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El viernes y el sábado no hice gran cosa; digamos que estuve meditando, si es que a eso se le puede dar un nombre. Recuerdo haber pensado en el suicidio, en su paradójica utilidad. Metamos un chimpancé en una jaula demasiado pequeña, cerrada por cruceros de hormigón. El animal se vuelve loco furioso, se arroja contra las paredes, se arranca los pelos, se inflige a si mismo crueles mordiscos, y en el 73% de los casos acaba matándose. Ahora hagamos una abertura en una de las paredes, y coloquémosla al borde de un precipicio sin fondo. Nuestro simpático cuadrúmano de referencia se acerca al borde, mira hacia abajo, se queda mucho tiempo allí, vuelve muchas veces, pero por lo general no perderá el equilibrio, y, en cualquier caso, su irritación se calmara de modo radical.

Mi meditación sobre los chimpancés se prolongo hasta muy avanzada la noche del sábado al domingo, y terminé por esbozar una fábula de animales titulada Diálogos entre un chimpancé y una cigüeña, que de hecho constituía un panfleto político inusualmente violento. Hecho prisionero por una tribu de cigüeñas, al principio el chimpancé parecía preocupado, ausente. Una mañana, armándose de valor, pedía ver a la cigüeña más vieja. Conducido ante ella, alzaba vivamente los brazos al cielo y pronunciaba este discurso desesperado:

“De todos los sistemas económicos y sociales el capitalismo es, sin duda, el mas natural. Eso ya basta para indicar que es el peor. Una vez llegados a esta conclusión solo nos queda desarrollar un aparato argumental operacional y no sesgado, es decir, cuyo funcionamiento mecánico permita, a partir de hechos introducidos al azar, general múltiples pruebas que refuercen la sentencia preestablecida, un poco como las barras de grafito refuerzan la estructura del reactor nuclear. Se trata de una tarea fácil, digna de un simio muy joven; no obstante, no quisiera pasarla por alta.

“Al producirse la migración del tropel espermático hacia el cuello del útero, fenómeno imponente, respetable y fundamental para la reproducción de las especies, observamos a veces el comportamiento aberrante de ciertos espermatozoides. Miran hacia delante, miran hacia atrás, a veces hasta nadan a contracorriente durante unos segundos, y sus acelerados coletazos parecen traducir un replanteamiento ontológico. Por lo general, si no compensan esta sorprendente indecisión con una velocidad especial, llegan demasiado tarde, y por lo tanto rara vez participan en la gran fiesta de la recombinación genética. Así le ocurrió, en agosto de 1793, a Maximilien Robespierre, arrastrado por el movimiento de la historia como un cristal de calcedonia atrapado en una avalancha en una zona desértica, o mejor aun, como una joven cigüeña de alas todavía débiles, nacida por un azar desafortunado justo antes de la llegada del invierno, y que tiene grandes dificultades -cosa comprensible- para mantener un rumbo correcto al atravesar las turbulencias del aire. Ahora bien, sabemos que cerca de África se forman turbulencias especialmente violentas; pero voy a concretar la idea.

“El día de su ejecución, Maximilien Robespierre tenia la mandíbula rota. La sostenía un vendaje. Justo antes de que pusiera la cabeza bajo la cuchilla, el verdugo le arranco las vendas; Robespierre lanzo un grito de dolor, la sangre chorreó de la herida, sus dientes rotos se esparcieron por el suelo. Entonces el verdugo alzó el vendaje, como un trofeo, para que lo viera la multitud apretujada en torno al cadalso. La gente reía, le lanzaba pullas.

“Por lo común, al llegar a este punto los cronistas añaden: “La revolución había terminado.” Y es rigurosamente exacto.

“Yo quiero creer que, en el preciso momento en que el verdugo blandió el vendaje que chorreaba sangre ante las aclamaciones de la muchedumbre, había en la cabeza de Robespierre algo mas que dolor. Algo más que el sentimiento de fracaso. ¿Una esperanza? O, seguramente, la sensación de que había hecho lo que tenia que hacer. Maximilien Robespierre, te adoro.”

