Tal fue su trabajo. Pero el empeño en hacer lo que querían fue asimismo tan serio, que los dos hombres no dejaron pasar un día sin machucarse las uñas. Con las modificaciones sabidas los días de lluvia, y los inevitables comentarios a medianoche.
No tuvieron en ese mes otra diversión -esto desde el punto de vista urbano- que entrar los domingos de mañana en el monte a punta de machete. Dréver, hecho a aquella vida, tenía la muñeca bastante sólida para no cortar sino lo que quería; pero cuando Rienzi era quien abría monte, su compañero tenía buen cuidado de mantenerse atrás a cuatro o cinco metros. Y no es que el puño de Rienzi fuera malo; pero el machete es cosa de un largo aprendizaje.
Luego, como distracción diaria, tenían la que les proporcionaba su ayudante, la hija de Dréver. Era ésta una rubia de cinco años, sin madre, porque Dréver había enviudado a los tres años de estar allá. El la había criado solo, con una paciencia infinitamente mayor que la que le pedían los remaches de la caldera. Dréver no tenía el carácter manso, y era difícil de manejar. De dónde aquel hombrón había sacado la ternura y la paciencia necesarias para criar solo y hacerse adorar de su hija, no lo sé; pero lo cierto es que cuando caminaban juntos al crepúsculo, se oían diálogos como éste:
– ¡Piapiá!
– ¡Mi vida…!
– ¿Va a estar pronto tu caldera? -Sí, mi vida.
– ¿Y vas a destilar toda la leña del monte?
– No; vamos a ensayar solamente.
– ¿Y vas a ganar platita?
– No creo, chiquita.
– ¡Pobre piapiacito querido! No podés nunca ganar mucha plata.
– Así es…
– Pero vas a hacer un ensayo lindo, piapiá. ¡Lindo como vos, piapiacito querido!
– Sí, mi amor.
– ¡Yo te quiero mucho, mucho, piapiá!
– Sí, mi vida… Y el brazo de Dréver bajaba por sobre el hombro de su hija y la criatura besaba la mano dura y quebrada de su padre, tan grande que le ocupaba todo el pecho.
Rienzi tampoco era pródigo de palabras, y fácilmente podía considerárseles tipos inabordables. Mas la chica de Dréver conocía un poco a aquella clase de gente, y se reía a carcajadas del terrible ceño de Rienzi, cada vez que éste trataba de imponer con su entrecejo tregua a las diarias exigencias
de su ayudante: vueltas de carnero en la gramilla, carreras a babucha, hamaca, trampolín, sube y baja, alambrecarril, sin contar uno que otro jarro de agua a la cara de su amigo, cuando éste, a mediodía, se tiraba al sol sobre el pasto.
Dréver oía un juramento e inquiría la causa.
– ¡Es la maldita viejita! -gritaba Rienzi-. No se le ocurre sino… Pero ante la -bien que remota- probabilidad de una injusticia propia del padre, Rienzi se apresuraba a hacer las paces con la chica, la cual festejaba en cuclillas la cara lavada como una botella de Rienzi.
Su padre jugaba menos con ella; pero seguía con los ojos el pesado galope de su amigo alrededor de la meseta, cargado con la chica en los hombros. Era un terceto bien curioso el de los dos hombres de grandes zancadas y su rubia ayudante de cinco años, que iban, venían y volvían a ir de la meseta al horno. Porque la chica, criada y educada constantemente al lado de su padre, conocía una por una las herramientas, y sabía qué presión, más o menos, se necesita para partir diez cocos juntos, y a qué olor se le puede llamar con propiedad de piroleñoso. Sabía leer, y escribía todo con mayúsculas. Aquellos doscientos metros del bungalow, al monte fueron recorridos a cada momento mientras se construyó el horno. Con paso fuerte de madrugada, o tardo a mediodía, iban y venían como hormigas por el mismo sendero, con las mismas sinuosidades y la misma curva para evitar el florecimiento de arenisca negra a flor de pasto.
Si la elección del sistema de calefacción les había costado, su ejecución sobrepasó con mucho lo concebido.
