Fui en esa primavera dos o tres veces más al Arazá, y lo cierto es que yo podía acaso no ser mal partido para la agradecida familia.
En estas circunstancias, el capataz cumplió años y su mujer me mandó llamar el día anterior, a fin de que yo hiciera un postre para el baile. A fuerza de paciencia y de horribles quematinas de leche, yo había conseguido llegar a fabricarme budines, cremas y hasta huevos quimbos. Como el capataz tenía debilidad visible por la crema de chocolate que había probado en casa, detúveme en ella, ordenando a Rosa que dispusiera para el día siguiente diez litros de leche, sesenta huevos y tres kilos de chocolate. Hubo que enviar por el chocolate a Resistencia, pero volvió a tiempo, mientras mi compañero y yo nos rompíamos la muñeca batiendo huevos.
Ahora bien, no sé aún qué pasó, pero lo cierto es que en plena función de crema, la crema se cortó. Y se cortó de modo tal, que aquello convirtióse en esponja de caucho, una madeja de oscuras hilachas elásticas, algo como estopa empapada en aceite de linaza.
Nos miramos mi compañero y yo: la crema esa parecíase endiabladamente a una muerte súbita. ¿Tirarla y privar a la fiesta de su principal atractivo…? No era posible. Luego, a más de que ella era nuestra obra personal, siempre muy querida, apagó nuestros escrúpulos el conocimiento que del paladar y estómago de los comensales teníamos. De modo que resolvimos prolongar la cocción del maleficio, con objeto de darle buena consistencia. Hecho lo cual apelmazamos la crema en una olla, y descansamos.
No volvimos a casa; comimos allá. Vinieron la noche y los mosquitos, y asistimos al baile en el patio. Mi enferma, otra vez con sus zapatillas, había llegado con su familia en una carreta. Hacía un calor sofocante, lo que no obstaba para que los peones bailaran con el poncho al hombro, el 13 de enero.
Nuestro postre debía ser comido a las once. Un rato antes mi compañero y yo nos habíamos insinuado hipócritamente en el comedor, buscando moscas por las paredes.
– Van a morir todos -me decía él en voz baja. Yo, sin creerlo, estaba bastante preocupado por la aceptación que pudiera tener mi postre. El primero a quien le cupo familiarizarse con él fue el capataz de los carreros del obraje, un hombrón silencioso, muy cargado de hombros y con enormes pies descalzos. Acercóse sonriendo a la mesita, mucho más cortado que mi crema. Se sirvió -a fuerza de cuchillo, claro es- una delicadísima porción. Pero mi compañero intervino presuroso.
– ¡No, no, Juan! Sírvase más. -Y le llenó el plato.
El hombre probó con gran comedimiento, mientras nosotros no apartábamos los ojos de su boca.
– ¿Eh, qué tal? -le preguntamos-. Rico, ¿eh?
– ¡Macanudo, che patrón!
¡Sí! Por malo que fuera aquello, tenía gusto a chocolate. Cuando el hombrón hubo concluido llegó otro, y luego otro más. Tocóle por fin el turno a mi futuro suegro. Entró alegre, balanceándose.
– ¡Hum…! ¡Parece que tenemos un postre, don Fernández! ¡De todo sabe! ¡Hum…! Crema de chocolate… Yo he comido una vez.
Mi compañero y yo tornamos a mirarnos. ¡Estamos frescos! -murmuré.
¡Completamente lúcidos! ¿Qué podía parecerle la madeja negra a un hombre que había probado ya crema de chocolate? Sin embargo, con las manos muy puestas en los bolsillos, esperamos. Mi suegro probó lentamente. -¿Qué tal la crema?
Se sonrió y alzó la cabeza, dejando cuchillo y tenedor.
¡Rico, le digo! ¡Qué don Fernández! -continuó comiendo-. ¡Sabe de todo!
Se supondrá el peso de que nos libró su respuesta. Pero cuando hubieron comido el padre, la madre, la hermana, y le llegó el turno a mi futura, no supe qué hacer.
– ¿Eduarda puede comer, eh, don Fernández? -me había preguntado mi suegro.
Yo creía sinceramente que no. Para un estómago sano, aquello estaba bien, aun a razón de un plato sopero por boca. Pero para una dispéptica con digestiones laboriosísimas, mi esponja era un sencillo veneno.
