Durante una época, supongo que por la década del cincuenta, Lilian había sido una poeta más o menos conocida y una mujer de extraordinaria belleza. El apellido es de origen incierto, parece griego (a mí me lo parece), suena a húngaro, puede ser un viejo apellido castellano. Pero Lilian era mexicana y casi toda su vida había vivido en el DF. Se decía que en su dilatada juventud tuvo muchos novios y pretendientes. Lilian, sin embargo, no quería novios sino amantes y también los había tenido.
Yo hubiera querido decirle: Lilian, no tengas tantos amantes, de los hombres una no puede esperar gran cosa, te usarán y luego te dejarán tirada en una esquina, pero yo era como una virgen loca y Lilian vivía su sexualidad de la forma que a ella más le apetecía, intensamente, entregada sólo al placer de su propio cuerpo y al placer de los sonetos que por aquellos años escribía. Y, claro, le fue mal. O le fue bien.
¿Quién soy yo para decirlo? Tuvo amantes. Yo apenas he tenido amantes.
Un día, sin embargo, Lilian se enamoró de un hombre y tuvo un hijo con él. El tipo era un tal Coffeen, puede que norteamericano, puede que inglés o puede que fuera mexicano. El caso es que tuvo un hijo con él y el niño se llamó Carlos Coffeen Serpas. El pintor Carlos Coffeen Serpas.
Después (cuánto después lo ignoro) el señor Coffeen desapareció. Tal vez él dejó a Lilian. Tal vez Lilian lo dejó a él. Tal vez, y esto es más romántico, Coffeen murió y Lilian creyó que ella también debía morir, pero estaba el niño y sobrevivió a la ausencia. Una ausencia que pronto llenaron otros señores, porque Lilian seguía siendo hermosa y le seguía gustando meterse en la cama con hombres y aullar de placer hasta que salía el sol. Mientras tanto, el niño Coffeen Serpas crecía y frecuentaba, ya desde chiquito, los ambientes de su madre, y todos se maravillaban de su inteligencia y le pronosticaban un futuro promisorio en el proceloso mundo del arte.
¿Cuáles eran los ambientes que frecuentaba Lilian Serpas acompañada por su hijo? Los de siempre, los bares y cafeterías del centro del DF, en donde se reunían los viejos periodistas fracasados y los exiliados españoles. Gente muy simpática, pero no precisamente la clase de personas que yo recomendaría para que frecuentara un niño sensible.
Los trabajos de Lilian, por aquellos años, fueron múltiples. Hizo de secretaria, de dependienta en varias tiendas de moda, trabajó un tiempo en un par de periódicos y hasta en una radio de mala muerte. En ninguno se quedaba demasiado tiempo, porque ella, me lo dijo no sin algo de tristeza, era poeta y la vida nocturna la llamaba y así no había quien pudiera trabajar regularmente.
Por supuesto, yo la entendía, yo estaba de acuerdo con ella, aunque manifestaba mi acuerdo con una voz y con unos gestos que adquirían automática e inconscientemente un aire de superioridad nauseabundo, corno si le dijera: Lilian, estoy de acuerdo contigo, pero en el fondo me parece una niñería, Lilian, no niego que es simpático y divertido, pero que nadie cuente conmigo para tal experimento.
Como si yo, por alternar la infesta avenida Bucareli con la Universidad, fuera mejor. Como si yo, por frecuentar y conocer a los jóvenes poetas y no sólo a los viejos periodistas fracasados, fuera mejor. La verdad es que no soy mejor. La verdad es que los jóvenes poetas generalmente acaban siendo viejos periodistas fracasados. Y la Universidad, mi querida Universidad, está esperando su oportunidad justo ahí debajo, en las cloacas de la avenida Bucareli.
Una noche, esto también me lo contó ella, conoció en el café Quito a un sudamericano exiliado con el que estuvo hablando hasta que cerraron. Después se fueron a la casa de Lilian y se metieron en la cama sin hacer ruido para que Carlitos Coffeen no se despertara. El sudamericano era Ernesto Guevara. No te lo puedo creer, Lilian, le dije. Sí, era él, me dijo Lilian con esa su manera de hablar que tenía cuando yo la conocí, una voz muy delgada, de muñeca rota, una voz como la que hubiera tenido el licenciado Vidriera si hubiera sido licenciada o al menos bachillera y se hubiera vuelto loca y superlúcida al mismo tiempo en pleno Siglo de Oro desdichado. ¿Y qué tal era el Che en la cama?, fue lo primero que quise saber. Lilian dijo algo que no entendí. ¿Qué?, dije, ¿qué?, ¿qué? Normal, dijo Lilian con la mirada perdida en las arrugas de su carpeta.
