Afortunadamente, por una singular compensación del cielo, siempre hace buen tiempo, excesivamente bueno, y el horizonte no se separa nunca de ese resplandor recalentado y blanco que también puede observarse en las fabricas siderúrgicas durante la tercera parte del tratamiento del mineral de hierro (me refiero a ese momento en que se dilata, como suspendido en la atmósfera y extrañamente consustancial a su naturaleza intrínseca, el vaciado recién formado de acero liquido). Por eso la mayoría de los marinos franquean el obstáculo sin problemas, y pronto surcan en silencio las aguas tranquilas, iridiscentes y húmedas del golfo de Adén.
A veces, sin embargo, tales cosas ocurren, y se manifiestan de verdad. Estamos a lunes por la mañana, uno de diciembre; hace frío y espero a Tisserand junto al aviso de salida del tren a Rouen; estamos en la estación de Saint-Lazare; cada vez tengo más frío y cada vez estoy más harto. Tisserand llega en el ultimo momento; nos va a costa trabajo encontrar sitio. A menos que haya sacado un billete de primera para el; seria muy propio de el.
Podía formar un tandem con cuatro o cinco personas de la empresa, y me toca Tisserand. No me alegro en lo más mínimo. El, por el contrario, esta encantado. “Tu y yo formamos un equipo superbueno…”, declara de entrada, “presiento que vamos a encajar de maravilla…” (esboza con las manos una especie de movimiento rotativo, como para simbolizar nuestra futura armonía).
Ya conozco a este chico; hemos hablado varias veces junto a la maquina de bebidas calientes. Normalmente, contaba historias guarras; me huelo que este viaje a provincias va a ser siniestro.
Mas tarde, el tren arranca. Nos instalamos en medio de un grupo de estudiantes parlanchines que parecen pertenecer a una escuela de comercio. Me siento junto a la ventana para escapar, en una débil medida, del ruido ambiente. Tisserand saca de su cartera diferentes folletos a todo color que hablan de los programas de contabilidad; eso no tiene nada que ver con las clases de formación que vamos a dar. Me arriesgo a hacer la observación. El apela vagamente: “Ah, si, Sicómoro también esta bien…”, y sigue con su monologo. Tengo la impresión de que, por lo que toca a los aspectos técnicos, cuenta conmigo en un cien por cien.
Lleva un traje esplendido con motivos rojos, amarillos y verdes; se parece un poco a un tapiz medieval. También lleva un pañuelo que sobresale del bolsillo superior de la chaqueta, más bien del estilo “Viaje al plante Marte” y una corbata a juego. Toda su ropa recuerda al personaje del ejecutivo comercial hiperdinámico y no exento de humor. En cuando a mí, voy vestido con una parka acolchada y un jersey grueso tipo “fin de semana en las Hébridas”. Me imagino que en el juego de roles que esta dando comienzo yo representaré al “hombre de sistemas”, el técnico competente pero un poco tosco, que no tiene tiempo de preocuparse por la ropa y que sufre una incapacidad congénita para dialogar con el usuario. Me viene como anillo al dedo. Tiene razón, formamos un buen equipo.
Me pregunto si al sacar todos sus folletos no estará intentando llamar la atención de la chica sentada a su izquierda, una estudiante de la escuela de comercio, muy bonita, vaya. Así que solo me estaría dedicando superficialmente su discurso. Me permito echar una ojeada al paisaje. Empieza a amanecer. Aparece el sol, rojo sangre, terriblemente rojo sobre la hierba verde oscuro, sobre los estanques brumosos. Pequeñas aldeas humean a lo lejos en el valle. Es un magnifico espectáculo, un poco pavoroso. A Tisserand no le interesa. Por el contrario, intenta atraer la mirada de la estudiante de su izquierda. El problema de Rápale Tisserand – he hecho, el fundamento de su personalidad – es que es muy feo. Tan feo que su aspecto repele a las mujeres, y no consigue acostarse con ellas. No obstante lo intenta, lo intenta con toda su alma, pero no le sale. Simplemente, ellas no quieren saber nada de el.
