– Sí; la tiré afuera… ¿Traigo a la hamadrías?
– No hay más remedio… Pero para la segunda recolección, de aquí a dos o tres horas.
VIII
…
…Se hallaba quebrantada, exhausta de fuerzas. Sentía la boca llena de tierra y sangre. ¿Dónde estaba?
El velo denso de sus ojos comenzaba a desvanecerse, y Cruzada alcanzó a distinguir el contorno. Vio -y reconoció- el muro de cinc, y súbitamente recordó todo: el perro negro, el lazo, la inmensa serpiente asiática
y el plan de batalla de ésta en que ella misma, Cruzada, iba jugando su vida. Recordaba todo, ahora que la parálisis provocada por el veneno comenzaba a abandonarla. Con el recuerdo, tuvo conciencia plena de lo que debía hacer. ¿Sería tiempo todavía?
Intentó arrastrarse, mas en vano; su cuerpo ondulaba, pero en el mismo sitio, sin avanzar. Pasó un rato aún y su inquietud crecía.
– ¡Y no estoy sino a treinta metros! -murmuraba-. ¡Dos minutos, un solo minuto de vida, y llego a tiempo!
Y tras nuevo esfuerzo consiguió deslizarse, arrastrarse desesperadamente hacia el laboratorio.
Atravesó el patio, llegó a la puerta en el momento en que el empleado, con las dos manos sostenía, colgando en el aire, la Hamadrías, mientras el hombre de los lentes ahumados le introducía el vidrio de reloj en la boca. La mano se dirigía a oprimir las glándulas, y Cruzada estaba aún en el umbral.
– ¡No tendré tiempo! se dijo desesperada. Y arrastrándose en un supremo esfuerzo, tendió adelante los blanquísimos colmillos. El peón, al sentir su pie descalzo abrasado por los dientes de la yarará, lanzó un grito
y bailó. No mucho; pero lo suficiente para que el cuerpo colgante de la cobra real oscilara y alcanzase a la pata de la mesa, donde se arrolló velozmente. Y con ese punto de apoyo, arrancó su cabeza de entre las manos del peón y fue a clavar hasta la raíz los colmillos en la muñeca izquierda del hombre de lentes negros, justamente en una vena.
¡Ya estaba! Con los primeros gritos, ambas, la cobra asiática y la varará, huían sin ser perseguidas.
– ¡Un punto de apoyo! murmuraba la cobra volando a escape por el campo-. Nada más que eso me faltaba. ¡Ya lo conseguí, por fin!
– Sí -corría la yarará a su lado, muy dolorida aún-. Pero no volvería a repetir el juego…
Allá, de la muñeca del hombre pendían dos negros hilos de sangre pegajosa. La inyección de una hamadrías en una vena es cosa demasiado seria para que un mortal pueda resistirla largo rato con los ojos abiertos -y los del herido se cerraban para siempre a los cuatro minutos.
IX
El Congreso estaba en pleno. Fuera de Terrífica y Nacaniná, y las vararás Urutú Dorado, Coatiarita, Neuwied, Atroz y Lanceolada, había acudido Coralina -de cabeza estúpida, según Nacaniná-, lo que no obsta para que su mordedura sea de las más dolorosas. Además es hermosa, incontestablemente hermosa con sus anillos rojos y negros.
Siendo, como es sabido, muy fuerte la vanidad de las víboras en punto de belleza, Coralina se alegraba bastante de la ausencia de su hermana Frontal", cuyos triples anillos negros y blancos sobre fondo de púrpura colocan a esta víbora de coral en el más alto escalón de la belleza ofidica.
Las Cazadoras estaban representadas esa noche por Drimobia, cuyo destino 'es ser llamada yararacusú del monte, aunque su aspecto sea bien distinto. Asistían Cipó ", de un hermoso verde y gran cazadora de pájaros; Radínea, pequeña y oscura, que no abandona jamás los charcos; Boipeva, cuya característica es achatarse completamente contra el suelo, apenas se siente amenazada. Trigémina, culebra de coral, muy fina de cuerpo, como sus compañeras arborícolas; y por último Esculap¡a 23, también de coral, cuya entrada, por razones que se verá enseguida, fue acogida con generales miradas de desconfianza.
Faltaban asimismo varias especies de las venenosas y las cazadoras, ausencia ésta que requiere una aclaración.
