Al día siguiente en el transcurso de un briefing con el teórico, me vuelven a explicar todo el asunto. Así me entero de que el Ministerio (es decir, él, si he entendido bien) ha puesto a punto un sofisticado sistema de formación a tres niveles. Se trata de responder lo mejor posible a las necesidades de los usuarios a través de un ajuste de formaciones complementarias, pero orgánicamente independientes. Todo esto lleva, evidentemente, la huella de una sutil inteligencia.
En concreto, voy a dar comienzo a un periplo que me conducirá primero a Rouen durante dos semanas, después estaré en La Roche-sur-Yon. Me iré el uno de diciembre y volveré por Navidad, para poder “pasar las fiestas en familia”. Así que no han olvidado el lado humano. Es fantástico.
También me entero -y es una sorpresa- de que no estaré solo en estos cursos de formación. Mi empresa, en efecto, ha decidido enviar a dos personas. Vamos a funcionar en tandem. Durante veinticinco minutos, en un angustioso silencio, el teórico detalla las ventajas y los inconvenientes de la formación en tandem. Al final, in extremis, parece que predominan las ventajas.
Ignoro por completo la identidad de la persona que supuestamente, va a acompañarme. Es probable que sea alguien que conozco. En cualquier caso, a nadie le ha parecido pertinente advertirme.
Sacando partido con habilidad de una observación que acaba de hacer, el teórico dice que es una pena que esa segunda persona (cuya identidad seguirá siendo un misterio hasta el final) no este presente, y que a nadie se le haya ocurrido convocarla. Siguiendo su argumento, llega a sugerir de un modo implícito que, en tales condiciones, mi propia presencia también es inútil, o al menos tiene una utilidad restringida. Yo pienso lo mismo.
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LOS GRADOS DE LIBERTAD SEGÚN
J.Y.FREHAUT
Después de esto, vuelvo a la sede de mi empresa. Me reciben bien; se ve que he conseguido restablecer mi posición.
Mi jefe de sección me llama aparte; me revela la importancia de este contrato. Sabe que soy un chico sólido. Me dice unas palabras, con amargo realismo, sobre el robo de mi coche. Es una especie de conversación entre hombres, cerca de la maquina de bebidas calientes. Veo en el a un gran profesional de la gestión de recursos humanos. Interiormente, me derrito. Me parece cada vez más guapo.
Entrada la tarde, voy a la copa de despedida de Jean-Yves Frehaut. Un valioso elemento se marcha de la empresa, subraya el jefe de sección; un técnico de gran merito. Sin duda, en su futura carrera, tendrá éxitos equivalentes, al menos a los que han marcado la precedente; ese es todo el mal que le desea. ¡Y que pase por aquí cuando quiera, a beber el vaso de la amistad! El primer empleo, concluye en tono festivo, es algo que no se olvida fácilmente; un poco como el primer amor. En ese instante me pregunto si no habrá bebido un poco de más.
Breves aplausos. En torno a J.-Y.Frehaut se dibujan algunos movimientos; el gira lentamente sobre si mismo, con aire satisfecho. Conozco un poco a este chico; entramos en la empresa al mismo tiempo, hace tres años; compartíamos el mismo despacho. Una vez hablamos de la civilización. El decía -y en cierto sentido lo creía de verdad- que el aumento del flujo de información en el seno de la sociedad era, en si, algo bueno. Que la libertad no era otra cosa que la posibilidad de establecer interconexiones variadas entre individuos, proyectos, organismos, servicios. Según el, la libertad máxima coincidía con el máximo numero de elecciones posibles. En una metáfora que había tomado prestada a la mecánica de los sólidos, llamaba a estas elecciones grados de libertad.
Recuerdo que estábamos sentados cerca de la unidad central. El aire acondicionado emitía un ligero zumbido. El comparaba en cierto modo la sociedad a un cerebro, y los individuos a otras tantas células cerebrales, y para las que resulta deseable establecer un máximo de interconexiones. Pero ahí terminaba la analogía. Porque era un liberal, y no muy partidario de lo que en el cerebro es tan necesario; un proyecto de unificación.
