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A mediodía, nos interrumpe un timbre estridente y desagradable. Schnabele serpentea hacia nosotros: “¿Comemos juntos?…” Prácticamente, no deja lugar a replica.

Nos comunica que tiene algunas cosillas que hacer antes de la comida, pide disculpas. Pero podemos acompañarle, así nos “enseñara la casa”. Nos arrastra por los pasillos; su acolito nos sigue dos pasos atrás. Tisserand consigue susurrarme que habría “preferido comer con las dos chavalas de la tercera fila”. Así que ya ha encontrado presas femeninas entre la asistencia; era casi inevitable, pero aun así me preocupa un poco.

Entramos en el despacho de Schnabele. El acolito se queda inmóvil en el umbral, en actitud de espera; monta guardia, por decirlo así. La habitación es grande, incluso muy grande para un ejecutivo tan joven, y al principio pienso que nos ha traído aquí solo para demostrarlo, porque no hace nada; se conforma con dar golpecitos nerviosos sobre el teléfono. Me dejo caer en un sillón delante de la mesa, y Tisserand no tarda en imitarme. El otro imbécil concede: “Claro, siéntense…” En ese mismo momento, aparece una secretaria por una puerta lateral. Se acerca a la mesa con respeto. Es una mujer bastante mayor, con gafas. Sostiene, con ambas manos abiertas, una pila de documentos para firmar. Así que este es el motivo de toda la puesta en escena, me digo.

Schnabele interpreta su papel de un modo impresionante. Antes de firmar el primer documento lo recorre despacio con los ojos, gravemente. Señala un giro “de sintaxis poco afortunado”. La secretaria, confusa: “Puedo rehacerlo, señor…”; y él, magnánimo: “Oh, no, está perfectamente.”

El fastidioso ceremonial se reproduce con el segundo documento, y des pues con el tercero. Empiezo a tener hambre. Me levanto para examinar las fotos colgadas en la pared. Son fotos de aficionado, reveladas y enmarcadas con cuidado. Parece que representan géiseres, concreciones de hielo, cosas así. Supongo que las saco personalmente durante unas vacaciones en Islandia; un circuito de Nuevas Fronteras, con toda probabilidad. Pero les ha hecho de todo: solarización, efectos de filtro en estrella y no se cuantas cosas mas; tantas que casi no se reconoce nada y el conjunto es bastante feo.

Viento mi interés, el se acerca y declara:

– Es Islandia… bastante bonita, creo yo.

– Ah… -contesto.

Por fin nos vamos a comer. Schnabele nos precede por los pasillos, comentando la organización de los despachos y la “distribución del espacio”, como si acabara de adquirir el edificio. De vez en cuando, cuando torcemos a la derecha, me pasa el brazo por los hombros; a pesar de todo sin tocarme, por fortuna. Anda deprisa, y a Tisserand, que tiene las piernas cortas, le cuesta un poco seguirle; le oigo jadear a mi lado. Dos pasos por detrás, el acolito cierra la marcha como para prevenir un eventual ataque por sorpresa.

La comida se hace interminable. Al principio todo va bien, Schnabele habla de si mismo. Nos vuelve a informar de que a los veinticinco años ya es director de la sección de informática, o al menos esta a punto de serlo en un futuro inmediato. Entre los entremeses y el primer plato nos recuerda tres veces su edad: veinticinco años.

Después quiere que le hablemos de nuestra “formación”, probablemente para asegurarse de que es inferior a la suya (él es IGREF, y parece sentirse orgulloso; yo no se que es eso, pero luego me entero de que los IGREF son una variedad particular de altos funcionarios que solo se encuentra en los organismos dependientes del Ministerio de Agricultura; un poco como los de la Escuela Nacional de Administración, pero con menos nivel). A este respecto, Tisserand lo deja completamente satisfecho: dice que ha estudiado en la Escuela Superior de Comercio de Bastía, o algo por el estilo, en el límite de la credibilidad. Yo mastico el entrecot a la bearnesa y finjo no haber entendido la pregunta. El ayudante me clave su mirada fija, y por un momento me pregunto si no me va a echar la bronca: “! Conteste cuando le preguntan!”; vuelvo directamente la cabeza en otra dirección. Al final, Tisserand responde por mí: me presenta como “ingeniero de sistemas”. Para acreditar la idea, pronuncio unas frases sobre las normas escandinavas y la conmutación de las redes; Schnabele se repliega en la silla, a la defensiva; yo me voy a buscar un flan.

