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Estudiamos juntos; teníamos veinte años. Gente muy joven. Ahora tenemos treinta. Cuando consiguió el titulo de ingeniero, él se metió en el seminario; se desvió del camino. Ahora es cura en Vitry. No es una parroquia fácil.

Me como una torta de frijoles, y Jean-Pierre Buvet me habla de sexualidad. Según él, el interés que nuestra sociedad finge experimentar por el erotismo (a través de la publicidad, las revistas, los medios de comunicación en general) es totalmente ficticio. A la mayoría de la gente, en realidad, le aburre enseguida el tema; pero fingen lo contrario a causa de una estrafalaria hipocresía al revés.

Llega al centro de su tesis. Nuestra civilización, dice, padece un agotamiento vital. En el siglo de Luis XIV, cuando el apetito por la vida era grande, la cultura oficial enfatizaba la negación de los placeres y de la carne; recordaba con insistencia que la vida mundana solo ofrece satisfacciones imperfectas, que la única fuente verdadera de felicidad esta en Dios. Un discurso así, firma, no se podría tolerar ahora. Necesitamos la aventura y el erotismo, porque necesitamos oírnos repetir que la vida es maravillosa y excitante, y esta claro que sobre esto tenemos ciertas dudas.

Tengo la impresión de que me considera un símbolo pertinente de ese agotamiento vital. Nada de sexualidad, nada de ambición; en realidad, nada de distracciones tampoco. No se que contestarte; tengo la impresión de que todo el mundo es un poco así. Me considero un tipo normal. Bueno, puede que no exactamente, pero, ¿quién lo es exactamente? Digamos que soy normal al 80%.

Por decir algo, observo que en nuestros días todo el mundo tiene forzosamente la impresión, en un momento u otro de su vida, de ser un fracasado. Ahí estamos de acuerdo.

La conversación se estanca. Picoteo los fideos caramelizados. Me aconseja que encuentre a Dios, o que inicie un psicoanálisis; me sobresalta la comparación. Se interesa por mi caso, lo desarrolla; parece pensar que voy por mal camino. Estoy solo, demasiado solo; según él, no es natural.

Tomamos una copa; él enseña sus cartas. En su opinión, Jesús es la solución; la fuente de vida. De una vida rica y plena. “¡Tienes que aceptar tu naturaleza divina…!”, repite él, en voz mas baja. Le prometo que haré un esfuerzo. Añado algunas frases, intento restablecer algún tipo de acuerdo.

Después del café, y cada cual a su casa. Finalmente, la velada ha estado bien.

9

Ahora hay seis personas reunidas en torno a una mesa oval bastante bonita, probablemente de imitación caoba. Las cortinas, verde oscuro, están corridas; se diría que estamos en un saloncito. De repente, presiento que la reunión va a durar toda la mañana.

El primer representante del Ministerio de Agricultura tiene los ojos azules. Es joven, lleva gafas pequeñas y redondas, aun debía de ser estudiante hace muy poco. A pesar de su juventud, produce una notable impresión de seriedad. Toma notas durante toda la mañana, a veces en los momentos mas inesperados. Es, obviamente, un director, o al menos un futuro director.

El segundo representante del Ministerio de Agricultura es un hombre de mediana edad, con sotabarba, como los severos preceptores de El Club de los Cinco. Parece tener un gran ascendente sobre Catherine Lechardoy, que está sentada a su lado. Es un teórico. Todas sus intervenciones son otras tantas llamadas al orden sobre la importancia de la metodología y, más en general, de una reflexión previa a la acción. En ese caso no veo la necesidad; ya han comprado el programa, no tiene que pensárselo, pero me abstengo de decirle algo. He notado de inmediato que no le gusto. ¿Cómo ganármelo? Decido apoyar sus intervenciones repetidas veces durante la sesión con una cara de admiración un poco idiota, como si acabara de revelarme de súbito asombrosas perspectivas llenas de alcance y sensatez. Lo mas normal seria que concluyese que soy un chico lleno de buena voluntad, dispuesto a marchar a sus ordenes en la justa dirección.

