Yo no me aburro aquí porque he pasado por cosas que usted no resistiría quince días. Yo estuve siete meses… Era allá, en el Sahara, en un fortín avanzado. Que soy oficial del ejército francés, ya lo sabe… Ah, ¿no? Bueno, capitán… Lo que no sabe es que pasé siete meses allá, en un país totalmente desierto, donde no hay más que sol de cuarenta y ocho grados a la sombra, arena que deja ciego y escorpiones. Nada más. Y esto cuando no hay siroco… Éramos dos oficiales y ochenta soldados. No había nadie ni nada más en doscientas leguas a la redonda. No había sino una horrible luz y un horrible calor, día y noche… Y constantes palpitaciones de corazón, porque uno se ahoga… Y un silencio tan grande como puede desearlo un sujeto con jaqueca.
Las tropas van a esos fortines porque es su deber. También van los oficiales; pero todos vuelven locos o poco menos. ¿Sabe a qué tiempo de marcha están esos fortines? A veinte y treinta días de caravana… Nada más que
arena: arena en los dientes, en la sopa, en cuanto se come; arena en la máquina de los relojes que hay que llevar encerrados en bolsitas de gamuza. Y en los ojos, hasta enceguecer al ochenta por ciento de los indígenas, cuanta quiera. Divertido, ¿eh? Y el cafard… ¡Ah! Una diversión…
Cuando sopla el siroco, si no quiere usted estar todo el día escupiendo sangre, debe acostarse entre sábanas mojadas, renovándolas sin cesar, porque se secan antes de que usted se acuerde. Así, dos, tres días. A veces siete… ¿Oye bien?, siete días. Y usted no tiene otro entretenimiento, fuera de empapar sus sábanas, que triturar arena, azularse de disnea por la falta de aire y cuidarse bien de cerrar los ojos porque están llenos de arena… y adentro, afuera, donde vaya, tiene cincuenta y dos grados a la sombra. Y si usted adquiere bruscamente ideas suicidas -incuban allá con una rapidez desconcertante-, no tiene más que pasear cien metros al sol, protegido por todos los sombreros que usted quiera: una buena y súbita congestión a la médula lo tiende en medio minuto entre los escorpiones.
¿Cree usted, con esto, que haya muchos oficiales que aspiren seriamente a ir allí? Hay el cafard, además… ¿Sabe usted lo que pasa y se repite por intervalos? El gobierno recibe un día, cien, quinientas renuncias de empleados de toda categoría. Todas lo mismo… "Vida perra… Hostilidad de los jefes… Insultos de los compañeros… Imposibilidad de vivir un solo segundo más con ellos…"
– Bueno -dice la Administración-; parece que por allá sopla el siroco.
Y deja pasar quince días. Al cabo de este tiempo pasa el siroco, y los nervios recobran su elasticidad normal. Nadie recuerda ya nada, y los renunciantes se quedan atónitos por lo que han hecho.
Esto es el guebli… Así decimos allá al siroco, o simún de las geografías… Observe que en ninguna parte del Sahara del Norte he oído llamar simún al guebli. Bien. ¡Y usted no puede soportar esta lluvia! ¡El guebli…! Cuando sopla, usted no puede escribir. Moja la pluma en el tintero y ya está seca al llegar al papel. Si usted quiere doblar el papel, se rompe como vidrio. Yo he visto un repollo, fresquísimo al comenzar el viento, doblarse; amarillear y secarse en un minuto. ¿Usted sabe bien lo que es un minuto? Saque el reloj y cuente.
Y los nervios y los golpes de sangre… Multiplique usted por diez la tensión de nuestros meridionales cuando llega allá un colazo de guebli y apreciará lo que es irritabilidad explosiva.
¿Y sabe usted por qué no quieren ir los oficiales, fuera del tormento corporal? Porque no hay relación, ni amistad, ni amor que resistan a la vida en común en esos parajes… ¡Ah! ¿Usted cree que no? Usted es una criatura, ya le he dicho… Yo lo fui también, y pedí mis seis meses en un fortín en el Sahara, con un teniente a mis órdenes. Éramos íntimos amigos, infinitamente más de lo que pudiéramos llegar a serlo usted y yo en veinte generaciones.