Puede que fuera mentira. Cuando yo la conocí a Lilian sólo parecía importarle vender las reproducciones de los dibujos de su hijo. La poesía la dejaba indiferente. Llegaba al café Quito, ya muy tarde, y se sentaba en la mesa de los jóvenes poetas o en la mesa de los viejos periodistas fracasados (todos ex amantes suyos) y se dedicaba a escuchar las conversaciones de siempre. Si alguien le decía, por ejemplo, háblanos del Che Guevara, ella decía: normal. Eso era todo. En el café Quito, por otra parte, más de uno de los viejos periodistas fracasados había conocido al Che y a Fidel, que lo frecuentaron durante su estancia en México, y a nadie le parecía raro que Lilian dijera normal, aunque ellos tal vez no sabían que Lilian se había acostado con el Che, ellos creían que Lilian sólo se había acostado con ellos y con algunos peces gordos que no frecuentaban la avenida Bucareli a altas horas de la noche, pero para el caso era lo mismo.
Yo reconozco que me hubiera gustado saber cómo cogía el Che Guevara. Normal, claro, pero cómo.
Estos chicos, le dije una noche a Lilian, tienen derecho a saber cómo cogía el Che. Una locura mía sin pies ni cabeza, pero igual se la solté.
Recuerdo que Lilian me miró con su máscara de muñeca arrugada, martirizada, de la que parecía a punto de emerger a cada segundo la reina de los mares con su cohorte de truenos, pero en donde ya nunca pasaba nada. Estos chicos, estos chicos, dijo y luego miró el techo del café Quito que en ese momento estaban pintando dos adolescentes montados en un andamiaje portátil.
Así era Lilian, así era la mujer a la que me puse a seguir desde el sueño de Remedios Varo, la gran pintora catalana, hasta el sueño de las calles terminales del DF en donde siempre pasaban cosas que parecían susurrar o gritar o escupirte que allí nunca pasaba nada.
Y así me vi otra vez en el café Quito en 1973 o tal vez en los primeros meses de 1974 y vi llegar a Lilian a través del humo y de las luces trazadoras del café a las once de la noche, y ella llega, como siempre, envuelta en humo, y su humo y el humo del interior del café se contemplan como arañas antes de fundirse en un solo humo, un humo en donde prima el olor a café pues en el Quito hay una tostadora de café y además es uno de los escasos lugares de la avenida Bucareli en donde tienen una máquina italiana para hacer café express.
Y entonces mis amigos, los poetas jóvenes de México, sin levantarse de la mesa la saludan, dicen buenas noches, Lilian Serpas, qué hubo, Lilian Serpas, incluso los más atontados dicen buenas noches, Lilian Serpas, como si mediante el acto de saludarla una diosa bajara de las alturas del café Quito (en donde dos jóvenes obreros intrépidos se afanan en un equilibrio que no puedo sino considerar precario) y les colgara del pecho la medalla de honor de la poesía, cuando lo que en realidad sucede (pero esto yo sólo lo pienso, no lo digo) es que al saludarla así, de esa manera, lo único que están haciendo es poner sus jóvenes y atontadas cabezas en la mesa del verdugo.
Y Lilian se detiene, como si oyera mal, y busca la mesa en donde están ellos (y en donde estoy yo) y al vernos se acerca a saludar y de paso a tratar de vender alguna de sus reproducciones y yo miro para otro lado.
¿Por qué miro para otro lado?
Porque conozco su historia.
Así que miro para otro lado mientras Lilian, de pie o ya sentada, saluda a todo el mundo, generalmente más de cinco poetas jóvenes abigarrados alrededor de una mesa, y cuando me saluda a mí yo dejo de mirar el suelo y vuelvo la cabeza con una lentitud exasperante (pero es que no puedo hacerlo más rápido) y le doy, obediente, las buenas noches yo también.