Salí a mediodía. En la librería de la plaza compré el mapa Michelín numero 80 (Rodez-Albi-Nimes). Al volver al despacho, lo examine con cuidado. A las cinco llegue a una conclusión: tenia que ir a Saint-Cirgues-en-Montagne. El nombre se desplegaba en un esplendido aislamiento, en mitad de los bosques y de pequeños triángulos que representaban las cimas; no había un solo pueblo en treinta kilómetros a la redonda. Tuve la impresión de que estaba a punto de hacer un descubrimiento esencial; que allí, entre el 31 de diciembre y el 1 de enero, en ese momento en que cambia el año, me esperaba una última revelación. Deje una nota en mi despacho: “Me voy antes por la huelga de trenes.” Tras pensármelo un poco, dejé una segunda nota que decía, en letras mayúsculas: “ESTOY ENFERMO.” Y regresé a casa, no sin dificultades: la huelga de transportes públicos iniciada por la mañana se había extendido; no funcionaba el metro, solo algunos autobuses repartidos por las diferentes líneas.
La estación de Lyón estaba prácticamente en estado de sitio; las patrullas de policía acordonaban el vestíbulo de entrada y circulaban a lo largo de los andenes; se decía que grupos de huelguistas “duros” habían decidido impedir todas las salidas. Sin embargo el tren estaba casi vacío, y el viaje fue muy tranquilo.
El Lyon-Perrache habían organizado un impresionante despliegue de autocares en dirección a Morzine, La Clusaz, Courchevel, Val d’Isere… Hacia Ardéche no había nada semejante. Cogí un taxi a Part-Dieu, donde pasé un molesto cuarto de hora revisando un tablón electrónico de anuncios medio roto para al final enterarme de que salía un autobús al día siguiente, a las siete menos cuarto, hacia Aubenas; eran las doce y media de la noche. Decidí pasar esas horas en la estación de autobuses de Lyon-Part-Dieu; creo que me equivoqué. Encima de la estación propiamente dicha hay una estructura hipermoderna de vidrio y acero de cuatro o cinco niveles, unidos por ascensores niquelados que se abren a poco que te acerques; solo hay tiendas de lujo (perfumería, alta costura, regalos) detrás de los escaparates absurdamente agresivos; nadie que venda cualquier cosa útil. Por todas partes, monitores de video con video clips y anuncios; y por supuesto, un hilo musical permanente compuesto por el Top 50. De noche, las pandillas de vagabundos y gente sin hogar invade el edificio. Criaturas mugrientas y malvadas, brutales, completamente estúpidas, que viven entre la sangre, el odio y sus propios excrementos. Se apiñan allí de noche, como moscas en torno a la mierda, junto a los desiertos escaparates de lujo. Van en pandillas, porque la soledad en este ambiente resulta casi siempre fatal. Se paran delante de los monitores, absorbiendo sin reaccionar las imágenes publicitarias. A veces se pelean, sacan las navajas. De vez en cuando encuentran un muerto por la mañana, degollado por sus congéneres.
Me pasé la noche errando entre aquellas criaturas. No tenia ningún miedo. Por provocarlos un poco, saqué a la vista de todos, en un cajero automático, todo lo que me quedaba en la VISA. Mil cuatrocientos francos. Un buen botin. Me miraron, me miraron durante mucho rato, pero ninguno intentó hablarme, ni acercarse a menos de tres metros.
A las seis de la mañana renuncié a mi proyecto; a mediodía regresé en un tren de alta velocidad.
La noche del 31 de diciembre va a ser difícil. Siento que se están rompiendo cosas dentro de mi, como paredes de cristal que estallan. Ando como un león enjaulado, rabioso; necesito actuar, pero no puedo hacer nada, porque todas las tentativas me parecen condenadas al fracaso de antemano. Fracaso, fracaso por todas partes. Sólo el suicidio resplandece en lo alto, inaccesible.
A medianoche, siento una especie de sorda alteración; se produce algo interno y doloroso. Ya no entiendo nada.
Clara mejoría el 1 de enero. Mi estado es semejante al embotellamiento; no está tan mal.
Por la tarde le pido cita a un psiquiatra. Hay un sistema de citas psiquiatritas urgentes en el Minitel; tú tecleas tu horario, y ellos te recomiendan a un especialista. Muy practico.