La cigüeña mas vieja contestaba simplemente, con una voz lenta y terrible: “Tat twam así.” Poco después, la tribu de cigüeñas ejecutaba al chimpancé; moría entre atroces dolores, traspasado y emasculado por sus puntiagudos picos. Al haber puesto en duda el orden del mundo, el chimpancé tenia que morir; la verdad es que era comprensible; la verdad es que las cosas son así.

El domingo por la mañana salí un rato por el barrio; compré una barra de pan con uvas. El día era tibio, pero un poco triste, como suele ser el domingo en París; sobre todo cuando uno no cree en Dios.

2

El lunes siguiente volví al trabajo, un poco a verlas venir. Sabía que mi jefe de sección había cogido vacaciones para hacer esquí alpino. Tenía la impresión de que no habría nadie, que nadie me haría ni caso, y que me pasaría el día tecleando arbitrariamente en un teclado cualquiera. Desgraciadamente, a eso de las once y media, un tipo me identifico por los pelos. Se me presento como un nuevo superior jerárquico; no me apetece lo mas mínimo dudar de su palabra. Parece más o menos al corriente de mis actividades, aunque de un modo bastante difuso. Además intenta entablar conversación, simpatizar, yo no me presto en absoluto a sus avances.

A mediodía, un poco por desesperación, fui a comer con un ejecutivo comercial y una secretaria de dirección. Estaba dispuesto a charlar con ellos, pero no me dieron ocasión; parecían proseguir una conversación muy antigua:

– Para la radio del coche -atacó el comercial- he comprado, al final, los altavoces de veinte varios. Los de diez me parecían poco, y los de treinta costaban muchísimo más. Creo que para el coche no merece la pena.

– Yo dije que me montaran cuatro altavoces, dos delante y dos detrás.

El comercial compuso una jocosa sonrisa. Bueno, así estábamos, todo seguía igual.

Pase la tarde haciendo algunas cosas en mi despacho; de hecho, casi nada. De vez en cuando consultaba la agenda: estábamos a 29 de diciembre. Tenia que hacer algo el 31. La gente siempre hace algo el 31.

Por la noche llamé a SOS Amistad, pero estaba comunicando, como siempre en periodo de fiestas. Cerca de la una de la madrugada, cogí una lata de guisantes y la estrellé contra el espejo del cuarto de baño. Bonitos añicos. Me corto al recogerlos, y empiezo a sangrar. Me gusta. Es exactamente lo que yo quería.

Al día siguiente llego a mi despacho a las ocho. El nuevo superior jerárquico ya está allí; ¿es que el muy imbecil ha dormido en la oficina? Una niebla sucia, de aspecto desagradable, flota sobre la explanada, entre las torres. Los neones de los despachos por lo que van pasando los empleados de limpieza se encienden y se apagan, dando una impresión de vida en cámara lenta. El superior jerárquico me ofrece un café; todavía no ha renunciado a conquistarme, parece. Acepto como un estúpido, lo que me vale que en los siguientes minutos me confíen una tarea más bien delicada: la detección de errores en una package que acabamos de venderle al Ministerio de Industria. Parece que hay errores. Me paso dos horas con él, y yo no veo ninguno; aunque la verdad es que tampoco tengo la cabeza en lo que estoy haciendo.

A eso de las diez, nos enteramos de la muerte de Tisserand. Una llamada de la familia, que una secretaria comunica al conjunto del personal. Mas tarde nos mandarán una esquela, dice. No consigo creérmelo; se parece demasiado a otro elemento de pesadilla. Pero no: todo es cierto.

Un poco mas tarde, recibo una llamada de Catherine Lechardoy. No tiene nada concreto que decirme. “Ya nos volveremos a ver…”, se despide; eso me sorprendería un poco.