Sin embargo, su cuerpo no esta lejos de la normalidad; de tipo vagamente mediterráneo, está, sí, un poco gordo; “rechoncho”, como se suele decir; además, su calvicie lleva una rápida evolución. Bueno, todo esto podría tener arreglo; pero lo que no tiene remedio es su rostro. Tiene la mismísima cara de un sapo: rasgos espesos, groseros, anchos, deformes, lo contrario exactamente de la belleza. Su piel reluciente, acnéica, parece exudar a todas horas un humor graso. Lleva gafas de culo de botella, porque además es muy miope; pero me temo que si llevase lentillas no arreglaría nada. Para colmo, su conversación carece de elegancia, de fantasía, de humor; no tiene ni el más mínimo encanto (el encanto es una cualidad que a veces puede sustituir a la belleza; al menos en los hombres; a menudo se dice: “Tiene mucho encanto”; eso es lo que se suele decir). En estas condiciones, seguro que está terriblemente frustrado, pero ¿Qué le voy a hacer yo? Así que miro el paisaje.
Mas tarde, inicia una conversación con la estudiante. Seguimos el curso del Sena, escarlata, completamente ahogado en los rayos del sol naciente; parece que el río arrastre sangre de verdad.
A eso de las nueve, llegamos a Rouen. La estudiante se despide de Tisserand; claro, se niego a darle su número de teléfono. Durante unos cuantos minutos se va a sentir un poco abatido; voy a tener que encargarme de buscar un autobús.
El edificio de la Dirección Provincial de Agricultura es siniestro, y llegamos tarde. Aquí el trabajo empieza a las ocho; luego me enterare de que así suele ocurrir en provincias. El curso de formación comienza de inmediato. Tisserand toma la palabra; se presenta, me presenta, presenta a nuestra empresa. Supongo que justo después va a presentar la informática, los programas integrados, sus ventajas. También podría presentar el curso, el método de trabajo que vamos a seguir, muchas cosas. Con todo eso nos darían sin problemas las doce del mediodía, sobre todo si hay una de esas viejas y queridas pausas para un café. Me quito la parka y coloco algunos papeles a mí alrededor.
Los asistentes son unas quince personas; hay secretarias y ejecutivos, supongo que técnicos; tienen aspecto de técnicos. No parecen muy desagradables, ni muy interesados en la informática; y sin embargo, me digo para mis adentros, la informática va a cambiar sus vidas.
Veo enseguida de donde va a venir el peligro: se trata de un chico muy joven con gafas, alto, delgado y flexible. Se ha instalado al fondo, como para poder vigilar a todo el mundo; para mis adentros lo llamo “la Serpiente”, aunque se presenta durante la pausa del café, con el nombre de Schnabele. Es el futuro jefe de sección informática en vías de creación, y parece estar muy satisfecho de ello. Sentado a su lado hay un tipo de unos cincuenta años, bastante bien plantado, que pone mala cara y lleva una barba pelirroja. Debe de ser un antiguo brigada, al por el estilo. Tiene una mirada fija -Indochina, supongo- que clava en mi durante mucho tiempo, como para conminarme a que explique los motivos de mi presencia. Parece consagrado en cuerpo y alma a la serpiente, su jefe. Por su parte, él parece mas bien un dogo; o, en cualquier caso, ese tipo de perros que nunca sueltan la presa.
Muy pronto la Serpiente hace preguntas con el objetivo de desestabilizar a Tisserand, de hacerlo quedar como un incompetente. Tisserand es un incompetente, eso es un hecho, pero ya las ha visto parecidas. Es un profesional. No le cuesta nada parar los diferentes ataques, ya sea eludiéndolos con gracia, ya prometiendo volver sobre tal punto en un momento ulterior del curso. A veces hasta consigue sugerir que la pregunta habría tenido cierta sentido en una época anterior a la informática, pero que ahora lo ha perdido por completo.