de la calzada. Murió en el acto, poco antes del alba. Al dia siguiente era fiesta, para celebrar el nacimiento de Cristo; la familia avisó a la empresa tres días mas tarde. El entierro ya había tenido lugar, según los ritos; cosa que acabo con cualquier idea sobre coronas o delegaciones. Hubo algunas palabras sobre lo triste que era aquella muerte y las dificultades de conducir con niebla, luego volvimos al trabajo, y eso fue todo.
Por lo menos, me dije al enterarme de su muerte, luchó hasta el final. El club de jóvenes, las vacaciones de esqui… Por lo menos no abdicó, no tiró la toalla. Hasta el final, y a pesar de los fracasos, buscó el amor. Sé que, aun aplastado entre los hierros de su 205 GTI, ensangrentado, con su traje negro y su corbata dorada, en la autopista casi desierta, seguia presentando batalla en el corazon, el deseo y la voluntad de batalla.
Tercera parte
1
¡Ah, era en segundo grado! Ya podemos respirar…
Cuando Tisserand se fue, dormí mal; supongo que me masturbé. Cuando me desperté todo estaba pegajoso, la arena estaba húmeda y fría; me sentí absolutamente harto. Lamentaba que Tisserand no hubiera matado al negro; amanecía.
Me encontraba a kilómetros de distancia de cualquier lugar habitado. Me levante y me puse en camino. ¿Qué iba a hacer si no? Los cigarrillos estaban empapados, pero todavía se podía fumar.
Cuando llegué a París encontré una carta de la asociación de antiguos alumnos de mi escuela de ingenieros; me proponía que comprara alcohol y foiegras para las fiestas a un precio excepcional. Me dije que habían hecho el mailing con un retraso imperdonable.
Al día siguiente no fui a trabajar. Sin un motivo concreto; sencillamente, no tenia ganas. En cuclillas sobre la moqueta, hojeé catálogos de venta por correo. En un folleto editado por las Galerías Lafayette encontré una interesante descripción de los seres humanos, bajo el titulo “Los actuales”:
“Tras una jornada llena de acontecimientos, se instalan en un mullido sofá de líneas sobrias (Steiner, Rosset, Cinna). Al compás de la música de jazz, aprecian el grafismo de las alfombras Dhurries, la alegría de los empapelados (Patrick Frey). Las toallas les esperan en el cuarto de baño (Yves Saint-Laurent, Ted Lapidus), en un maravilloso decorado. Y delante de una cena entre amigos, preparada en una cocina de Daniel Hechter o Primrose Bordier, crean otra vez el mundo.”