El tercer representante del Ministerio es Catherine Lechardoy. La pobre tiene un aire un poco triste esta mañana; toda la combatividad de la ultima vez parece haberla abandonado. Su carita fea está enfurruñada, se limpia las gafas a cada rato. Llego a preguntarme si no habrá llorado; la imagino muy bien estallando en sollozos mientras se viste por la mañana, sola.

El cuarto representante del Ministerio es una especie de caricatura del socialista agrícola: lleva botas y parka, como si volviera de una expedición sobre el terreno; tiene una poblada barba y fuma en pipa; no me gustaría ser su hijo. Ha puesto delante de él, bien visible sobre la mesa, un libro titulado La quesería ante las nuevas técnicas. No logro entender que hace aquí, es obvio que no sabe nada del tema que se está tratando; quizás es un representante de las bases. Sea como fuere, parece haberse fijado como objetivo cargar la atmósfera y provocar un conflicto mediante observaciones repetitivas sobre “la inutilidad de estas reuniones que nunca conducen a nada” o “esos programas elegidos en un despacho del Ministerio que nunca corresponden a las necesidades reales de los chavales que están sobre el terreno”.

Frente a él hay un tipo de mi empresa que contesta incansablemente a sus objeciones -en mi opinión con bastante torpeza- fingiendo creer que el otro exagera a propósito, incluso que se trata de una simple broma. Es uno de mis superiores jerárquicos; creo que se llama Norbert Lejailly. Yo no sabía que iba a asistir, y no puedo decir que su presencia me vuelva loco de alegría. Este hombre tiene la cara y el comportamiento de un cerdo. Aprovecha la menor ocasión para estallar en una risa larga y grasa. Cuando no se ríe, se frota lentamente las manos. Está gordo, incluso obeso, y por regla general su autosatisfacción, que no parece apoyarse en nada sólido, me resulta insoportable. Pero esta mañana me siento muy bien, y hasta me río con él un par de veces, haciéndome eco de sus justas palabras.

En el transcurso de la mañana, un séptimo personaje viene de manera episódica a alegrar el areópago. Se trata del jefe de sección de Estudios Informáticos del Ministerio de Agricultura, el mismo al que no conseguí ver el otro día. El hombre parece creer que su misión es encarnar con exageración al patrón joven y dinámico. En este ámbito, bate por mucho la marca de todo lo que he visto antes. Lleva la camisa desabrochada, como si no hubiera tenido tiempo de abotonársela, y la corbata ladeada, como si la doblara el viento de la carrera. Además no anda por los pasillos; patina. Si pudiera volar, lo haría. Tiene el rostro reluciente, el pelo en desorden y húmedo, como si acabara de salir de la piscina.

La primera vez que entra nos ve a mi y a mi jefe; como un relámpago esta junto a nosotros, sin que yo comprenda como; ha debido de cruzar diez metros en menos de cinco segundos; en cualquier caso, no he podido seguir su desplazamiento.

Apoya la mano en mi hombro y me habla en voz baja, diciéndome cuanto lamenta haberme hecho esperar para nada el otro día; yo le dedico una sonrisa de madonna, le digo que no tiene importancia, que lo entiendo muy bien y que se que el encuentro tendrá lugar mas pronto o mas tarde. Soy sincero. Es un momento muy tierno; él esta inclinado hacia mi, solo hacia mi; se diría que somos dos amantes a los que la vida acaba de reunir tras una larga ausencia.

Durante la mañana aparece más veces, pero en cada ocasión se queda en el umbral de la puerta y le habla únicamente al tipo joven de gafas. En cada ocasión empieza por disculparse; esta de pie en el umbral, agarrado a la puerta, en equilibrio sobre una pierna, como si la tensión interna que lo anima le prohibiera la inmovilidad prolongada cuando esta de pie.

De la reunión misma guardo pocos recuerdos; de todas formas no se decidió nada concreto salvo en el ultimo cuarto de hora, muy deprisa, justo antes de almorzar, cuando se ultimo un calendario de formación en provincias. Esto me concierne directamente, puesto que soy yo el que tiene que desplazarse; así que tomo nota a vuelapluma de las fechas y los lugares en un papel que voy a perder esa misma tarde.