Una cosa es en el papel, y otra en el terreno, decía Rienzi con las manos en los bolsillos, cada vez que un laborioso cálculo sobre volumen de gases, toma de aire, superficie de la parrilla, cámara de tiro, se les iba al diablo por la pobreza del material.
Desde luego, se les había ocurrido la cosa más arriesgada que quepa en asuntos de ese orden: calefacción en espiral para una caldera horizontal. ¿Por qué? Tenían ellos sus razones y dejémoselas. Mas lo cierto es que cuando encendieron por primera vez el horno, y acto continuo el humo escapó de la chimenea, después de haberse visto forzado a descender cuatro veces bajo la caldera, al ver esto, los dos hombres se sentaron a fumar sin decir nada, mirando aquello con aire más bien distraído, el aire de hombres de carácter que ven el éxito de un duro trabajo en el que han puesto todas sus fuerzas.
¡Ya estaba, por fin! Las instalaciones accesorias -condensador de alquitrán y quemador de gases- eran un juego de niños. La condensación se dispuso en ocho bordelesas, pues no tenían agua; y los gases fueron envíados directamente al hogar. Con lo que la chica de Dréver tuvo ocasión de maravillarse de aquel grueso chorro de fuego que salía de la caldera donde no había fuego.
¡Qué lindo, piapiá! -exclamaba, inmóvil de sorpresa. Y con los besos de siempre a la mano de su padre:
– ¡Cuántas cosas sabés hacer, piapiacito querido! Tras lo cual entraban en el monte a comer naranjas.
Entre las pocas cosas que Dréver tenía en este mundo -fuera de su hija, claro está- la de mayor valor era su naranjal, que no le daba renta alguna, pero que era un encanto de ver. Plantación original de los jesuitas, hace doscientos años, el naranjal había sido invadido y sobrepasado por el bosque, en cuyo sous-bois, digamos, los naranjos continuaban enervando el monte de perfume de azahar, que al crepúsculo llegaba hasta los senderos del campo. Los naranjos de Misiones no han conocido jamás enfermedad alguna. Costaría trabajo encontrar una naranja con una sola peca. Y como riqueza de sabor y hermosura aquella fruta no tiene rival.
De los tres visitantes, Rienzi era el más goloso. Comía fácilmente diez o doce naranjas, y cuando volvía a casa llevaba siempre una bolsa cargada al hombro. Es fama allá que una helada favorece a la fruta. En aquellos momentos, a fines de junio, eran ya un almíbar; lo cual reconciliaba un tanto a Rienzi con el frío.
Este frío de Misiones que Rienzi no esperaba y del cual no había oído hablar nunca en Buenos Aires, molestó las primeras hornadas de carbón ocasionándoles un gasto extraordinario de combustible.
En efecto, por razones de organización encendían el horno a las cuatro o cinco de la tarde. Y como el tiempo para una completa carbonización de la madera no baja normalmente de ocho horas, debían alimentar el fuego hasta las doce o la una de la mañana hundidos en el foso ante la roja boca del hogar, mientras a sus espaldas caía una mansa helada. Si la calefacción subía, la condensación se efectuaba a las mil maravillas en el aire de hielo, que les permitía obtener en el primer ensayo un 2 por ciento de alquitrán, lo que era muy halagüeño, vistas las circunstancias.
Uno u otro debía vigilar constantemente la marcha, pues el peón accidental que les cortaba leña persistía en no entender aquel modo de hacer carbón. Observaba atentamente las diversas partes de la fábrica, pero sacudía la cabeza a la menor insinuación de encargarle el fuego.
Era un mestizo de indio, un muchachón flaco, de ralo bigote, que tenía siete hijos y que jamás contestaba de inmediato la más fácil pregunta sin consultar un rato el cielo, silbando vagamente. Después respondía: "Puede ser". En balde le habían dicho que diera fuego sin inquietarse hasta que la tapa opuesta de la caldera chispeara al ser tocada con el dedo mojado. Se reía con ganas, pero no aceptaba. Por lo cual el vaivén de la meseta al monte proseguía de noche, mientras la chica de Dréver, sola en el bungalow, se entretenía tras los vidrios en reconocer, al relámpago del hogar, si era su padre o Rienzi quien atizaba el fuego.