Y me enternecí con la esponja, sin embargo. La muchacha ojeaba la olla con mucho más amor que a mí, y yo pensaba que acaso jamás en la vida seríale dado volver a probar cosa tan asombrosa, hecha por un chacarero médico y pretendiente suyo.
Sí, puede comer. Le va a gustar mucho -respondí serenamente. Tal fue mi presentación pública de cocinero. Ninguno murió pero dos semanas después supe por Rosa que mi prometida había estado enferma los días subsiguientes al baile.
– Sí -le dije, verdaderamente arrepentido-. Yo tengo la culpa. No debió haber comido la crema aquella.
¡Qué crema! ¡Si le gustó, te digo! Es que usted no bailaste con ella; por eso se enfermó.
No bailé con ninguna.
¡Pero si es lo que te digo! ¡Y no has ido más a verla, tampoco!
Fui allá por fin. Pero entonces la muchacha tenía realmente novio, un ° españolito con gran cinto y pañuelo criollos, con quien me había encontrado ya alguna vez en casa de ella.
LOS CASCARUDOS
Hasta el día fatal en que intervino el naturalista, la quinta de monsieur Robin era un prodigio de corrección. Había allí plantaciones de yerba mate que, si bien de edad temprana aún, admiraban al discreto visitante con la promesa de magníficas rentas. Luego, viveros de cafetos -costoso ensayo en la región-, de chirimoyas y heveas.
Pero lo admirable de la quinta era su bananal. Monsieur Robin, con arreglo al sistema de cultivo practicado en Cuba, no permitía más de tres vástagos a cada banano pues sabido es que esta planta, abandonada a sí misma se torna en un macizo de diez, quince y más pies. De ahí empobrecimiento de la tierra, exceso de sombra, y lógica degeneración del fruto. Mas los nativos del país jamás han aclarado sus macizos de bananos, considerando que si la planta tiende a rodearse de hijos, hay para ello causas muy superiores a las de su agronomía. Monsieur Robín entendía lo mismo y aun más sumisamente, puesto que apenas la planta original echaba de su pie dos vástagos, aprontaba pozos para los nuevos bananitos a venir que, tronchados del pie madre, crearían a su vez nueva familia.
De este modo, mientras el bananal de los indígenas, a semejanza de las madres muy fecundas cuya descendencia es al final raquítica, producía mezquinas vainas sin jugo, las cortas y bien nutridas familias de monsieur Robín se doblaban al peso de magníficos cachos.
Pero tal glorioso estado de cosas no se obtiene sino a expensas de mucho sudor y de muchas limas gastadas en afilar palas y azadas.
Monsieur Robín, habiendo llegado a inculcar a cinco peones del país la necesidad de todo esto, creyó haber hecho obra de bien, aparte de los tres o cuatro mil cachos que desde noviembre a mayo bajaban a Posadas.
Así, el destino de monsieur Robín, de sus bananos y sus cinco peones parecía asegurado, cuando llegó a Misiones el sabio naturalista Fritz Franke, entomólogo distinguidísimo, y adjunto al Museo de Historia Natural de París. Era un muchacho rubio, muy alto, muy flaco, con lentes de miope allá arriba, y enormes botines en los pies. Llevaba pantalón corto, lo acompañaban su esposa y una setter con collar de plata.
Venía el joven sabio efusivamente recomendado a Monsieur Robín, y éste puso a su completa disposición la quinta del Yabebirí, con lo cual Fritz Franke pudo fácilmente completar en cuatro o cinco meses sus colecciones sudamericanas. Por lo demás, el capataz recibió de monsieur Robín especial recomendación de ayudar al distinguido huésped en cuanto fuere posible. Fue así como lo tuvimos entre nosotros. En un principio, los peones habían hallado ridículo sobre toda ponderación a aquel bebé de interminables pantorrillas que se pasaba las horas en cuclillas revolviendo yuyos. Alguna vez se detuvieron con la azada en la mano a contemplar aquella zoncísima manera de perder el tiempo. Veían al naturalista coger un bicharraco, darle vueltas en todo sentido, para hundirlo, después de maduro examen, en el estuche de metal. Cuando el sabio se iba, los peones se acercaban, cogían un insecto semejante, y después de observarlo detenidamente a su vez, se miraban estupefactos.