La tarde esta dedicada a trabajos prácticos en el ordenador. Ahí intervengo yo: mientras Tisserand sigue con sus explicaciones, yo paso entre los grupos para comprobar que todo el mundo las entiende y conseguir hacer los ejercicios propuestos. Me las arreglo bastante bien, al fin y al cabo, es mi oficio.

Las dos chavalas me llaman con bastante frecuencia; son secretarias, y aparentemente es la primera vez que se encuentran delante de una pantalla de ordenador. Así que tienen un poco de pánico, y con razón, además. Pero cada vez que me acerco a ellas interviene Tisserand, que no vacila en interrumpir su explicación. Tengo la impresión de que es una de ellas la que más le atrae; cierto que es encantadora, jugosa, muy sexy; lleva un body de encaje negro y sus senos se mueven suavemente bajo la tela. Pero ay, cada vez que el se acerca a la pobrecita secretaria, la cara de ella se crispa en un involuntario gesto de repulsión, casi podría decirse que de asco. Realmente, es una fatalidad.

A las cinco vuelve a sonar el timbre. Los alumnos recogen sus cosas, se preparan para irse; pero Schnabele se acerca a nosotros: el venenoso personaje guarda una última carta. Al principio intenta aislarme con una observación preliminar: “Creo que es una pregunta para un hombre de sistemas, como usted…”; luego me expone el asunto: ¿debe o no comprar un modulador para estabilizar la tensión de entrada de corriente que alimenta al servidor de red? Le han dicho cosas contradictorias sobre el tema. Yo no tengo ni idea, y me dispongo a decírselo. Pero Tisserand, que desde luego esta en perfecta forma, se adelanta a toda velocidad: acaba de aparecer un estudio sobre ese tema, afirma con audacia; la conclusión esta muy clara: a partir de cierto nivel de trabajo con los ordenadores, en cualquier casa en menos de tres años. Por desgracia no ha traído ese estudio, ni sus referencias; pero promete enviarle una fotocopia en cuanto regrese a París.

Buena jugada. Schnabele se retira, completamente vencido; hasta llega a desearnos una buena tarde.

La tarde, al principio, consiste en buscar un hotel. A instancias de Tisserand, nos instalamos en Aux Armes Cauchotes. Bonito hotel, muy bonito; pero al fin y al cabo nos pagan los gastos de desplazamiento, ¿no?

Luego quiere tomar un aperitivo. ¡Claro, hombre!…

En el café, elige una mesa cerca de dos chicas. Se sienta y las chicas se van. Decididamente, el plan esta sincronizado a la perfección. ¡Bien por las chicas!

Como ultimo recurso, pide un dry martín; yo me conformo con una cerveza. Estoy un poco nervioso; no paro de fumar, enciendo cigarrillo tras cigarrillo, literalmente.

Me anuncia que acaba de matricularse en un gimnasio para perder un poco de peso “y también para ligar, claro”.Perfecto, no tengo la menor objeción.

Me doy cuenta de que fumo cada vez más; debo rondar los cuatro paquetes al día. Fumar cigarrillos se ha convertido en la única parte de verdadera libertad de mi existencia. La única acción con la que me comprometo plenamente, con todo mi ser. Mi único proyecto.

A continuación, Tisserand aborda uno de sus temas mas queridas, a saber, que “nosotros, los informáticos, somos los reyes”. Supongo que con eso quiere decir un elevado salario, cierta consideración profesional, una gran facilidad para cambiar de empleo. Dentro de estos límites no se equivoca. Somos los reyes.

El desarrolla la idea; yo empiezo el quinto paquete de Camel. Poco después termina su martín; quiere volver al hotel para cambiarse antes de cenar. Perfecto, vamos allá.