Bueno; fuimos allá y durante dos meses nos reímos de arena, sol y cafard. Hay allá cosas bellas, no se puede negar. Al salir el sol, todos los montículos de arena brillan; es un verdadero mar de olas de oro. De tarde, los crepúsculos son violeta, puramente violeta. Y comienza el guebli a soplar sobre los médanos, va rasando las cúspides y arrancando la arena en nubecillas, como humo de diminutos volcanes. Se los ve disminuir, desaparecer, para formarse de nuevo más lejos. Sí, así pasa cuando sopla el siroco… Y esto lo veíamos con gran placer en los primeros tiempos.
Poco a poco el cafard comenzó a arañar con sus patas nuestras cabezas debilitadas por la soledad y la luz; un aislamiento tan fuera de la Humani dad, que se comienza a dar paseos cortos de vaivén. La arena constante entre los dientes… La piel hiperestesiada hasta convertir en tormento el menor pliegue de la camisa… Este es el grado inicial -diremos delicioso aún de aquello.
Por poca honradez que se tenga, nuestra propia alma es el receptáculo donde guardamos todas esas miserias, pues, comprendiéndonos únicos culpables, cargamos virilmente con la responsabilidad. ¿Quién podría tener la culpa?
Hay, pues, una lucha heroica en eso. Hasta que un día; después de cuatro de siroco, el cafard clava más hondamente sus patas en la cabeza y ésta no es más dueña de sí. Los nervios se ponen tan tirantes, que ya no hay sensaciones, sino heridas y punzadas. El más simple roce es un empujón; una voz amiga es un grito irritante; una mirada de cansancio es una provocación; un detalle diario y anodino cobra una novedad hostil y ultrajante.
¡Ah! Usted no sabe nada… Óigame: ambos, mi amigo y yo, comprendimos que las cosas iban mal, y dejamos casi de hablar. Uno y otro sentíamos que la culpa estaba en nuestra irritabilidad, exasperada por el aislamiento, el calor, el cafard, en fin. Conservábamos, pues, nuestra razón. Lo poco que hablábamos era en la mesa.
Mi amigo tenía un tic. ¡Figúrese usted si estaría yo acostumbrado a él después de veinte años (le estrecha amistad! Consistía simplemente en un movimiento seco de la cabeza, echándola a un lado, como si le apretara o molestara un cuello de camisa.
Ahora bien; un día, bajo amenaza de siroco, cuya depresión angustiosa es tan terrible como el viento mismo, ese día, al levantar los ojos del plato, noté que mi amigo efectuaba su movimiento de cabeza. Volví a bajar los ojos, y cuando los levanté de nuevo, vi que otra vez repetía su tic. Torné a bajar los ojos, pero ya en una tensión nerviosa insufrible. ¿Por qué hacía así? ¿Para provocarme? ¿Qué me importaba que hiciera tiempo que hacía eso? ¿Por qué lo hacía cada vez que lo miraba? Y lo terrible era que estaba seguro -¡seguro!- de que cuando levantara los ojos lo iba a ver sacudiendo la cabeza de lado. Resistí cuanto pude, pero el ansia hostil y enfermiza me hizo mirarlo bruscamente. En ese momento echaba la cabeza a un lado, como si le irritara el cuello de la camisa.
– ¡Pero hasta cuándo vas a estar con esas estupideces! -le grité con toda la rabia provocativa que pude.
Mi amigo me miró, estupefacto al principio, y en seguida con rabia también. No había comprendido por qué lo provocaba, pero había allí un brusco escape a su propia tensión nerviosa.
– ¡Mejor es que dejemos! -repuso con voz sorda y trémula-. Voy a comer solo en adelante.
Y tiró la servilleta -la estrelló- contra la silla.
Quedé en la mesa, inmóvil, pero en una inmovilidad de resorte tendido. Sólo la pierna derecha, sólo ella, bailaba sobre la punta del pie. Poco a poco recobré la calma. ¡Pero era idiota lo que había hecho! ¡El, mi amigo más que íntimo, con los lazos de fraternidad que nos unían! Fui a verle y lo tomé del brazo.
– Estamos locos -le dije-. Perdóname.
Esa noche cenamos juntos otra vez. Pero el guebli rapaba ya los montículos, nos ahogábamos a cincuenta y dos grados y los nervios punzaban enloquecidos a flor de epidermis. Yo no me atrevía a levantar los ojos porque sabía que él estaba en ese momento sacudiendo la cabeza de lado, y me hubiera sido completamente imposible ver con calma eso. Y la tensión crecía, porque había una tortura mayor que aquélla; era saber que, sin que yo lo viera, él estaba en ese instante con su tic.