De todas formas me acuesto, y duermo. Las pesadillas llegan mas tarde. Al principio no parecen pesadillas; son más bien agradables.
Vuelo por encima de la catedral de Chartres. Tengo una visión mística sobre la catedral de Chartres. Parece contener y representar un secreto, un secreto esencial. Mientras tanto, en los jardines, junto a las entradas laterales, se forman grupos de religiosas. Acogen viejos e incluso agonizantes, explicándoles que voy a revelar un secreto.
No obstante, camino por los pasillos de un hospital. Un hombre me ha citado, pero no está. Tengo que esperar un momento en una cámara frigorífica, y luego entro en otro pasillo. El que podría sacarme del hospital sigue sin aparecer. Entonces asisto a una exposición. Lo ha organizado todo Patrick Leroy, del Ministerio de Agricultura. Ha recortado cabezas de personajes famosos en las revistas, las ha pegado sobre un cuadro cualquiera (que representa, por ejemplo, la flora de Trias) y vende muy caros sus pequeños figurines. Tengo la impresión de que quiere que le compre uno; parece satisfecho de sí mismo y tiene un aire casi amenazador.
Después vuelvo a sobrevolar la catedral de Chartres. Hace muchísimo frío… Estoy completamente solo. Las alas me sostienen bien.
Me acerco a las torres, pero ya no reconozco nada. Estas torres son inmensas, oscuras, maléficas, están hechas de un mármol negro que despide duros reflejos, incrustadas en el mármol hay figurillas de colores violentos que despliegan los horrores de la vida orgánica.
Caigo, caigo entre las torres. Mi cara, a punto de destrozarse, se cubre de líneas de sangre que señalan precisamente los lugares de fractura. Mi nariz es un agujero abierto que supura materia orgánica.
Y ahora estoy en la llanura de Champagne, desierta. Hay menudos copos de nieve que vuelan por aquí y por allá con las hojas de una revista ilustrada, impresa en caracteres grandes y agresivos. La revista parece datar de 1900.
¿Soy reportero o periodista? Cualquiera lo diría, porque el estilo de los artículos me resulta familiar. Están escritos en ese tono de queja cruel que les gusta a los anarquistas y a los surrealistas.
Octavie Léoncet, noventa y dos años, ha sido hallada asesinada en su granja. Una pequeña granja en los Vosges. Su hermana, Leontine Léoncet, ochenta y siete años, enseña con mucho gusto el cadáver a los periodistas. Las armas del crimen están ahí, bien visibles: una sierra de madera y un berbiquí. Todo manchado de sangre, por supuesto.
Y los crímenes se multiplican. Siempre ancianas aisladas en sus granjas. El asesino, joven e insaciable, deja siempre sus herramientas de trabajo a la vista: a veces un escoplo, a veces unas podaderas, otras veces simplemente un serrucho.
Y todo esto es mágico, aventurero, libertario.
Me despierto. Hace frió. Me vuelvo a dormir.
Ante esas herramientas manchadas de sangre siento cada vez, con todo detalle, los sufrimientos de la victima. Al cabo de un rato tengo una erección. En la mesilla de noche tengo unas tijeras. La idea me obsesiona: cortarme el sexo. Imagino las tijeras en la mano, la breve resistencia de la carne, y de pronto el muñón sanguinolento, el probable desmayo.
El muñón en la moqueta. Bañado de sangre.
A eso de las once me vuelvo a despertar. Tengo dos pares de tijeras, uno en cada habitación. Los cojo y los coloco encima de unos libros. El deseo persiste, crece y se transforma. Esta vez mi idea es coger unas tijeras, hundírmelas en los ojos y arrancármelos. Para ser exactos en el ojo izquierdo, en ese sitio que conozco bien, donde parece tan hueco en su orbita.
Y luego tomo calmantes, y todo se arregla. Todo se arregla.
5
VENUS Y MARTE
Después de una noche así, me parece buena idea reconsiderar la proposición del doctor Népote sobre la casa de reposo. El me felicito calurosamente. En su opinión, ese era el camino más directo hacia un completo restablecimiento. El hecho de que la iniciativa viniese de mi era altamente favorable; empezaba a tomar las riendas de mi propio proceso de curación. Estaba bien; estaba muy bien.
