– ¿Qué…?
– Un pañuelo blanco en la cara… La mancha hiptálmica.
– ¡Raro! -murmuré, sin detenerme un segundo más a pensar en aquello.
Pero días después mi mujer salió una mañana del dormitorio con la cara atada. Apenas la vi, recordé bruscamente y vi en sus ojos que ella también se había acordado. Ambos soltamos la carcajada.
– ¡Sí…, sí! -se reía- En cuanto me puse el pañuelo, me acordé…
– ¿Un diente?
– No sé; creo que sí…
Durante el día bromeamos aún con aquello, y de noche, mientras mi mujer se desnudaba, le grité de pronto desde el comedor:
– A que no…
– ¡Sí! ¡La mancha hiptálmica! -me contestó riendo. Me eché a reír a mi vez, y durante quince días vivimos en plena locura de amor. Después de este lapso de aturdimiento sobrevino un período de amorosa inquietud, el sordo y mutuo acecho de un disgusto que no llegaba y que se ahogó por fin en explosiones de radiante y furioso amor. Una tarde, tres o cuatro horas después de almorzar, mi mujer, no encontrándome, entró en su cuarto y quedó sorprendida al ver los postigos cerrados. Me vio en la cama, extendido como un muerto.
¡Federico! -gritó corriendo a mí.
No contesté una palabra, ni me moví. ¡Y era ella, mi mujer! ¿Entienden ustedes?
– ¡Déjame! -me desasí con rabia, volviéndome a la pared.
Durante un rato no oí nada. Después, sí: los sollozos de mi mujer, el pañuelo hundido hasta la mitad en la boca.
Esa noche cenamos en silencio. No nos dijimos una palabra, hasta que a las diez mi mujer me sorprendió en cuclillas delante del ropero, doblando con extremo cuidado, y pliegue por pliegue, un pañuelo blanco.
¡Pero desgraciado! -exclamó desesperada, alzándome la cabeza-.¡Qué haces!
¡Era ella, mi mujer! Le devolví el abrazo, en plena e íntima boca.
– ¿Qué hacía? -le respondí-. Buscaba una explicación justa a lo que nos está pasando.
– Federico… amor mío… -murmuró. Y la ola de locura nos envolvió de nuevo.
Desde el comedor oí que ella -aquí mismo- se desvestía. Y aullé con amor:
– ¿A que no?…
– ¡Hiptálmica, hiptálmica! -respondió riendo y desnudándose a toda prisa.
Cuando entré, me sorprendió el silencio considerable de este dormitorio. Me acerqué sin hacer ruido y miré. Mi mujer estaba acostada, el rostro completamente hinchado y blanco. Tenía atada la cara con un pañuelo.
Corrí suavemente la colcha sobre la sábana, me acosté en el borde de la cama, y crucé las manos bajo la nuca.
No había aquí ni un crujido de ropa ni una trepidación lejana. Nada. La llama de la vela ascendía como aspirada por el inmenso silencio. Pasaron horas y horas. Las paredes, blancas y frías, se oscurecían progresivamente hacia el techo… ¿Qué es eso? No sé…
Y alcé de nuevo los ojos. Los otros hicieron lo mismo y los mantuvieron en la pared por dos o tres siglos. Al fin los sentí pesadamente fijos en mí.
– ¿Usted nunca ha estado en el manicomio? -me dijo uno.
– No que yo sepa… -respondí…
– ¿Y en presidio?
– Tampoco, hasta ahora…
– Pues tenga cuidado, porque va a concluir en uno u otro.
– Es posible… perfectamente posible… -repuse procurando dominar mi confusión de ideas.
Salieron.
Estoy seguro de que han ido a denunciarme, y acabo de tenderme en el diván: como el dolor de cabeza continúa, me he atado la cara con un pañuelo blanco.
LA CREMA DE CHOCOLATE
Ser médico y cocinero a un tiempo es, a más de difícil, peligroso. El peligro vuélvese realmente grave si el cliente lo es del médico y de su cocina. Esta verdad pudo ser comprobada por mí, cierta vez que en el Chaco fui agricultor, médico y cocinero.