Al decir Congreso pleno, hemos hecho referencia a la gran mayoría de las especies, y sobre todo de las que se podrían llamar reales por su importancia. Desde el primer Congreso de las Víboras se acordó que las especies numerosas, estando en mayoría, podían dar carácter de absoluta fuerza a sus decisiones. De aquí la plenitud del Congreso actual, bien que fuera lamentable la ausencia de la yarará Surucusú`, a quien no había sido posible hallar por ninguna parte; hecho tanto más de sentir cuanto que esta víbora, que puede alcanzar a tres metros, es, a la vez la que reina en América, viceemperatriz del Imperio Mundial de las Víboras, pues sólo una la aventaja en tamaño y potencia de veneno: la hamadrías asiática.
Alguna faltaba -fuera de Cruzada-; pero las víboras todas afectaban no darse cuenta de su ausencia.
A pesar de todo, se vieron forzadas a volverse al ver asomar por entre los helechos una cabeza de grandes ojos vivos.
– ¿Se puede? -decía la visitante alegremente.
Como si una chispa eléctrica hubiera recorrido todos los cuerpos, las víboras irguieron la cabeza al oír aquella voz.
– ¿Qué quieres aquí? -gritó Lanceolada con profunda irritación. -¡Este no es tu lugar! -exclamó Urutú Dorado, dando por primera vez señales de vivacidad.
– ¡Fuera! ¡Fuera! -gritaron varias con intenso desasosiego.
Pero Terrífica, con silbido claro, aunque trémulo, logró hacerse oír.
– ¡Compañeras! No olviden que estamos en Congreso, y todas conocemos sus leyes; nadie, mientras dure, puede ejercer acto alguno de violencia. ¡Entra, Anaconda!
– ¡Bien dicho! -exclamó Ñacaniná con sorda ironía-. Las nobles palabras de nuestra reina nos aseguran. ¡Entra, Anaconda!
Y la cabeza viva y simpática de Anaconda avanzó, arrastrando tras de sí dos metros cincuenta de cuerpo oscuro y elástico. Pasó ante todas, cruzando una mirada de inteligencia con la Nacaniná, y fue a arrollarse, con leves silbidos de satisfacción, junto a Terrífica, quien no pudo menos de estremecerse.
– ¿Te incomodo? -le preguntó cortésmente Anaconda.
– ¡No, de ninguna manera! -contestó Terrífica-. Son las glándulas de veneno que me incomodan, de hinchadas…
Anaconda y Nacaniná tornaron a cruzar una mirada irónica, y prestaron atención.
La hostilidad bien evidente de la asamblea hacia la recién llegada tenía un cierto fundamento, que no se dejará de apreciar. La Anaconda es la reina de todas las serpientes habidas y por haber, sin exceptuar al pitón malayo. Su fuerza es extraordinaria, y no hay animal de carne y hueso capaz de resistir un abrazo suyo. Cuando comienza a dejar caer del follaje sus diez metros de cuerpo liso con grandes manchas de terciopelo negro, la selva entera se crispa y encoge. Pero la Anaconda es demasiado fuerte para odiar a sea quien fuere -con una sola excepción-, y esta conciencia de su valor le hace conservar siempre buena amistad con el hombre. Si a alguien detesta, es, naturalmente, a las serpientes venenosas; y de aquí la conmoción de las víboras ante la cortés Anaconda.
Anaconda no es, sin embargo, hija de la región. Vagabundeando en las aguas espumosas del Paraná había llegado hasta allí con una gran creciente, y continuaba en la región muy contenta del país, en buena relación con todos, y en particular con la Nacaniná, con quien había trabado viva amistad. Era, por lo demás, aquel ejemplar una joven Anaconda que distaba aún mucho de alcanzar a los diez metros de sus felices abuelos. Pero los dos metros cincuenta que medía ya valían por el doble, si se considera la fuerza de esta magnífica boa, que por divertirse, al crepúsculo, atraviesa el Amazonas entero con la mitad del cuerpo erguido fuera del agua.
Pero Atroz acaba de tomar la palabra ante la asamblea, ya distraída.
– Creo que podríamos comenzar ya -dijo-. Ante todo, es menester saber algo de Cruzada. Prometió estar aquí en seguida.