Así que aparecí en Rueil-Malmaison con su carta de presentación. Había un parque, y las comidas eran en común. A decir verdad, al principio me resultaba imposible ingerir cualquier alimento sólido; lo vomitaba enseguida, con dolorosas arcadas; tenia la impresión de ir a echar también los dientes. Hubo que recurrir al goteo.
El medico jefe, de origen colombiano, no me fue de mucha ayuda. Yo exponía, con la imperturbable seriedad de los neuróticos, perentorios argumentos contra mi supervivencia; el menor de entre ellos me parecía causa suficiente para un suicidio inmediato. El parecía escuchar; al menos guardaba silencio; como máximo, a veces ahogaba un ligero bostezo. Tardé unas cuantas semanas en comprender lo que ocurría; yo hablaba en voz baja; él no conocía muy bien la lengua francesa; en realidad, no entendía una sola palabra de lo que le contaba.
Un poco mayor, de origen social mas modesto, la psicóloga que trabajaba con él me proporcionó, por el contrario, una valiosísima ayuda. Cierto que estaba haciendo una tesis sobre la angustia, y que necesitaba material. Usaba una grabadora Radiola; me pedía permiso para ponerla en marcha. Por supuesto, yo aceptaba. Me gustaban sus manos estropeadas, con las uñas roídas, cuando apretaba la tecla Record. Y eso que yo siempre había odiado a las estudiantes de psicología; pequeñas zorras, eso es lo que pienso de ellas. Pero esa mujer de más edad, que uno se imaginaba con los brazos metidos en la colada y un turbante enrollado a la cabeza, casi me inspiraba confianza.
Sin embargo, al principio nuestras relaciones no fueron fáciles. Ella me reprochaba que hablase en términos demasiados generales, demasiado sociológicos. En su opinión, tenía que implicarme, intentar “volver a concentrarme en mi mismo”.
– Pero es que ya estoy un poco harto de mí mismo… -objetaba yo.
– Como psicóloga no puedo aceptar un discurso semejante, ni apoyarlo de ninguna manera. Al teorizar sobre la sociedad, usted establece una barrera y se protege tras ella; a mí me toca destruir esa barrera para que podamos trabajar sobre sus problemas personales.
Este dialogo de sordos continuó durante un poco mas de dos meses. En el fondo, creo que yo le caía bien. Recuerdo una mañana, era ya a comienzos de la primavera; por la ventana veía a los pájaros saltar sobre el césped. Ella parecía fresca, relajada. Al principio tuvimos una breve conversación sobre mis dosis de medicamentos; y luego, de forma directa, espontánea, muy inesperada, ella me preguntó: “En el fondo, ¿por qué es tan desgraciado?”. Esa franqueza no era nada corriente. Y yo también hice algo fuera de lo común; le tendí un pequeño texto que había escrito la noche anterior para distraer el insomnio.
– Preferiría escucharle… -dijo ella.
– Léalo de todos modos.
Definitivamente, estaba de buen humor; cogió la hoja que yo le tendía y leyó las siguientes frases:
“Algunos seres experimentan enseguida una aterradora imposibilidad de vivir por sus propios medios; en el fondo no soportan ver su vida cara a cara, y verla entera, sin zonas de sombra, sin segundos planos. Estoy de acuerdo en que su existencia es una excepción a las leyes de la naturaleza, no solo porque esta fractura de inadaptación fundamental se produce aparte de cualquier finalidad genética, sino también a causa de la excesiva lucidez que presupone, lucidez que trasciende claramente los esquemas perceptivos de la existencia ordinaria. A veces basta con colocarles otro ser delante, a condición de suponerlo tan puro y transparente como ellos mismos, para que esta insoportable fractura se convierta en una aspiración luminosa, tensa y permanente hacia lo absolutamente inaccesible. Así pues, como un espejo que devuelve día tas día la misma imagen desesperante, dos espejos paralelos elaboran y construyen una red límpida y densa que arrastra al ojo humano a una trayectoria infinita, sin limites, infinita en su pureza geométrica, mas allá del sufrimiento y del mundo.”