– Sí, ya es tiempo de esto -dijo Terrífica-. Tenemos dos planes a seguir: el propuesto por Nacaniná, y el de nuestra aliada. ¿Comenzamos el ataque por el perro, o bien lanzamos todas nuestras fuerzas contra los caballos?
Ahora bien, aunque la mayoría se inclinaba acaso a adoptar el plan de la culebra, el aspecto, tamaño e inteligencia demostrados por la serpiente asiática habían impresionado favorablemente al Congreso en su favor. Estaba aún viva su magnífica combinación contra el personal del Instituto; y fuera lo que pudiere ser su nuevo plan, es lo cierto que se le debía ya la eliminación de dos hombres. Agréguese que, salvo la Nacaniná y Cruzada, que habían estado ya en campaña, ninguna se había dado cuenta del terrible enemigo que había en un perro inmunizado y rastreador de víboras. Se comprenderá así que el plan de la cobra real triunfara al fin.
Aunque era ya muy tarde, era también cuestión de vida o muerte llevar el ataque en seguida, y se decidió partir sobre la marcha.
– ¡Adelante, pues! -concluyó la de cascabel-. ¿Nadie tiene nada más que decir?
– ¡Nada…! -gritó Nacaniná-. ¡Sino que nos arrepentiremos!
Y las víboras y culebras, inmensamente aumentadas por los individuos de las especies cuyos representantes salían de la caverna, lanzáronse hacia el Instituto.
– ¡Una palabra! -advirtió aún Terrífica-. ¡Mientras dure la campaña estamos en Congreso y somos inviolables las unas para las otras! ¿Entendido?
– ¡Sí, sí, basta de palabras! -silbaron todas.
La cobra real, a cuyo lado pasaba Anaconda, le dijo mirándola sombríamente:
– Después…
– ¡Ya lo creo! -la cortó alegremente Anaconda, lanzándose como una flecha a la vanguardia.
X
El personal del Instituto velaba al pie de la cama del peón mordido por la yarará. Pronto debía amanecer. Un empleado se asomó a la ventana por donde entraba la noche caliente y creyó oír ruido en uno de los galpones. Prestó oído un rato y dijo:
– Me parece que es en la caballeriza… Vaya a ver, Fragoso.
El aludido encendió el farol de viento y salió, en tanto que los demás quedaban atentos, con el oído alerta.
No había transcurrido medio minuto cuando sintieron pasos precipitados en el patio y Fragoso aparecía, pálido de sorpresa.
– ¡La caballeriza está llena de víboras! -dijo.
– ¿Llena? preguntó el nuevo jefe-. ¿Qué es eso? ¿Qué pasa…?
– No sé…
– Vayamos.
Y se lanzaron afuera.
– ¡Daboy! ¡Daboy! -llamó el jefe al perro que gemía soñando bajo la cama del enfermo. Y corriendo todos entraron en la caballeriza.
Allí, a la luz del farol de viento, pudieron ver al caballo y a la mula debatiéndose a patadas contra sesenta u ochenta víboras que inundaban la caballeriza. Los animales relinchaban y hacían volar a coces los pesebres; pero las víboras, como si las dirigiera una inteligencia superior, esquivaban los golpes y mordían con furia.
Los hombres, con el impulso de la llegada, habían caído entre ellas. Ante el brusco golpe de luz, las invasoras se detuvieron un instante, para lanzarse en seguida silbando a un nuevo asalto, que dada la confusión de caballos y hombres no se sabía contra quién iba dirigido.
El personal del Instituto se vio así rodeado por todas partes de víboras. Fragoso sintió un golpe de colmillos en el borde de las botas, a medio centímetro de su rodilla, y descargó su vara -vara dura y flexible que nunca falta en una casa de bosque- sobre el atacante. El nuevo director partió en dos a otra, y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran víbora que acababa de arrollarse con pasmosa velocidad al pescuezo del animal.