Su propia vida, como supe después, era extremadamente funcional. Vivía en un estudio en el distrito quince. La calefacción estaba incluida en el alquiler. Casi no iba por allí más que a dormir, porque de hecho trabajaba mucho -y a menudo, fuera de las horas de trabajo, leía Micro-Systemes-. Los famosos grados de libertad se resumían, en su caso, en elegir la cena a través del Minitel (estaba abonado a este servicio, nuevo en aquella época, que garantizaba una entrega de platos calientes a una hora extremadamente precisa, y en un plazo de tiempo relativamente breve).
Me gustaba verlo componer el menú por la noche, utilizando el Minitel que tenia en el lado izquierdo de la mesa. Yo le tomaba el pelo sobre las mensajerias rosas; pero en realidad estoy convencido de que era virgen.
En cierto sentido, era feliz. Se consideraba, con pleno derecho, actor de la revolución telemática. Sentía realmente cada avance del poder informático, cada nuevo paso hacia la mundialización de la red, como una victoria personal. Votaba socialista. Y, curiosamente, adoraba a Gauguin.
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No volvería a ver a Jean-Yves Frehaut, y, además, ¿Por qué debería volver a verlo? En el fondo, no habíamos simpatizado de verdad. De todas maneras en esta época uno se vuelve a ver poco, incluso cuando la relación arranca con entusiasmo. A veces hay conversaciones anhelantes sobre aspectos generales de la vida; a veces también hay abrazo carnal. Desde luego, uno intercambia números de teléfono, pero en general se acuerda poco del otro. E incluso cuando uno se acuerda y los dos se vuelven a ver, la desilusión y el desencanto sustituyen rápidamente el entusiasmo inicial. Creeme, conozco la vida; todo eso esta completamente bloqueado.
Esta progresiva desaparición de las relaciones humanas plantea ciertos problemas a la novela. ¿Cómo acometer la narración de esas pasiones fogosas, que duran varias años, cuyos efectos se dejan sentir a veces en varias generaciones? Estamos lejos de Cumbres borrascosas, es lo menos que puede decirse. La forma novelesca no esta concebida para retratar la indiferencia, ni la nada; habría que inventar una articulación mas anodina, mas concisa, mas taciturna.
Si las relaciones humanas se vuelven progresivamente imposibles, es por esa multiplicación de los grados de libertad cuyo profeta entusiasta era Jean-Yves Frehaut. El no había tenido, estoy seguro, ninguna relación, su estado de libertad era extremo. Lo digo sin acrimonia. Se trataba, ya lo he mencionado, de un hombre feliz, dicho esto, no le envidio esa felicidad.
La especie de pensadores de la informática, a la que pertenecía Jean-Yves Frehaut, no es tan rara como podría parecer. En cada empresa de mediano tamaño se puede encontrar uno, a veces incluso dos. Además, la mayoría de la gente admite vagamente que cualquier relación, en especial cualquier relación humana, se reduce a un intercambio de información (por supuesto, si incluimos en el concepto de información los mensajes de carácter no neutro, es decir, gratificantes o penalizadores). En estas condiciones, un pensador de la informática se transforma pronto en pensador de la evolución social. A menudo su discurso será brillante, y por tanto convincente, incluso podrá integrar en el la dimensión afectiva.
Al día siguiente -en otra copa de despedida, pero esta vez en el Ministerio de Agricultura- tuve ocasión de discutir con el teórico, flanqueado como de costumbre por Catherine Lechardoy. El nunca había visto a Jean-Yves Frehaut, ni lo vería jamás. En la hipótesis de un encuentro, imagino que el intercambio intelectual habría sido cortes pero de alto nivel. Sin duda habrían llegado a un acuerdo sobre ciertos valores como la libertad, la transparencia y la necesidad de establecer un sistema de transacciones generalizadas que abarque el conjunto de las actividades sociales.