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Y yo, pobre de mí, oí algo similar al rumor que produce el viento cuando baja y corre entre las flores de papel, oí un florear de aire y agua, y levanté (silenciosamente) los pies como una bailarina de Renoir, como si fuera a parir (y de alguna manera, en efecto, me disponía a alumbrar algo y a ser alumbrada), los calzones esposando mis tobillos flacos, enganchados a unos zapatos que entonces tenía, unos mocasines amarillos de lo más cómodo, y mientras esperaba a que el soldado revisara los wáters uno por uno y me disponía moral y físicamente, llegado el caso, a no abrir, a defender el último reducto de autonomía de la UNAM, yo, una pobre poetisa uruguaya, pero que amaba México como la que más, mientras esperaba, digo, se produjo un silencio especial, un silencio que ni los diccionarios musicales ni los diccionarios filosóficos registran, como si el tiempo se fracturara y corriera en varias direcciones a la vez, un tiempo puro, ni verbal ni compuesto de gestos o acciones, y entonces me vi a mí misma y vi al soldado que se miraba arrobado en el espejo, nuestras dos figuras empotradas en un rombo negro o sumergidas en un lago, y tuve un escalofrío, helas, porque supe que momentáneamente las leyes de la matemática me protegían, porque supe que las tiránicas leyes del cosmos, que se oponen a las leyes de la poesía, me protegían y que el soldado se miraría arrobado en el espejo y yo lo oiría y lo imaginaría, arrobada también, en la singularidad de mi water, y que ambas singularidades constituían a partir de ese segundo las dos caras de una moneda atroz como la muerte.

Hablando en plata: el soldado y yo permanecimos quietos como estatuas en el baño de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras, y eso fue todo, después oí sus pisadas que se marchaban, escuché que se cerraba la puerta y mis piernas levantadas, como si decidieran por sí mismas, volvieron a su antigua posición.

El parto había concluido.

Debí de permanecer así unas tres horas, calculo.

Sé que empezaba a anochecer cuando salí del water. Tenía las extremidades acalambradas. Tenía una piedra en el estómago y me dolía el pecho. Tenía como un velo o una gasa sobre los ojos. Tenía unos zumbidos de abejas o avispas o abejorros en los oídos o en la mente. Tenía como cosquillas y al mismo tiempo como ganas de dormir. Pero la verdad es que estaba más despierta que nunca. La situación era nueva, lo admito, pero yo sabía qué hacer.

Yo sabía cuál era mi deber.

Así que me encaramé a la única ventana del baño y miré para afuera. Yo vi a un soldado perdido en la lejanía. Yo vi la silueta de una tanqueta o la sombra de una tanqueta, aunque después me puse a reflexionar y tal vez lo que vi fuera la sombra de un árbol. Corno el pórtico de la literatura latina, como el pórtico de la literatura griega. Ay, a mí me gusta tanto la literatura griega, desde Safo hasta Giorgos Seferis. Yo vi el viento que recorría la Universidad como si disfrutara de las últimas claridades del día. Y supe lo que tenía que hacer. Yo supe. Supe que tenía que resistir. Así que me senté sobre las baldosas del baño de mujeres y aproveché los últimos rayos de luz para leer tres poemas más de Pedro Garfias y luego cerré el libro y cerré los ojos y me dije: Auxilio Lacouture, ciudadana del Uruguay, latinoamericana, poeta y viajera, resiste.

Sólo eso.

Y luego me puse a pensar en mi pasado como ahora pienso en mi pasado. Luego remonté las fechas, se rompió el rombo en el espacio de la desesperación conjetural, subieron las imágenes del fondo del lago, sin que nada ni nadie pudiera evitarlo emergieron las imágenes de ese pobre lago al que no alumbran ni el sol ni la luna, se plegó y desplegó el tiempo como un sueño. El año 68 se convirtió en el año 64 y en el año 60 y en el año 56. Y también se convirtió en el año 70 y en el año 73 y en el año 75 y 76. Como si me hubiera muerto y contemplara los años desde una perspectiva inédita. Quiero decir: me puse a pensar en mi pasado como si pensara en mi presente y en mi futuro y en mi pasado, todo revuelto y adormilado en un solo huevo tibio, un enorme huevo de no sé qué pájaro interior (¿un arqueopterix?) cobijado en un nido de escombros humeantes.

Me puse a pensar, por ejemplo, en los dientes que perdí, aunque en ese momento, en septiembre de 1968, yo aún tenía todos mis dientes, lo que bien mirado no deja de resultar raro. Pero lo cierto es que pensé en mis dientes, mis cuatro dientes delanteros que fui perdiendo en años sucesivos porque no tenía dinero para ir al dentista, ni ganas de ir al dentista, ni tiempo. Y resultó curioso pensar en mis dientes porque por una parte a mí me traía sin cuidado carecer de los cuatro dientes más importantes en la dentadura de una mujer, y por otra parte el perderlos me hirió en lo más profundo de mí ser y esa herida ardía y era necesaria e innecesaria, era absurda. Todavía hoy, cuando lo pienso, no lo comprendo. En fin: perdí mis dientes en México como había perdido tantas otras cosas en México, y aunque de vez en cuando voces amigas o que pretendían serlo me decían ponte los dientes, Auxilio, haremos una colecta para comprarte unos postizos, Auxilio, yo siempre supe que ese hueco iba a permanecer hasta el final en carne viva y no les hacía demasiado caso aunque tampoco daba de plano una respuesta negativa.

Y la pérdida trajo consigo una nueva costumbre. A partir de entonces, cuando hablaba o cuando me reía, cubría con la palma de la mano mi boca desdentada, gesto que según supe no tardó en hacerse popular en algunos ambientes. Yo perdí mis dientes pero no perdí la discreción, la reserva, un cierto sentido de la elegancia. La emperatriz Josefina, es sabido, tenía enormes caries negras en la parte posterior de su dentadura y eso no le restaba un ápice a su encanto. Ella se cubría con un pañuelo o con un abanico; yo, más terrenal, habitante del DF alado y del DF subterráneo, me ponía la palma de la mano sobre los labios y me reía y hablaba libremente en las largas noches mexicanas. Mi aspecto, para los que recién me conocían, era el de una conspiradora o el de un; ser extraño, mitad sulamita y mitad murciélago albino. Pero eso a mí no me importaba. Allí está Auxilio, decían los poetas, y allí estaba yo, sentada a la mesa de un novelista con delírium tremens o de un periodista suicida, riéndome y hablando, secreteando y contando habladurías, y nadie podía decir: yo he visto la boca herida de la uruguaya, yo he visto las encías peladas de la única persona que se quedó en la Universidad cuando entraron los granaderos, en septiembre de 1968. Podían decir: Auxilio habla como los conspiradores, acercando la cabeza y cubriéndose la boca. Podían decir: Auxilio habla mirándote a los ojos. Podían decir (y reírse al decirlo): ¿cómo consigue Auxilio, aunque tenga las manos ocupadas con libros y con vasos de tequila, llevarse siempre una mano a la boca de manera por demás espontánea y natural?, ¿en dónde reside el secreto de ese su juego de manos prodigioso? El secreto, amigos míos, no pienso llevármelo a la tumba (a la tumba no hay que llevarse nada). El secreto reside en los nervios. En los nervios que se tensan y se alargan para alcanzar los bordes de la sociabilidad y el amor. Los bordes espantosamente afilados de la sociabilidad y el amor.