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Y así pasa el tiempo (Lilian no intenta vendernos ningún dibujo porque sabe que nosotros no tenemos dinero ni ganas de comprar, pero le permite a quien lo desea echarles una mirada a las reproducciones, curiosas reproducciones, hechas no de cualquier manera sino en una imprenta y en papel satinado, lo que dice algo, al menos, respecto a la singular disposición mercantil de Carlos Coffeen Serpas o de su madre, ermitaños o mendigos, pero que en un momento de inspiración que prefiero no imaginármelo deciden vivir exclusivamente de su arte) y poco a poco la gente comienza a marcharse o a cambiarse de mesa, pues en el Quito, a cierta hora de la noche, quien más, quien menos, todo el mundo se conoce y todos desean hablar, al menos unas palabras, con sus conocidos. Y así, náufraga en medio de una rotación incesante, en determinado momento me quedo sola mirando mi taza de café medio llena y al momento siguiente (pero casi sin transición) una sombra esquiva, que de tan esquiva parece concitar sobre sí todas las sombras del café, como si su campo gravitatorio sólo atrajera a los objetos inertes, se desplaza hasta mi mesa y se sienta junto a mí.

¿Cómo estás, Auxilio?, dice el fantasma de Lilian Serpas.

Aquí no más, le digo yo.

Y es entonces cuando el tiempo vuelve a detenerse, imagen trillada donde las haya pues el tiempo o no se detiene nunca o está detenido desde siempre, digamos entonces que el contínuum del tiempo sufre un escalofrío, o digamos que el tiempo abre las patotas y se agacha y mete la cabeza entre las ingles y me mira al revés, unos centímetros tan sólo más abajo del culo, y me guiña un ojo loco, o digamos que la luna llena o creciente o la oscura luna menguante del DF vuelve a deslizarse por las baldosas del lavabo de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras, o digamos que se levanta un silencio de velatorio en el café Quito y que sólo escucho los murmullos de los fantasmas de la corte de Lilian Serpas y que no sé, una vez más, si estoy en el 68 o en el 74 o en el 80 o si de una vez por todas me estoy aproximando como la sombra de un barco naufragado al dichoso año 2000 que no veré.

Sea lo que sea, algo pasa con el tiempo. Yo sé que algo pasa con el tiempo y no digamos con el espacio.

Yo presiento que algo pasa y que además no es la primera vez que pasa, aunque tratándose del tiempo todo pasa por primera vez y aquí no hay experiencia que valga, lo que en el fondo es mejor, porque la experiencia generalmente es un fraude.

Y entonces Lilian (que es la única indemne en esta historia, porque ella ya lo ha sufrido todo) me pide, una vez más, el primer y el último favor que me va a pedir en toda su vida.

Dice: es tarde. Dice: qué linda estás, Auxilio. Dice: a menudo pienso en ti, Auxilio. Y yo la observo y observo el techo del café Quito en donde los dos jóvenes soñolientos siguen trabajando o haciendo como que trabajan subidos en un andamio pésimamente construido y luego la vuelvo a observar a ella, que habla no mirándome a la cara sino mirando su vaso grande y grueso de café con leche, mientras escucho por un oído sus palabras y por el otro los gritos que los habituales del café Quito dirigen a los jóvenes del andamio, frases que constituyen un ritual de iniciación masculina, colijo, o frases que pretenden ser cariñosas pero que sólo son premonitorias de un desastre que no sólo arrastrará a la pareja de pintores de brocha gorda (o fontaneros o electricistas, no lo sé, yo sólo los vi, yo todavía los veo mientras la luna cruza enloquecida cada una de las baldosas del lavabo de mujeres como si esa singladura contuviera toda la subversión posible, y eso me espanta) sino también a ellos, los vociferantes, los que aconsejan, nosotros.