El mío es el doctor Népote. Vive en el distrito sexto; como muchos psiquiatras, creo. Llego a su casa a las siete y media de la tarde. El tipo tiene cara de psiquiatra hasta un punto alucinante. Su biblioteca está impecablemente ordenada, no hay ni máscaras africanas ni una primera edición de Sexus; así que no es psicoanalista. Al contrario, parece que está abandonado a Sinapsis. Todo ello me parece un augurio excelente.
El episodio del viaje fallido a Ardéche parece interesarle. Escarbando un poco, consigue hacerme confesar que mis padres eran de allí. Y se lanza tras la pista: según él, estoy buscando “puntos de referencia”. Todos mis desplazamientos, generaliza con mucha audacia, son otras tantas, “búsquedas de identidad”. Es posible; sin embargo, tengo mis dudas. Es evidente que mis viajes profesionales son obligados, por ejemplo. Pero no quiero discutir. Tiene una teoría, eso es bueno. A fin de cuentas, siempre es mejor tener una teoría.
Después me hace preguntas sobre el trabajo. Es extraño, no lo entiendo; no consigo dar verdadera importancia a sus preguntas. Es evidente que lo que está en juego no va por ahí.
El concreta la idea hablándome de las “posibilidades de la relación social” que ofrece el trabajo. Ante su ligera sorpresa, me echo a reír a carcajadas. Me vuelve a citar para el lunes.
Al día siguiente llamo a la empresa para decir que tengo una “pequeña recaída”. Creo que les importa tres leches.
Fin de semana sin novedades; duermo mucho. Me asombra tener sólo treinta años; me siento mucho más viejo.
3
El primer incidente, el lunes siguiente, se produce a las dos de la tarde. Vi al tipo llegar desde bastante lejos, me sentí un poco triste. El hombre me gustaba, era un tipo amable, bastante desgraciado. Sabía que estaba divorciado, que llevaba bastante tiempo viviendo solo con su hija. También sabía que bebía demasiado. No tenía ninguna gana de mezclarlo en todo esto.
Se acercó a mí, me saludó y me pidió información sobre un programa que al parecer yo debía conocer. Estallé en sollozos. El se retiro enseguida, estupefacto, un poco asustado; creo que hasta me pidió disculpas. No tenía ninguna necesidad de disculparse, el pobre.
Esta claro que tendría que haberme ido en ese momento; estábamos solos en el despacho, no había testigos, la cosa podía arreglarse de forma relativamente decente.
El segundo incidente se produjo cerca de una hora mas tarde. Esta vez, el despacho estaba lleno de gente. Entró una chica, lanzó una mirada desaprobadora a los reunidos y al final decidió dirigirse a mi para decirme que fumaba demasiado, que era insoportable, que desde luego no tenia la menor consideración con los demás. Le repliqué con un par de bofetadas. Ella me miró, desconcertada. Desde luego, no estaba acostumbrada; yo me temía que no hubiera recibido suficientes bofetadas cuando era pequeña. Por un momento me pregunté si me las iba a devolver, sabia que si lo hacia me echaría a llorar de inmediato.
Hubo una pausa y después ella dijo: “Bueno…”, con la mandíbula inferior colgando tontamente. Para entonces todo el mundo se había vuelto a mirarnos. Se hizo un gran silencio en el despacho. Yo me doy la vuelta despacio y exclamo hacia el foro, en voz muy alta: “¡Tengo cita con un psiquiatra!” y me voy. Muerte de un ejecutivo.
Por otra parte es verdad, tengo cita con el psiquiatra, pero todavía me quedan más de tres horas por delante. Las paso en un restaurante de comida rápida, haciendo pedacitos el embalaje de cartón de la hamburguesa. Sin verdadero método, así que el resultado es decepcionante. Un puro y simple destrozo.
Cuando le cuento al especialista mis pequeñas fantasías, me da la baja durante una semana. Incluso me pregunta si no me apetecería pasar una breve estancia en una casa de reposo. Contesto que no, porque los locos me dan miedo.
Vuelvo a verlo una semana después. No tengo gran cosa que decir; sin embargo, pronuncio algunas frases. Leyendo al revés en su cuaderno de espiral, veo que anota: “Disminución ideatoria”. Ah, Ah. Así que, según él, me estoy convirtiendo en un imbecil. Es una hipótesis.