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De cuando en cuando echa una ojeada a su reloj de pulsera (cuerpo rojizo, esfera rectangular y dorada); no tengo la impresión de interesarle mucho. Me pregunto si tiene un revolver en el cajón para los sujetos con crisis violentas. Al cabo de media hora pronuncia algunas frases de alcance general sobre los periodos de bloqueo, me prolonga la baja y me aumenta la dosis de medicamentos. También me revela que mi estado tiene nombre: es una depresión. Así que, oficialmente, estoy atravesando una depresión. Me parece una formula afortunada. No es que me sienta muy bajo; es mas bien que el mundo a mi alrededor me parece alto.

Al día siguiente, por la mañana, vuelvo al despacho; mi jefe de sección desea verme para “analizar la situación”. Como yo esperaba, ha vuelto de Val d’Isere muy moreno; pero distingo unas finas arruguillas en torno a sus ojos; es un poco menos guapo que en mi recuerdo. No sé, estoy decepcionado.

Le informo, de entrada, que estoy atravesando una depresión, él acusa el golpe, luego se domina. Y la entrevista ronronea agradablemente durante media hora, pero sé que desde ahora se alza entre nosotros una especie de muro invisible. Ya nunca me considerara como a un igual, ni como a un posible sucesor; la verdad es que a sus ojos ya ni siquiera existo; he caído. De todas formas sé que me despedirán en cuanto acaben mis dos meses legales de baja por enfermedad; es lo que hacen siempre en casos de depresión; ya he visto otros ejemplos.

En el marco de estas limitaciones se comporta bastante bien, me busca excusas. En cierto momento, dice:

– En este trabajo, a veces estamos sometidos a presiones terribles…

– Oh, no tanto -contesto.

Se sobresalta como si despertara y pone fin a la conversación. Hace un último esfuerzo para acompañarme hasta la puerta, pero manteniendo una distancia de seguridad de dos metros, como si temiera que de pronto le vomitara encima.

– Bueno, descanse, tómese el tiempo que necesite -concluye.

Y salgo. Soy un hombre libre.

4

LA CONFESION DE JEAN-PIERRE BUVET

Las semanas que siguieron me dejaron el recuerdo de un lento derrumbamiento, entrecortado por fases crueles. Aparte del psiquiatra, no veía a nadie; al caer la noche, salía a comprar cigarrillos y pan de molde. Un sábado por la noche, sin embargo, me llamó Jean-Pierre Buvet; parecía tenso.

– Bueno, ¿sigues siendo cura? -dije para romper el hielo.

– Tengo que verte.

– Si, podríamos vernos…

– Ahora, si puedes.

Yo nunca había puesto los pies en su casa; sólo sabía que vivía en Vitry. Por lo demás, la vivienda de protección oficial estaba bien cuidada. Dos jóvenes árabes, me siguieron con la mirada, y uno de ellos escupió al suelo cuando pasé. Por lo menos no me escupió la cara.

El apartamento lo pagaban los fondos de la diócesis, o algo así. Desplomado delante del televisor, Buvet veía un programa de variedades con ojos sombríos. Aparentemente había vaciado bastantes cervezas mientras me esperaba.

– Bueno, ¿qué hay? -dije yo con sencillez.

– Ya te había dicho que Vitry no es una parroquia fácil; es peor aun de lo que te puedas imaginar. Desde que llegué he intentado formar grupos de jóvenes; nunca ha venido ni uno. Hace tres meses que no he celebrado un bautismo. En misa nunca he conseguido tener mas de cinco personas; cuatro africanas y una vieja bretona; creo que tenia ochenta y dos años; había sido empleada de ferrocarriles. Hacia mucho que era viuda; sus hijos ya no iban a verla, y ella ya no tenía sus direcciones. Un domingo no la ví en misa. -Hizo un gesto vago con la botella de cerveza en la mano, y unas gotas salpicaron la moqueta-. Sus vecinos me contaron que alguien la había atacado; la habían llevado al hospital, pero solo tenia unas fracturas leves. Fui a visitarla: las fracturas tardarían tiempo en soldar, claro, pero no corría ningún peligro. Una semana después, cuando volví, había muerto. Pedí explicaciones, y los médicos se negaron a dármelas. Ya la habían incinerado; nadie de la familia había aparecido. Estoy seguro de que ella habría querido un entierro religioso; no me lo había dicho, nunca hablaba de la muerte; pero estoy seguro de que eso es lo que habría querido.