Las cosas comenzaron por la medicina, a los cuatro días de llegar allá. Mi campo quedaba en pleno desierto, a ocho leguas de toda población, si se exceptúan un obraje y una estanzuela, vecinos a media legua. Mientras íbamos todas las mañanas mi compañero y yo a construir nuestro rancho, vivíamos en el obraje. Una noche de gran frío fuimos despertados mientras dormíamos, por un indio del obraje, a quien acababan de apalear un brazo. El muchacho gimoteaba muy dolorido. Vi en seguida que no era nada, y sí grande su deseo de farmacia. Como no me divertía levantarme, le froté el brazo con bicarbonato de soda que tenía al lado de la cama.
– ¿Qué le estás haciendo? -me preguntó mi compañero, sin sacar la nariz de sus plaids.
– Bicarbonato le respondí-. Ahora -me dirigí al indio- no te va a doler más. Pero para que haga buen efecto este remedio, es bueno que te pongas trapos mojados encima.
Claro está, al día siguiente no tenía nada; pero sin la maniobra del polvo blanco encerrado en el frasco azul, jamás el indiecito se hubiera decidido a curarse con sólo trapos fríos.
El segundo eslabón lo estableció el capataz de la estanzuela con quien yo estaba en relación. Vino un día a verme por cierta infección que tenía en una mano, y que persistía desde un mes atrás. Yo tenía un bisturí, y el hombre resistía heroicamente el dolor. Esta doble circunstancia autorizó el destrozo que hice en su carne, sin contar el bicloruro hirviendo, y ocho días después mi hombre estaba curado. Las infecciones, por allá, suelen ser de muy fastidiosa duración; mas mi valor y el del otro -bien que de distinto carácter- venciéronlo todo.
Esto pasaba ya en nuestro algodonal, y tres meses después de haber sido plantado. Mi amistad con el dueño de la estanzuela, que vivía en su almacén en Resistencia, y la bondad del capataz y su mujer, llevábanme a menudo a la estancia. La vieja mujer, sobre todo, tenía cierta respetuosa ternura por mi ciencia y mi democracia. De aquí que quisiera casarme. A legua y media de casa, en pleno estero Arazá, tenía cien vacas y un rebaño de ovejas el padre de mi futura.
– ¡Pobrecita! -me decía Rosa, la mujer del capataz-.Está enferma hace tiempo. ¡Flaca, pobrecita! Andá a curarla, don Fernández, y te casás con ella.
Como los esteros rebosaban agua, no me decidía a ir hasta ella.
– ¿Y es linda? -se me ocurrió un día.
– ¡Pero no ha de…` don Fernández! Le voy a mandar a decir al padre, y la vas a curar y te vas a casar con ella.
Desgraciadamente la misma democracia que encantaba a la mujer del capataz estuvo a punto de echar abajo mi reputación científica.
Una tarde había ido yo a buscar mi caballo sin riendas como lo hacía siempre, y volvía con él a escape, cuando hallé en casa a un hombre que me esperaba. Mi ropa, además, dejaba siempre mucho que desear en punto a corrección. La camisa de lienzo sin un botón, los brazos arremangados, y sin sombrero ni peinado de ninguna especie.
En el patio, un paisano de pelo blanco, muy gordo y fresco, vestido evidentemente con lo mejor que tenía, me miraba con fuerte sorpresa.
– Perdone, don -se dirigió a mí-. ¿Es ésta la casa de don Fernández?
– Sí, señor le respondí.
Agregó entonces con visible dubitación de persona que no quiere comprometerse.
¿Y no está él…?
– Soy yo.
El hombre no concluía de disculparse, hasta que se fue con mi receta y la promesa de que iría a ver a su hija.
Fui y la vi. Tosía un poco, estaba flaquísima, aunque tenía la cara llena, lo que no hacía sino acentuar la delgadez de las piernas. Tenía sobre todo el estómago perdido. Tenía también hermosos ojos, pero al mismo tiempo unas abominables zapatillas nuevas de elástico. Se había vestido de fiesta, y como lujo de calzado no habitual, las zapatillas aquellas.
La chica -se llamaba Eduarda- digería muy mal, y por todo alimento comía tasajo desde que habían empezado las lluvias. Con el más elemental régimen, la muchacha comenzó a recobrar vida.
– Es tu amor, don Fernández. Te quiere mucho a usted" -me explicaba Rosa.