Esto pasó en menos de diez segundos. Las varas caían con furioso vigor sobre las víboras que avanzaban siempre, mordían las botas, pretendían trepar por las piernas. Y en medio del relinchar de los caballos, los gritos de los hombres, los ladridos del perro y el silbido de las víboras, el asalto ejercía cada vez más presión sobre los defensores, cuando Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa víbora que creyera reconocer, pisó sobre un cuerpo a toda velocidad y cayó, mientras el farol, roto en mil pedazos, se apagaba. -¡Atrás! -gritó el nuevo director-. ¡Daboy, aquí!
Y salieron atrás, al patio, seguidos por el perro, que felizmente había podido desenredarse de entre la madeja de víboras.
Pálidos y jadeantes, se miraron.
Parece cosa del diablo… -murmuró el jefe-. Jamás he visto cosa igual… ¿Qué tienen las víboras de este país? Ayer, aquella doble mordedura, como matemáticamente combinada… Hoy… Por suerte ignoran que nos han salvado a los caballos con sus mordeduras… Pronto amanecerá, y entonces será otra cosa.
– Me pareció que allí andaba la cobra real -dejó caer Fragoso, mientras se ligaba los músculos doloridos de la muñeca.
– Sí -agregó el otro empleado-. Yo la vi bien… Y Daboy, ¿no tiene nada?
– No; muy mordido… Felizmente puede resistir cuanto quieran. Volvieron los hombres otra vez al enfermo, cuya respiración era mejor. Estaba ahora inundado en copiosa transpiración.
– Comienza a aclarar -dijo el nuevo director, asomándose a la ventana-. Usted, Antonio, podrá quedarse aquí. Fragoso y yo vamos a salir.
– ¿Llevamos los lazos? -preguntó Fragoso.
– ¡Oh, no! -repuso el jefe, sacudiendo la cabeza- Con otras víboras, las hubiéramos cazado a todas en un segundo. Estas son demasiado singulares… Las varas y, a todo evento, el machete.
XI
No singulares, sino víboras, que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida de la especie, era el enemigo que había asaltado el Instituto Seroterápico.
La súbita oscuridad que siguiera al farol roto había advertido a las combatientes el peligro de mayor luz y mayor resistencia. Además, comenzaban a sentir ya en la humedad de la atmósfera la inminencia del día.
– Si nos quedamos un momento más exclamó Cruzada-, nos cortan la retirada. ¡Atrás!
– ¡Atrás, atrás! -gritaron todas. Y atropellándose, pasándose las unas sobre las otras, se lanzaron al campo. Marchaban en tropel, espantadas, derrotadas, viendo con consternación que el día comenzaba a romper a lo lejos.
Llevaban ya veinte minutos de fuga, cuando un ladrido claro y agudo, pero distante aún detuvo a la columna jadeante.
– ¡Un instante! -gritó Urutú Dorado- Veamos cuántas somos, y qué podemos hacer.
A la luz aún incierta de la madrugada examinaron sus fuerzas. Entre las patas de los caballos habían quedado dieciocho serpientes muertas, entre ellas las dos culebras de coral. Atroz había sido partida en dos por Fragoso, y Drimobia yacía allá con el cráneo roto, mientras estrangulaba al perro. Faltaban además Coatiarita, Radínea y Boipeva. En total, veintitrés combatientes aniquilados. Pero las restantes, sin excepción de una sola, estaban todas magulladas, pisadas, pateadas, llenas de polvo y sangre entre las escamas rotas.
– He aquí el éxito de nuestra campaña -dijo amargamente Ñacani-ná, deteniéndose un instante a restregar contra una piedra su cabeza- ¡Te felicito, Hamadrías!
Pero para sí sola se guardaba lo que había oído tras la puerta cerrada de la caballeriza, pues había salido la última. ¡En vez de matar, habían salvado la vida a los caballos, que se extenuaban precisamente por falta de veneno!
Sabido es que para un caballo que se está inmunizando, el veneno le es tan indispensable para su vida diaria como el agua misma y muere si le llega a faltar.
Un segundo ladrido de perro sobre el rastro sonó tras ellas.
¡Estamos en inminente peligro! -gritó Terrífica-. ¿Qué hacemos?
– ¡A la gruta! -clamaron todas, deslizándose a toda velocidad. -¡Pero están locas! -gritó la Ñacaniná, mientras corría-. ¡Las van
a aplastar a todas! ¡Van a la muerte! Óiganme: ¡desbandémonos!