Bebió un trago y continúo:

– Tres días más tarde vino a verme Patricia.

Hizo una pausa significativa. Le eché un vistazo a la pantalla, que tenia el sonido cortado; una cantante con una tanga de lamé negro parecía rodeada de pitones, hasta anacondas. Luego miré otra vez a Buvet, intentando hacer una mueca de simpatía.

El continuó:

– Quería confesarse, pero no sabia como hacerlo, no conocía el procedimiento. Patricia era enfermera en el servicio a donde habían llevado a la vieja; había oído a los médicos hablar entre sí. No tenían ganas de que ocupara una cama durante los meses que necesitaba para recuperarse; decían que era una carga inútil. Entonces decidieron administrarle un cóctel lítico; es una mezcla de dosis altas de tranquilizantes que provoca una muerte rápida y dulce. Lo discutieron dos minutos, nada más; luego el jefe de servicio fue a decirle a Patricia que le pusiera la inyección. Ella lo hizo esa misma noche. Era la primera vez que practicaba la eutanasia; pero sus colegas lo hacen muy a menudo. La vieja murió enseguida, mientras dormía. Y desde entonces Patricia no podía dormir; soñaba con la vieja.

– ¿Y tú que hiciste?

– Fui al arzobispado; estaban al corriente. Por lo visto, en ese hospital practicaban muchas eutanasias. Nunca ha habido quejas; de todos modos, hasta ahora, todos los procesos han terminado con un veredicto de inocencia.

Se calló, acabó la cerveza de un trago, abrió otra botella; luego, con bastante valentía, siguió:

– Volví a ver a Patricia casi todas las noches durante un mes. No sé qué me pasó. Era tan dulce, tan ingenua… No sabia nada de religión, y sentía una gran curiosidad. No entendía por que los sacerdotes no tienen derecho a hacer el amor, se preguntaba si tenían vida sexual, si se masturbaban. Yo contestaba a todas sus preguntas, no me molestaban. Esos días rezaba mucho, releía constantemente los Evangelios; no tenia la impresión de estar haciendo nada malo; sentía que Cristo me comprendía, que El estaba conmigo.

Se quedó callado de nuevo. Ahora, en la tele, había un anuncio para el Renault Clio; el coche parecía muy cómodo.

– El lunes pasado, Patricia me anuncio que había conocido a otro chico. En una discoteca, La Metrópolis. Me dijo que no volveríamos a vernos, pero que estaba contenta de haberme conocido; le gustaba cambiar de pareja; solo tenia veinte años, sin mas; lo que la excitaba, lo que encontraba divertido, sobre todo, era la idea de acostarse con un cura; pero me prometía que no le diría nada a nadie.

Esta vez, el silencio duró sus buenos dos minutos. Me preguntaba lo que un psicólogo habría dicho en mi lugar; probablemente nada. Al final, se me ocurrió una idea descabellada:

– Deberías confesarte.

– Mañana tengo que decir misa. No voy a poder. Creo que no voy a poder. Ya no siento la presencia.

– ¿Qué presencia?

Después de eso no dijimos mucho más. De vez en cuando yo soltaba frases del tipo “Vamos, vamos…”; él seguía vaciando cervezas con regularidad. Estaba claro que no podía hacer nada por él. Al final, llamé un taxi.

Cuando abrí la puerta, me dijo: “Hasta la vista…” No creo; estoy prácticamente convencido de que no volveremos a vernos.

En mi casa hace frío. Recuerdo que justo antes de salir rompí una ventana de un puñetazo. Sin embargo, y es extraño, no me he hecho nada en la mano, ni un solo corte.