¿Cuánto rato estuvimos escuchando a Bacarisse?
No lo sé. Sólo sé que en algún momento Remedios Varo levanta el brazo del tocadiscos y da por concluida la audición. Y luego yo me acerco a ella (porque no quiero irme, he de reconocerlo) y me ofrezco, arrebolada, para lavarle las tazas que hemos empleado, para barrerle el suelo, para sacarle el polvo a los muebles, para abrillantarle los cacharros de la cocina, para ir a hacerle la compra, para hacerle la cama, para prepararle la bañera, pero Remedios Varo sonríe y me dice: ya no necesito nada de eso, Auxilio, gracias de todas maneras. Ya no necesito nada. Ya no preciso de ninguna ayuda, dice Remedios Varo. ¡Mentira! ¿Cómo no va a necesitar nada?, pienso mientras me acompaña hasta la puerta de calle.
Y luego me veo en el zaguán de su casa. Ella está en el interior y con una mano sujeta el pomo de la puerta. Hay tantas cosas que quisiera preguntarle. La primera, si puedo volver a visitarla. Un sol como vino blanco se extiende ahora por toda la calle vacía. Es ese sol el que ilumina su rostro y lo tiñe de melancolía y valor. Bien. Todo está bien. Es hora de irme. No sé si darle la mano o darle un beso en cada mejilla. Las latinoamericanas, hasta donde sé, sólo damos un beso. Un beso en una mejilla. Las españolas dan dos. Las francesas dan tres. Cuando yo era jovencita pensaba que los tres besos que daban las francesas querían decir: libertad, igualdad, fraternidad. Ahora sé que no, pero me sigue gustando pensarlo. Así que le doy tres besos y ella me mira como si también, en algún momento de su vida, hubiera creído lo mismo que yo. Un beso en la mejilla izquierda, otro en la derecha, un último beso en la mejilla izquierda. Y Remedios Varo me mira y su mirada dice: no te preocupes, Auxilio, no te vas a morir, no te vas a volver loca, tú estás manteniendo el estandarte de la autonomía universitaria, tú estás salvando el honor de las universidades de nuestra América, lo peor que te puede pasar es que adelgaces horriblemente, lo peor que te puede pasar es que tengas visiones, lo peor que te puede pasar es que te descubran, pero tú no pienses en eso, mantente firme, lee al pobre Pedrito Garfias (ya podías haberte llevado otro libro al baño, mujer) y deja que tu mente fluya libremente por el tiempo, desde el 18 de septiembre al 30 de septiembre de 1968, ni un día más, eso es todo lo que tienes que hacer.
Y entonces Remedios Varo cierra la puerta y por la postrera mirada que lanza a estrellarse con mi mirada comprendo sin paliativo alguno que ella está muerta.
10
Y yo salí de casa de Remedios Varo peor que una sonámbula, porque los sonámbulos siempre vuelven a sus casas y yo sabía que a la casa de Remedios Varo no iba a volver. Yo sabía que me iba a despertar a la intemperie, de noche o cuando ya estuviera amaneciendo, qué más daba, en medio de la ciudad que había elegido por amor o por rabia.
Y mis recuerdos que se remontan sin orden ni concierto hacia atrás y hacia adelante de aquel desamparado mes de septiembre de 1968 me dicen, balbuceando, tartamudeando, que decidí permanecer a la expectativa bajo aquel sol de color de agua, de pie en una esquina, escuchando todos los ruidos de México, hasta el de las sombras de las casas que se acosaban como fieras recién salidas del cubil del taxidermista.
Y no sé cuánto tiempo pasó, si mucho o si poco, porque yo tenía los sentidos enganchados con alfileres en el espacio y no en el tiempo, hasta que vi abrirse la puerta de la casa de Remedios Varo y vi salir a esa mujer que se había ocultado en el dormitorio o en el baño o tras las cortinas durante mi visita.
Una mujer de piernas largas y delgadas, aunque sin ninguna duda, como calculé mientras la seguía, de una estatura inferior a la mía. Porque aquella mujer era alta, sobre todo para los cánones mexicanos, pero yo era más alta todavía.
Desde mi posición de perseguidora sólo podía verle la espalda y las piernas, una figura delgada como ya he dicho, y el pelo, una cabellera castaña y ligeramente ondulada que le caía más abajo de los hombros y que pese a un cierto descuido (que podría aunque no me atrevería a confundirlo con el desaliño) no carecía de gracia.
La verdad es que toda ella estaba circundada por la gracia, imbuida por la gracia, aunque me resultaría difícil precisar en dónde radicaba ésta pues vestía de forma normal, con decoro, ropas que nadie se atrevería a juzgar originales: una falda negra y una chaleca de color crema muy usadas, de esas que se pueden conseguir en un puesto del mercado por unos pocos pesos. Sus zapatos, por el contrario, eran de tacón, un tacón no muy alto, pero estilizado, unos zapatos que no se correspondían del todo con el resto del atuendo. Bajo el brazo llevaba una carpeta llena de papeles.
Contra lo que esperaba, no se detuvo en la parada de camiones y siguió caminando en dirección al centro. Al cabo de un rato entró en una cafetería. Me quedé afuera y la observé a través de los ventanales. La vi dirigirse a una mesa y enseñar algo que sacó del interior de la carpeta: una hoja, luego otra. Eran dibujos o reproducciones de dibujos. El hombre y la mujer que estaban sentados observaron los papeles y
Debía de tener los sesenta años cumplidos. Y muy mal llevados. O tal vez más. Y esto ocurrió diez años después de que muriera Remedios Varo, es decir en 1973 y no en 1963.
Entonces tuve un escalofrío. Y el escalofrío me dijo: che, Auxilio (porque el escalofrío era uruguayo y no mexicano), la mujer a la que estás siguiendo, la mujer que ha salido subrepticiamente de casa de Remedios Varo, es la verdadera madre de la poesía y no tú, la mujer tras cuyos pasos vas es la madre y no tú, no tú, no tú.
Creo que empezó a dolerme la cabeza y cerré los ojos. Creo que empezaron a dolerme los dientes que ya no tenía y cerré los ojos. Y cuando los abrí ella estaba en la barra, definitivamente sola, sentada encima de un taburete, tomando un café con leche y leyendo una revista que probablemente guardaba en la carpeta, junto con las reproducciones de los dibujos de su hijo adorado.
La mujer que la había atendido, a un par de metros de distancia, tenía los codos apoyados en la barra y la mirada ensoñada en un punto impreciso más allá de los ventanales, situado por encima de mi cabeza. Algunas mesas se habían vaciado. En otras la gente volvía a ocuparse de sus asuntos particulares.
Supe entonces que había estado siguiendo, en la vigilia o durante un sueño, a Lilian Serpas, y recordé su historia o lo poco que yo sabía de su historia.