La carretera es un suplicio permanente, pero un poco abstracto, por decirlo así. La región esta completamente desierta; uno se interna cada vez mas en las montañas. Sufro mucho, he sobrevalorado mis fuerzas físicas. Pero ya no tengo muy claro el objetivo ultimo de este viaje, se disgrega lentamente a medida que, sin ni siquiera mirar el paisaje, subo estas inútiles pendientes que solo ocultan otras.
En mitad de una penosa subida, mientras jadeo como un canario asfixiado, veo un letrero: “Cuidado. Barrenos.” A pesar de todo, me cuesta un poco creerlo. ¿Quién lo tomaría de ese modo?
Un poco mas adelante encuentro la explicación. Se trata de una cantera; lo único que hay que destruir son rocas. Eso me gusta más.
El terreno es más llano; vuelvo a alzar la cabeza. Al lado derecho de la carretera hay una colina de escombros, algo a mitad de camino entre el polvo y los guijarros pequeños. La superficie inclinada es gris, absoluta y geométricamente lisa. Muy atrayente. Estoy convencido que si uno la pisa se hunde de inmediato varios metros.
De vez en cuando me detengo al borde de la carretera, me fumo un cigarrillo, lloro un poco y vuelvo a pedalear. Me gustaría estar muerto. Pero “hay un camino que recorrer, y hay que recorrerlo”.
Llego a Saint-Cirgues en un patético estado de agotamiento, y me bajo en el Hotel Aroma del Bosque. Después de descansar un rato, voy al bar del hotel a tomarme una cerveza. La gente del pueblo parece acogedora, simpática; me dicen “buenos días”.
Espero que nadie vaya a intentar emprender una conversación mas larga, a preguntarme si estoy haciendo turismo, desde donde vengo en bicicleta, si me gusta la región, etc. Pero, afortunadamente, esto no ocurre.
Mi margen de maniobra en la vida se ha vuelto particularmente restringido. Todavía entreveo varias posibilidades, pero que solo se diferencian en pequeños detalles.
La comida no arregla las cosas. Sin embargo, entre tanto, me he tomado tres Tercian. Estoy solo en la mesa y pido el menú de degustación. Es absolutamente delicioso; hasta el vino es bueno. Lloro mientras como, dejando escapar pequeños gemidos.
Mas tarde, en la habitación, intento dormir; en vano, una vez mas. Triste rutina cerebral; el transcurso de la noche, que parece petrificado; las imágenes que desfilan con creciente parsimonia. Minutos enteros para ajustar la colcha.
Sin embargo, a eso de las cuatro de la mañana, la noche se vuelve distinta. Algo se agita en mi interior y quiere salir. El carácter mismo de este viaje empieza a modificarse: adquiere en mi cabeza un tinte decisivo, casi heroico.
El 21 de junio, a las siete de la mañana, me levanto, desayuno y voy en bicicleta al parque nacional de Mazas. Se ve que la comida del día anterior me ha dado nuevas fuerzas; avanzo con soltura, sin esfuerzo, entre los pinos.
Hace un día maravilloso, suave, primaveral. El bosque de Mazas es muy bonito, y se desprende de el una profunda serenidad. Es un verdadero bosque silvestre. Hay senderos escarpados, claros, un sol que se insinúa por todas partes. Las praderas están cubiertas de junquillos. Se esta bien, se puede ser feliz; no hay hombres. Aquí parece que algo es posible. Parece que uno esta en un punto de partida.
Y de pronto todo desaparece. Una gran bofetada mental me devuelve a lo mas hondo de mi mismo. Me examino, ironizo; pero al mismo tiempo me respeto. ¡Que capaz me siento hasta el final de impresionantes imágenes mentales! ¡Que clara es todavía la imagen que me hago del mundo! La riqueza de lo que va a morir en mi es prodigiosa; no tengo que avergonzarme de mi mismo; lo habré intentado.
Me tumbo en una pradera, al sol. Y ahora siento dolor, tendido en esta pradera, tan dulce, en mitad de un paisaje amable, tan sereno. Todo lo que podría haber sido fuente de participación, de placer, de inocente armonía sensorial, se ha convertido en fuente de dolor y sufrimiento. A la vez siento, con una violencia increíble, la posibilidad de alegría. Desde hace años camino junto a un fantasma que se me parece y que vive en un paraíso teórico, en estrecha relación con el mundo. Durante mucho tiempo he creído que tenia que reunirme con él. Ya no.
Me interno un poco más en el bosque. Detrás de esta colina, según el mapa, están las fuentes del Ardeche. Ya no me interesa; aun así, sigo. Y ya ni siquiera sé donde están las fuentes; ahora todo se parece. El paisaje es cada vez más dulce, más amable, mas alegre; me duele la piel. Estoy en el ojo del huracán. Siento la piel como un frontera, y el mundo exterior como un aplastamiento. La sensación de separación es total; desde ahora estoy prisionero en mi mismo. No habrá fusión sublime; he fallado el blanco de la vida. Son las dos de la tarde.
Michel Houellebecq