Y entonces Lilian dice: tienes que ir a mi casa. Dice: yo no puedo ir esta noche a mi casa. Dice: tienes que ir tú por mí y decirle a Carlos que mañana volveré temprano. Y lo primero que se me ocurre es negarme de plano. Pero entonces Lilian me mira a la cara y me sonríe (ella no se tapa la boca cuando habla, como yo, ni cuando sonríe, aunque debería hacerlo) y yo me quedo sin palabras, porque estoy delante de la madre de la poesía mexicana, la peor madre que la poesía mexicana podía tener, pero la única y auténtica al fin y al cabo. Entonces digo que sí, que iré a su casa si me da la dirección y si no es muy lejos y que le diré a Carlos Coffeen Serpas, el pintor, que su madre aquella noche la pasará afuera.

11

Y hacia la casa de Lilian Serpas me vi caminando aquella noche, amiguitos, impelida por el misterio que a veces se parece al viento del DF, un viento negro lleno de agujeros con formas geométricas, y otras veces se parece a la serenidad del DF, una serenidad genuflexa cuya única propiedad es ser un espejismo.

Les parecerá raro, pero yo no conocía a Carlos Coffeen Serpas. En realidad, nadie lo conocía. O mejor dicho: unos pocos lo conocían y esos pocos habían echado a volar su leyenda, su exigua leyenda de pintor loco que vivía encerrado en la casa de su madre, una casa que a veces aparecía ornada con muebles pesados y cubiertos de polvo, como salidos de la cripta de uno de los seguidores de Maximiliano, y otras veces más bien parecía una casa de vecindad, la copia feliz del hogar de los Burrón (los invencibles Burrón, que Dios los conserve muchos años, cuando yo llegué a México el primer piropo que recibí fue que me dijeran que era idéntica a Borola Tacuche, lo que no se aleja demasiado de la verdad). La realidad, como tristemente acostumbra, estaba en el justo término medio: ni se trataba de un palacio en decadencia ni de una modesta vivienda de patio de vecindad, sino de un edificio viejo de cuatro plantas en la calle República de El Salvador, cerca de la iglesia de San Felipe Neri.

En aquel entonces Carlos Coffeen Serpas debía de tener más de cuarenta años y nadie que yo conociera lo había visto desde hacía mucho tiempo. ¿Qué opinaba yo de sus dibujos? No me gustaban mucho, ésa es la verdad. Figuras, casi siempre muy delgadas y que además parecían enfermas, era lo que él dibujaba. Estas figuras volaban o estaban enterradas y a veces miraban a los ojos del que contemplaba el dibujo y solían hacer señales con las manos. Por ejemplo, se llevaban un dedo a los labios indicando silencio. O se cubrían la vista. O mostraban la palma de una mano sin líneas. Eso es todo. No puedo decir más. No entiendo gran cosa de arte.

Lo cierto es que allí estaba, delante del portal de la casa de Lilian, y mientras pensaba en los dibujos de su hijo, que sin duda eran los dibujos menos valorados en el mercado del arte mexicano, también pensaba en lo que le diría a Coffeen cuando éste me franqueara la puerta.

Lilian vivía en el último piso. Toqué el timbre varias veces. No me contestó nadie y por un instante pensé que Coffeen Serpas debía de estar seguramente en algún bar de los alrededores, pues también tenía fama de alcohólico empedernido. Ya me disponía a irme cuando algo que no sabría explicar muy bien qué fue, posiblemente una intuición o tal vez sólo mi natural curiosidad exacerbada por la hora y la caminata previa, me hizo cruzar la calle e instalarme en la acera de enfrente. Las luces de las ventanas del cuarto piso estaban apagadas pero al cabo de unos segundos creí ver que se movía una cortina, como si el viento que no corría por las calles del DF se deslizara por el interior de aquella casa a oscuras. Y eso fue demasiado para mí.

Crucé la calle y toqué el timbre una vez más. Y. sin esperar a que me abrieran la puerta volví a la acera de enfrente y contemplé las ventanas y vi cómo una cortina se descorría y esta vez sí que pude ver una sombra, la silueta de un hombre que me miraba desde arriba, sabiendo que yo lo veía y sin importarle, esta vez, que yo lo viera, y entonces supe que aquella sombra era Carlos Coffeen Serpas, que me miraba y pensaba quién era yo, qué hacía allí a esas horas de la noche, qué quería, de qué infames noticias era portadora.